domingo, 24 de noviembre de 2013

Solemnidad de Cristo Rey y Cierre del Año de la Fe


¿Por qué Jesucristo es Rey?

Desde la antigüedad se ha llamado Rey a Jesucristo, en sentido metafórico, en razón al supremo grado de excelencia que posee y que le encumbra entre todas las cosas creadas. Así, se dice que:

  •     reina en las inteligencias de los hombres porque El es la Verdad y porque los hombres necesitan beber de El y recibir obedientemente la verdad;

  •     reina en las voluntades de los hombres, no sólo porque en El la voluntad humana está entera y perfectamente sometida a la santa voluntad divina, sino también porque con sus mociones e inspiraciones influye en nuestra libre voluntad y la enciende en nobles propósitos;

  •     reina en los corazones de los hombres porque, con su supereminente caridad y con su mansedumbre y benignidad, se hace amar por las almas de manera que jamás nadie —entre todos los nacidos— ha sido ni será nunca tan amado como Cristo Jesús.

Sin embargo, profundizando en el tema, es evidente que también en sentido propio y estricto le pertenece a Jesucristo como hombre el título y la potestad de Rey, ya que del Padre recibió la potestad, el honor y el reino; además, siendo Verbo de Dios, cuya sustancia es idéntica a la del Padre, no puede menos de tener común con él lo que es propio de la divinidad y, por tanto, poseer también como el Padre el mismo imperio supremo y absolutísimo sobre todas las criaturas.

Ahora bien, que Cristo es Rey lo confirman muchos pasajes de las Sagradas Escrituras y del Nuevo Testamento. Esta doctrina fue seguida por la Iglesia –reino de Cristo sobre la tierra- con el propósito celebrar y glorificar durante el ciclo anual de la liturgia, a su autor y fundador como a soberano Señor y Rey de los reyes.

En el Antiguo Testamento, por ejemplo, adjudican el título de rey a aquel que deberá nacer de la estirpe de Jacob; el que por el Padre ha sido constituido Rey sobre el monte santo de Sión y recibirá las gentes en herencia y en posesión los confines de la tierra.

Además, se predice que su reino no tendrá límites y estará enriquecido con los dones de la justicia y de la paz: "Florecerá en sus días la justicia y la abundancia de paz... y dominará de un mar a otro, y desde el uno hasta el otro extrema del orbe de la tierra".

Por último, aquellas palabras de Zacarías donde predice al "Rey manso que, subiendo sobre una asna y su pollino", había de entrar en Jerusalén, como Justo y como Salvador, entre las aclamaciones de las turbas, ¿acaso no las vieron realizadas y comprobadas los santos evangelistas?

En el Nuevo Testamento, esta misma doctrina sobre Cristo Rey se halla presente desde el momento de la Anunciación del arcángel Gabriel a la Virgen, por el cual ella fue advertida que daría a luz un niño a quien Dios había de dar el trono de David, y que reinaría eternamente en la casa de Jacob, sin que su reino tuviera jamás fin.

El mismo Cristo, luego, dará testimonio de su realeza, pues ora en su último discurso al pueblo, al hablar del premio y de las penas reservadas perpetuamente a los justos y a los réprobos; ora al responder al gobernador romano que públicamente le preguntaba si era Rey; ora, finalmente, después de su resurrección, al encomendar a los apóstoles el encargo de enseñar y bautizar a todas las gentes, siempre y en toda ocasión oportuna se atribuyó el título de Rey y públicamente confirmó que es Rey, y solemnemente declaró que le ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra.

Pero, además, ¿qué cosa habrá para nosotros más dulce y suave que el pensamiento de que Cristo impera sobre nosotros, no sólo por derecho de naturaleza, sino también por derecho de conquista, adquirido a costa de la redención? Ojalá que todos los hombres, bastante olvidadizos, recordasen cuánto le hemos costado a nuestro Salvador, ya que con su preciosa sangre, como de Cordero Inmaculado y sin tacha, fuimos redimidos del pecado. No somos, pues, ya nuestros, puesto que Cristo nos ha comprado por precio grande; hasta nuestros mismos cuerpos son miembros de Jesucristo.


Campo de la Realeza de Cristo

a) En lo espiritual

Sin embargo, los textos que hemos citado de la Escritura demuestran, y el mismo Jesucristo lo confirma con su modo de obrar, que este reino es principalmente espiritual y se refiere a las cosas espirituales. En efecto, en varias ocasiones, cuando los judíos, y aun los mismos apóstoles, imaginaron erróneamente que el Mesías devolvería la libertad al pueblo y restablecería el reino de Israel, Cristo les quitó y arrancó esa vana imaginación y esperanza. Asimismo, cuando iba a ser proclamado Rey por la muchedumbre, que, llena de admiración, le rodeaba, El rehusó tal título de honor huyendo y escondiéndose en la soledad. Finalmente, en presencia del gobernador romano manifestó que su reino no era de este mundo. Este reino se nos muestra en los evangelios con tales características, que los hombres, para entrar en él, deben prepararse haciendo penitencia y no pueden entrar sino por la fe y el bautismo, el cual, aunque sea un rito externo, significa y produce la regeneración interior. Este reino únicamente se opone al reino de Satanás y a la potestad de las tinieblas; y exige de sus súbditos no sólo que, despegadas sus almas de las cosas y riquezas terrenas, guarden ordenadas costumbres y tengan hambre y sed de justicia, sino también que se nieguen a sí mismos y tomen su cruz.

b) En lo temporal

Se cometería un grave error el negársele a Cristo-Hombre el poder sobre todas las cosas humanas y temporales, puesto que el Padre le confió un derecho absolutísimo sobre las cosas creadas, de tal manera que todas están sometidas a su arbitrio. Sin embargo, mientras él vivió sobre la tierra se abstuvo enteramente de ejercitar este poder, despreciando la posesión y el cuidado de las cosas humanas, así también permitió, y sigue permitiendo, que los poseedores de ellas las utilicen.


Solemnidad de Cristo Rey


La celebración de la Solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo, cierra el Año Litúrgico en el que se ha meditado sobre todo el misterio de su vida, su predicación y el anuncio del Reino de Dios.

La fiesta de Cristo Rey fue instaurada por el Papa Pío XI el 11 de diciembre de 1925. El Papa quiso motivar a los católicos a reconocer en público que el mandatario de la Iglesia es Cristo Rey.

Durante el anuncio del Reino, Jesús nos muestra lo que éste significa para nosotros como Salvación, Revelación y Reconciliación ante la mentira mortal del pecado que existe en el mundo. Jesús responde a Pilatos cuando le pregunta si en verdad Él es el Rey de los judíos: "Mi Reino no es de este mundo. Si mi Reino fuese de este mundo mi gente habría combatido para que no fuese entregado a los judíos; pero mi Reino no es de aquí" (Jn 18, 36). Jesús no es el Rey de un mundo de miedo, mentira y pecado, Él es el Rey del Reino de Dios que trae y al que nos conduce.


Año de la Fe



Benedicto XVI convocó el Año de la Fe mediante una carta apostólica en forma de Motu Proprio, la “Porta Fidei”.

A continuación les dejo los puntos más importantes del documento para poder cerrar este Año de la Fe comprendiéndolo y sacando los grandes frutos que nos dejó.



25 frases de la Porta fidei de Benedicto XVI
anunciando el Año de la Fe.




1.«La puerta de la fe» (cf. Hch 14, 27), que introduce en la vida de comunión con Dios y permite la entrada en su Iglesia, está siempre abierta para nosotros. Se cruza ese umbral cuando la Palabra de Dios se anuncia y el corazón se deja plasmar por la gracia que transforma. Atravesar esa puerta supone emprender un camino que dura toda la vida

La necesidad de la fe ayer, hoy y siempre

2.- Profesar la fe en la Trinidad –Padre, Hijo y Espíritu Santo –equivale a creer en un solo Dios que es Amor (cf. 1 Jn 4, 8): el Padre, que en la plenitud de los tiempos envió a su Hijo para nuestra salvación; Jesucristo, que en el misterio de su muerte y resurrección redimió al mundo; el Espíritu Santo, que guía a la Iglesia a través de os siglos en la espera del retorno glorioso del Señor.

3.- Sucede hoy con frecuencia que los cristianos se preocupan mucho por las consecuencias sociales, culturales y políticas de su compromiso, al mismo tiempo que siguen considerando la fe como un presupuesto obvio de la vida común. De hecho, este presupuesto no sólo no aparece como tal, sino que incluso con frecuencia es negado. Mientras que en el pasado era posible reconocer un tejido cultural unitario, ampliamente aceptado en su referencia al contenido de la fe y a los valores inspirados por ella, hoy no parece que sea ya así en vastos sectores de la sociedad, a causa de una profunda crisis de fe que afecta a muchas personas.

No podemos dejar que la sal se vuelva sosa y la luz permanezca oculta (cf. Mt 5, 13-16). Como la samaritana, también el hombre actual puede sentir de nuevo la necesidad de acercarse al pozo para escuchar a Jesús, que invita a creer en él y a extraer el agua viva que mana de su fuente (cf. Jn 4, 14).

4.- Debemos descubrir de nuevo el gusto de alimentarnos con la Palabra de Dios, transmitida fielmente por la Iglesia, y el Pan de la vida, ofrecido como sustento a todos los que son sus discípulos (cf. Jn 6, 51). Creer en Jesucristo es, por tanto, el camino para poder llegar de modo definitivo a la salvación.


Vigencia y valor del Concilio Vaticano II

5- Las enseñanzas del Concilio Vaticano II, según las palabras del beato Juan Pablo II, «no pierden su valor ni su esplendor. Es necesario leerlos de manera apropiada y que sean conocidos y asimilados como textos cualificados y normativos del Magisterio, dentro de la Tradición de la Iglesia. […] Siento más que nunca el deber de indicar el Concilio como la gran gracia de la que la Iglesia se ha beneficiado en el siglo XX. Con el Concilio se nos ha ofrecido una brújula segura para orientarnos en el camino del siglo que comienza». Yo también deseo reafirmar con fuerza lo que dije a propósito del Concilio pocos meses después de mi elección como Sucesor de Pedro: «Si lo leemos y acogemos guiados por una hermenéutica correcta, puede ser y llegar a ser cada vez más una gran fuerza para la renovación siempre necesaria de la Iglesia».

La renovación de la Iglesia es cuestión de fe

6. La renovación de la Iglesia pasa también a través del testimonio ofrecido por la vida de los creyentes: con su misma existencia en el mundo, los cristianos están llamados efectivamente a hacer resplandecer la Palabra de verdad que el Señor Jesús nos dejó.

7.- En esta perspectiva, el Año de la fe es una invitación a una auténtica y renovada conversión al Señor, único Salvador del mundo. Dios, en el misterio de su muerte y resurrección, ha revelado en plenitud el Amor que salva y llama a los hombres a la conversión de vida mediante la remisión de los pecados (cf. Hch 5, 31). Para el apóstol Pablo, este Amor lleva al hombre a una nueva vida.

La fe crece creyendo

8. «Caritas Christi urget nos» (2 Co 5, 14): es el amor de Cristo el que llena nuestros corazones y nos impulsa a evangelizar. Hoy como ayer, él nos envía por los caminos del mundo para proclamar su Evangelio a todos los pueblos de la tierra (cf. Mt 28, 19). Con su amor, Jesucristo atrae hacia sí a los hombres de cada generación: en todo tiempo, convoca a la Iglesia y le confía el anuncio del Evangelio, con un mandato que es siempre nuevo. Por eso, también hoy es necesario un compromiso eclesial más convencido en favor de una nueva evangelización para redescubrir la alegría de creer y volver a encontrar el entusiasmo de comunicar la fe.

9.- La fe, en efecto, crece cuando se vive como experiencia de un amor que se recibe y se comunica como experiencia de gracia y gozo. Nos hace fecundos, porque ensancha el corazón en la esperanza y permite dar un testimonio fecundo: en efecto, abre el corazón y la mente de los que escuchan para acoger la invitación del Señor a aceptar su Palabra para ser sus discípulos. Como afirma san Agustín, los creyentes «se fortalecen creyendo».

Profesar, celebrar y testimoniar la fe públicamente

10.- Redescubrir los contenidos de la fe profesada, celebrada, vivida y rezada, y reflexionar sobre el mismo acto con el que se cree, es un compromiso que todo creyente debe de hacer propio, sobre todo en este Año.

11.- El cristiano no puede pensar nunca que creer es un hecho privado. La fe es decidirse a estar con el Señor para vivir con él. Y este «estar con él» nos lleva a comprender las razones por las que se cree. La fe, precisamente porque es un acto de la libertad, exige también la responsabilidad social de lo que se cree.

12.- No podemos olvidar que muchas personas en nuestro contexto cultural, aún no reconociendo en ellos el don de la fe, buscan con sinceridad el sentido último y la verdad definitiva de su existencia y del mundo. Esta búsqueda es un auténtico «preámbulo» de la fe, porque lleva a las personas por el camino que conduce al misterio de Dios. La misma razón del hombre, en efecto, lleva inscrita la exigencia de «lo que vale y permanece siempre.

La utilidad del Catecismo de la Iglesia Católica

13. Para acceder a un conocimiento sistemático del contenido de la fe, todos pueden encontrar en el Catecismo de la Iglesia Católica un subsidio precioso e indispensable. Es uno de los frutos más importantes del Concilio Vaticano II.

14.- Precisamente en este horizonte, el Año de la fe deberá expresar un compromiso unánime para redescubrir y estudiar los contenidos fundamentales de la fe, sintetizados sistemática y orgánicamente en el Catecismo de la Iglesia Católica.

15.- En su misma estructura, el Catecismo de la Iglesia Católica presenta el desarrollo de la fe hasta abordar los grandes temas de la vida cotidiana. A través de sus páginas se descubre que todo lo que se presenta no es una teoría, sino el encuentro con una Persona que vive en la Iglesia. A la profesión de fe, de hecho, sigue la explicación de la vida sacramental, en la que Cristo está presente y actúa, y continúa la construcción de su Iglesia. Sin la liturgia y los sacramentos, la profesión de fe no tendría eficacia, pues carecería de la gracia que sostiene el testimonio de los cristianos. Del mismo modo, la enseñanza del Catecismo sobre la vida moral adquiere su pleno sentido cuando se pone en relación con la fe, la liturgia y la oración.

16. Así, pues, el Catecismo de la Iglesia Católica podrá ser en este Año un verdadero instrumento de apoyo a la fe, especialmente para quienes se preocupan por la formación de los cristianos, tan importante en nuestro contexto cultural.

17.- Para ello, he invitado a la Congregación para la Doctrina de la Fe a que, de acuerdo con los Dicasterios competentes de la Santa Sede, redacte una Nota con la que se ofrezca a la Iglesia y a los creyentes algunas indicaciones para vivir este Año de la fe de la manera más eficaz y apropiada, ayudándoles a creer y evangelizar.

18.- La fe está sometida más que en el pasado a una serie de interrogantes que provienen de un cambio de mentalidad que, sobre todo hoy, reduce el ámbito de las certezas racionales al de los logros científicos y tecnológicos. Pero la Iglesia nunca ha tenido miedo de mostrar cómo entre la fe y la verdadera ciencia no puede haber conflicto alguno, porque ambas, aunque por caminos distintos, tienden a la verdad.

Recorrer y reactualizar la historia de la fe

19. A lo largo de este Año, será decisivo volver a recorrer la historia de nuestra fe, que contempla el misterio insondable del entrecruzarse de la santidad y el pecado. Mientras lo primero pone de relieve la gran contribución que los hombres y las mujeres han ofrecido para el crecimiento y desarrollo de las comunidades a través del testimonio de su vida, lo segundo debe suscitar en cada uno un sincero y constante acto de conversión, con el fin de experimentar la misericordia del Padre que sale al encuentro de todos.

20.- Durante este tiempo, tendremos la mirada fija en Jesucristo, «que inició y completa nuestra fe» (Hb 12, 2): en él encuentra su cumplimiento todo afán y todo anhelo del corazón humano. La alegría del amor, la respuesta al drama del sufrimiento y el dolor, la fuerza del perdón ante la ofensa recibida y la victoria de la vida ante el vacío de la muerte, todo tiene su cumplimiento en el misterio de su Encarnación, de su hacerse hombre, de su compartir con nosotros la debilidad humana para transformarla con el poder de su resurrección. En él, muerto y resucitado por nuestra salvación, se iluminan plenamente los ejemplos de fe que han marcado los últimos dos mil años de nuestra historia de salvación.

No hay fe sin caridad, no hay caridad sin fe

21.-. El Año de la fe será también una buena oportunidad para intensificar el testimonio de la caridad. San Pablo nos recuerda: «Ahora subsisten la fe, la esperanza y la caridad, estas tres. Pero la mayor de ellas es la caridad» (1 Co 13, 13). Con palabras aún más fuertes —que siempre atañen a los cristianos—, el apóstol Santiago dice: «¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene fe, si no tiene obras? ¿Podrá acaso salvarlo esa fe? Si un hermano o una hermana andan desnudos y faltos de alimento diario y alguno de vosotros les dice: "Id en paz, abrigaos y saciaos", pero no les da lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve? Así es también la fe: si no se tienen obras, está muerta por dentro. Pero alguno dirá: "Tú tienes fe y yo tengo obras, muéstrame esa fe tuya sin las obras, y yo con mis obras te mostraré la fe"» (St 2, 14-18).

22.- La fe sin la caridad no da fruto, y la caridad sin fe sería un sentimiento constantemente a merced de la duda. La fe y el amor se necesitan mutuamente, de modo que una permite a la otra seguir su camino. En efecto, muchos cristianos dedican sus vidas con amor a quien está solo, marginado o excluido, como el primero a quien hay que atender y el más importante que socorrer, porque precisamente en él se refleja el rostro mismo de Cristo. Gracias a la fe podemos reconocer en quienes piden nuestro amor el rostro del Señor resucitado es compañera de vida que nos permite distinguir con ojos siempre nuevos las maravillas que Dios hace por nosotros. Tratando de percibir los signos de los tiempos en la historia actual, nos compromete a cada uno a convertirnos en un signo vivo de la presencia de Cristo resucitado en el mundo.

Lo que el mundo necesita son testigos de la fe

23.- Lo que el mundo necesita hoy de manera especial es el testimonio creíble de los que, iluminados en la mente y el corazón por la Palabra del Señor, son capaces de abrir el corazón y la mente de muchos al deseo de Dios y de la vida verdadera, ésa que no tiene fin.

24.- «Que la Palabra del Señor siga avanzando y sea glorificada» (2 Ts 3, 1): que este Año de la fe haga cada vez más fuerte la relación con Cristo, el Señor, pues sólo en él tenemos la certeza para mirar al futuro y la garantía de un amor auténtico y duradero.

25.- Las palabras del apóstol Pedro proyectan un último rayo de luz sobre la fe: «Por ello os alegráis, aunque ahora sea preciso padecer un poco en pruebas diversas; así la autenticidad de vuestra fe, más preciosa que el oro, que, aunque es perecedero, se aquilata a fuego, merecerá premio, gloria y honor en la revelación de Jesucristo; sin haberlo visto lo amáis y, sin contemplarlo todavía, creéis en él y así os alegráis con un gozo inefable y radiante, alcanzando así la meta de vuestra fe; la salvación de vuestras almas» (1 P 1, 6-9). La vida de los cristianos conoce la experiencia de la alegría y el sufrimiento. Cuántos santos han experimentado la soledad. Cuántos creyentes son probados también en nuestros días por el silencio de Dios, mientras quisieran escuchar su voz consoladora. Las pruebas de la vida, a la vez que permiten comprender el misterio de la Cruz y participar en los sufrimientos de Cristo (cf.Col 1, 24), son preludio de la alegría y la esperanza a la que conduce la fe: «Cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2 Co 12, 10). Nosotros creemos con firme certeza que el Señor Jesús ha vencido el mal y la muerte. Con esta segura confianza nos encomendamos a él: presente entre nosotros, vence el poder del maligno (cf. Lc 11, 20), y la Iglesia, comunidad visible de su misericordia, permanece en él como signo de la reconciliación definitiva con el Padre.


La Lumen Fidei es una encíclica comenzada por Benedicto XVI y concluida por Francisco. Fundamental para entender más a fondo la esencia del Año de la Fe. Les dejo el link donde pueden leerla en la página de la Santa Sede:


http://www.vatican.va/holy_father/francesco/encyclicals/documents/papa-francesco_20130629_enciclica-lumen-fidei_sp.html



El día de hoy, el Papa Francisco cerró el Año de la Fe con la siguiente homilía:

La solemnidad de Cristo Rey del Universo, coronación del año litúrgico, señala también la conclusión del Año de la Fe, convocado por el Papa Benedicto XVI, a quien recordamos ahora con afecto y reconocimiento por este don que nos ha dado. Con esa iniciativa providencial, nos ha dado la oportunidad de descubrir la belleza de ese camino de fe que comenzó el día de nuestro bautismo, que nos ha hecho hijos de Dios y hermanos en la Iglesia. Un camino que tiene como meta final el encuentro pleno con Dios, y en el que el Espíritu Santo nos purifica, eleva, santifica, para introducirnos en la felicidad que anhela nuestro corazón.
Dirijo también un saludo cordial y fraternal a los Patriarcas y Arzobispos Mayores de las Iglesias orientales católicas, aquí presentes. El saludo de paz que nos intercambiaremos quiere expresar sobre todo el reconocimiento del Obispo de Roma a estas Comunidades, que han confesado el nombre de Cristo con una fidelidad ejemplar, pagando con frecuencia un alto precio.
Del mismo modo, y por su medio, deseo dirigirme a todos los cristianos que viven en Tierra Santa, en Siria y en todo el Oriente, para que todos obtengan el don de la paz y la concordia.
Las lecturas bíblicas que se han proclamado tienen como hilo conductor la centralidad de Cristo. Cristo está al centro. Cristo es el centro. Cristo centro de la creación, del pueblo y de la historia.
1. El apóstol Pablo, en la segunda lectura, tomada de la carta a los Colosenses, nos ofrece una visión muy profunda de la centralidad de Jesús. Nos lo presenta como el Primogénito de toda la creación: en Él, por medio de Él y en vista de Él fueron creadas todas las cosas. Él es el centro de todo, es el principio. Jesucristo, el Señor. Dios le ha dado la plenitud, la totalidad, para que en Él todas las cosas sean reconciliadas (cf. 1,12-20). Señor de la Creación, Señor de la reconciliación.
Esta imagen nos ayuda a entender que Jesús es el centro de la creación; y así la actitud que se pide al creyente, que quiere ser tal, es la de reconocer y acoger en la vida esta centralidad de Jesucristo, en los pensamientos, las palabras y las obras. Es así, nuestros pensamientos serán pensamientos cristianos, pensamientos de Cristo. Nuestras obras serán obras cristianas, obras de Cristo. Nuestras palabras serán palabras cristianas, palabras de Cristo. En cambio, la pérdida de este centro, al sustituirlo por otra cosa cualquiera, solo provoca daños, tanto para el ambiente que nos rodea como para el hombre mismo.
2. Además de ser centro de la creación y centro de la reconciliación, Cristo es centro del pueblo de Dios. Y precisamente hoy está aquí, al centro de nosotros. Ahora está aquí, en la Palabra, y estará aquí, en el altar, vivo, presente, en medio de nosotros, su pueblo. Nos lo muestra la primera lectura, en la que se habla del día en que las tribus de Israel se acercaron a David y ante el Señor lo ungieron rey sobre todo Israel (cf. 2S 5,1-3). En la búsqueda de la figura ideal del rey, estos hombres buscaban a Dios mismo: un Dios que fuera cercano, que aceptara acompañar al hombre en su camino, que se hiciese hermano suyo.
Cristo, descendiente del rey David, es precisamente el «hermano» alrededor del cual se constituye el pueblo, que cuida de su pueblo, de todos nosotros, a precio de su vida. En Él nosotros somos uno: un solo pueblo; unidos a él, participamos de un solo camino, un solo destino. Solamente en Él, en Él como centro, tenemos la identidad como pueblo.
3. Y, por último, Cristo es el centro de la historia de la humanidad y también el centro de la historia de todo hombre. A Él podemos referir las alegrías y las esperanzas, las tristezas y las angustias que entretejen nuestra vida. Cuando Jesús es el centro, incluso los momentos más oscuros de nuestra existencia se iluminan, y nos da esperanza, como le sucedió al buen ladrón en el Evangelio de hoy.
Mientras todos los otros se dirigen a Jesús con desprecio -«Si tú eres el Cristo, el Mesías Rey, sálvate a tí mismo bajando de la cruz»- aquel hombre, que se ha equivocado en la vida hasta el final pero se arrepiente, se agarra a Jesús crucificado implorando: «Acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino» (Lc 23,42). Y Jesús le promete: «Hoy estarás conmigo en el paraíso» (v. 43): su Reino. Jesús sólo pronuncia la palabra del perdón, no la de la condena; y cuando el hombre encuentra el valor de pedir este perdón, el Señor no deja jamás de atender una petición como esa. Hoy todos nosotros podemos pensar a nuestra historia, a nuestro camino. Cada uno de nosotros tiene su historia; cada uno de nosotros también tiene sus errores, sus pecados, sus momentos felices y sus momentos oscuros. Nos hará bien, en esta jornada, pensar a nuestra historia y mirar a Jesús y desde el corazón repetirle tanta veces, pero con el corazón, en silencio, cada uno de nosotros: "¡acuérdate de mí, Señor, ahora que estás en tu Reino!". Jesús, acuérdate de mí, porque yo tengo ganas de ser bueno, tengo ganas de ser buena, pero no tengo fuerza, no puedo: ¡soy pecador, soy pecador! Pero acuérdate de mí, Jesús: ¡Tú puedes acordarte de mí, porque Tú estás al centro, Tú estás precisamente en tu Reino! ¡Qué bello! Hagámoslo hoy todos, cada uno en su corazón, tantas veces. "¡Acuérdate de mí Señor, Tú que estás al centro, Tú que estás en tu Reino!"
La promesa de Jesús al buen ladrón nos da una gran esperanza: nos dice que la gracia de Dios es siempre más abundante que la oración que la ha solicitado. El Señor siempre da más de lo que se le pide, es tan generoso, da siempre más de lo que se le pide: ¡le pides que se acuerde de tí y te lleva a su Reino! Jesús está precisamente al centro de nuestros deseos de alegría y de salvación. Vayamos todos juntos por este camino.


Fuentes:
http://www.news.va
http://www.vatican.va
http://www.aciprensa.com/
http://www.catholic.net/

viernes, 22 de noviembre de 2013

El Poder de la Fidelidad Conyugal

Hoy quiero compartir con ustedes un artículo muy interesante redactado por Gabriella Gambino que ha publicado el Pontificio Consejo para los Laicos en su página web.

EL PODER DE LA FIDELIDAD CONYUGAL
Gabriella Gambino

La fidelidad es la actitud de coherencia y de constancia en la adhesión a un valor ideal de amor, de bondad, de justicia; pero también puede ser entendida como el compromiso con el cual una persona se vincula a otra con un vínculo estable y mutuo. En otras palabras, la fidelidad no implica solamente la adhesión a un valor abstracto, sino que puede también referirse a la voluntad y el compromiso hacia una persona, como sucede en la relación amorosa. Como tal, el valor de la fidelidad ha siempre encontrado su más perfecta expresión humana en la fidelidad entre cónyuges, a través de la exclusividad y unicidad de la relación amorosa consagrada en el matrimonio.

Sin embargo, las costumbres y la moral más comunes en la época moderna parecen incapaces de comprender el extraordinario poder humanizante de este valor, capaz de realizar plenamente las dimensiones
ética y espiritual de la persona que, cuando es fiel, puede vivir de modo coherente verdad y libertad, verdad y amor. A partir de la revolución sexual del siglo pasado, se ha extendido de manera significativa un
cuestionamiento general de los valores tradicionales del matrimonio que ha producido no solamente una fractura radical entre sexualidad y matrimonio, sino que ha puesto las bases para una sexualidad fluida y
reducida a la dimensión del placer, ha privado la relación de amor conyugal de la capacidad de ser fieles a la persona amada.

Viéndolo bien, el problema es mucho más general: en la reflexión filosófica moderna y contemporánea, el tema de la fidelidad resulta casi completamente ausente, salvo pocos casos como por ejemplo la moral
kantiana, que reduce la fidelidad al respeto por el imperativo o J. Royce que la remite a la “devoción de una persona a una causa” (The philosophy of loyalty, 1908). En efecto, en la moral más común la fidelidad es percibida como un deber abstracto y pesado, que reduce la libertad de la persona, obligándola a renunciar a otras posibilidades que se podrían presentar en el curso de la existencia.

Inclusive en las evoluciones más recientes del derecho de familia, la obligación de respetar la fidelidad conyugal ha sido casi completamente privada de significado. En Italia, por ejemplo, si bien el artículo 143 c.c. hace derivar de la celebración del matrimonio la obligación recíproca de fidelidad entre los cónyuges, la simple violación de tal deber – es decir el adulterio – no es suficiente para justificar la culpabilidad de la separación al cónyuge responsable, a menos que no se demuestre con pruebas concretas que del mismo deriva la imposibilidad de convivencia. En ese sentido, la norma civil en materia de divorcio ha sufrido cambios significativos, que han hecho aún más fragil la unión conyugal, y siempre menos importante el valor del compromiso de fidelidad. En efecto, si hasta los años sesenta la violación de la fidelidad conyugal comportaba el derecho a obtener el divorcio por culpa por parte del cónyuge ofendido – con consiguiente atribución de la responsabilidad al otro cónyuge – en los ordenamientos actuales tal concepto ha definitivamente desaparecido.

En los Estados Unidos y en Europa, el abandono del sistema de divorcio por culpa (y la consecuente introducción del divorcio sin atribución de culpa) establecen un contexto jurídico y cultural coherente con la idea del divorcio unilateral como derecho constitucional individual. Si la causa objetiva del divorcio se vuelve irrelevante (como el caso de la violación del deber de fidelidad), interesa solamente la voluntad subjetiva de quien quiere divorciarse. En ese sentido, la disciplina del matrimonio y del divorcio reflejan la reflexión jurídica reciente, de matriz liberal, que tiende a reducir el matrimonio a un contrato, a la mera unión voluntaria de dos personas que desean casarse, y que debe durar solamente mientras deseen permanecer casadas.

En ese sentido, cuando los juristas hablan de privatización del matrimonio, en realidad el término privatizar puede ser atribuido al propio origen etimológico, como privare: tomar una realidad que era portadora de características y requisitos intrínsecos y vaciarla de ellos, haciendo que ya no los tenga. Pero, si la fidelidad ha sido el instrumento que el derecho ha individuado para garantizar la exclusividad de la relación amorosa y la estabilidad de la familia que de ella puede derivar, por algo debe ser. En el fondo el derecho garantiza la seguridad de la coexistencia, la certeza y la justicia de las relaciones humanas, sobre todo de aquellas relaciones que el derecho reconoce a través del matrimonio y la familia conyugal – de las cuales pueden derivar nuevos individuos. ¿Cuál es entonces el peso antropológico de la fidelidad? ¿Por qué el derecho la considera un deber, aún cuando hoy sean débiles los efectos de su violación? En la teología cristiana, la fidelidad de Dios Padre a la promesa de salvación de sus hijos es la máxima expresión de Su amor por nosotros, de un amor fuerte, firme, definitivo, que se ofrece como don y que pide ser acogido y no merecido. En la modernidad, en cambio, la fidelidad parece vinculada al hecho que aquel a quien amamos debe merecer este amor. Por ello, cuando se comporta en modo de ya no merecerlo, se disuelve el vínculo de fidelidad.

Sin embargo, el sentido de la fidelidad como valor humano puede comprenderse justamente cuando se le considera como virtud moral en el amor y, en particular, en el amor conyugal indisoluble, en el cual ésta se liga necesariamente a la dimensión del tiempo. El tiempo como duración de toda la vida, que dona a la persona la posibilidad de desplegar y de realizar su proyecto de felicidad en el curso de su existencia. Para comprender este aspecto extraordinario del amor conyugal fiel e indisoluble, es indispensable detenerse un momento a reflexionar sobre como nace y se consolida el amor entre dos seres humanos.

Como narra desde siempre la literatura romántica, es innegable que el verdadero amor conduce al amante a desear solo al amado de manera exclusiva y definitiva: no hay enamorados que no se juren amor eterno. Pero entre el enamoramiento y el amor fiel hay algunos pasos que los amantes deben dar hasta llegar a ofercerse a sí mismos en una esfera mucho más grande que sí mismos, una atmósfera en la que su amor recíproco podrá respirar y vivir, nutriéndose de la libertad recíproca y la voluntad de ser fieles a este amor para siempre.

En este sentido, es extraordinaria la imagen que K. Wojtyla empleó en la obra teatral El taller del orfebre: las alianzas nupciales, símbolo no solamente del amor sino de la fidelidad, son forjadas por el Orfebre (Dios); en ese sentido, ellas no representan solamente la decisión de los esposos de permanecer juntos, sino que su amor es estable y fiel porque es sostenido por el amor de Dios. Su amor y su fidelidad son forjados y protegidos por El, trascendiendo a los esposos mismos. No es casualidad, como ha recordado recientemente también el Papa Francisco en la Lumen fidei, que en la Biblia la fidelidad de Dios es indicada con la palabra hebrea 'emûnah (del verbo 'amàn), que en su raíz significa “sostener”. Se comprende así por qué el efecto de la fidelidad es la posibilidad de construir la relación conyugal verdaderamente sobre la “roca”.

En estos términos el sacramento del matrimonio constituye en sí una fuerza que sostiene a los esposos sosteniendo su respectiva voluntad de permanecer juntos en fidelidad, en respeto del amor prometido, no solamente como sentimiento, sino todavía más como adhesión a una común vocación, que justamente en el con-yuge encuentra el instrumento para portar juntos el mismo yugo, manteniendo el mismo paso, en el curso de su existencia.

Para comprender más de cerca la estructuración antropológica de la dinámica de la fidelidad en el amor, es necesario partir de la idea de que la dinámica afectiva, como proceso de en-amoramiento de la persona (aprender a amar), pasa a través de algunos niveles que se entrecruzan en un proceso de maduración que exige un compromiso personal creciente.

Estos niveles, tomados de la terminología de Santo Tomás sobre el amor, inician con el aparecer del objeto amado en la esfera existencial del amante, produciendo emociones inmediatas – la fase del amor romántico, en la cual el tiempo parece escurrirse a los amantes, que desean estar juntos la mayor parte del tiempo posible – hasta el conocimiento afectivo del amado, que se descubre como quien tiene capacidad de amar. La relación inicia así a transformarse en una promesa, una anticipación de un amor más grande. Ahora el tiempo no es contrario al amor y a sus emociones, como en la fase romántica, sino que hace parte de su realidad misma: el afecto necesita tiempo para madurar y realizar todo lo que contiene. En la relación se inicia a percibir un camino y la anticipación del proyecto de perfeccionamiento futuro. Al amado no se le quiere solamente por lo que es actualmente, sino por la maravilla que puede alcanzar en el curso de su existencia. “Fundados en este amor, hombre y mujer pueden prometerse amor mutuo con un gesto que compromete toda la vida […]. Prometer un amor para siempre es posible cuando se descubre un plan que sobrepasa los propios proyectos, que nos sostiene y nos permite entregar totalmente nuestro futuro a la persona amada” (Francisco, Lumen Fidei, 53).

Tal nivel es llamado con-formación porque aquí la relación de amor hace cambiar de forma al amante y se realiza a través de la armonía afectiva y el complacerse mutuo, o sea, en la fórmula “es bueno que tú existas”. El complacerse es el primer momento consciente el amor del que se origina la libertad como aceptación del amado. Implica el compromiso con él, como si fuera cosa propia, y funda el sentimiento interno de obligación, de modo que del mismo podrán brotar algunas acciones que son debidas al amado.

Es en este momento que se configura la importancia de la fidelidad como respuesta a una persona y no como un rígido voluntarismo. Fidelidad como virtud, plenamente realizada en la vida concreta, y construida sobre la integración entre amor y sexualidad, y no como mera adhesión a un amor espiritual, desvinculado de la prudencia y del afecto carnal, que podría dirigirse en otras direcciones. En tal sentido, la conciencia virtuosa debe insistir sobre la integración afectiva como una “fidelidad creadora” (G. Marcel), que sea capaz de regenerar continuamente el complacerse amoroso entre los amantes para que permanezcan unidos.

Así la dinámica afectiva conduce a una apertura a la razón, a una intención unitiva en los amantes, que realiza la perseverancia del amor disponiendo de la comunión de las personas como realidad permanente. La libertad estructura desde este momento la acción del amante y la verdad del amor adquiere un valor específico, puesto que intentará promover una comunión que será verdadera o falsa según la capacidad de actualizar esta relación. “La verdad, rescatando a los hombres de las opiniones y de las sensaciones subjetivas, les permite […] apreciar el valor y la sustancia de las cosas. La verdad abre y une el intelecto de los seres humanos en el lógos del amor” (Benedicto XVI, Caritas in Veritate, 4). Verdad y fidelidad avanzarán juntas y la caída de la voluntad de realizar la relación estará estrechamente unida a la falta de fidelidad al amado.

En la fidelidad, por lo tanto, el rol de la razón es decisivo pues ayuda constantemente al amante a discernir la verdad del afecto en relación al sentido de la acción que cumple. El fin de la fidelidad es la comunión que reclama el don de sí, porque el don no es causado por la afectividad sino por el amor libre y consciente. En ese sentido, libertad no es búsqueda del placer, sin llegar nunca a una decisión, sino que es capacidad de decidirse por un don definitivo y exclusivo. Solamente quien puede prometer para siempre demuestra ser dueño del propio futuro, lo tiene entre sus manos y lo dona a la persona amada.

Se comprende así por qué el contenido de la fidelidad es la confianza: confianza en el futuro y en el otro, al que se hace el don de sí. Al contrario, lo que paraliza y esclaviza es el temor de comprometerse: en el fondo, priva de la libertad y de la capacidad de la razón de seguir el corazón.

A pesar del camino de indiferencia que está marcando el valor de la fidelidad en el derecho y en la moral común, queda el hecho de que la fidelidad es una auténtica forma de expresión de la fuerza, de la coherencia y de la esperanza de las que es capaz el ser humano: en la opción por una persona, la fidelidad es siempre obediencia libre y consciente al ideal que se ha escogido, a la promesa que se ha hecho. En ese sentido, el derecho, como ius, la ha siempre considerado expresión de la justicia entendida no solamente como adhesión a los valores de confianza y lealtad, sino más todavía como respeto del otro y de la coexistencia en ese camino sólido y estable que el hombre y la mujer, en el matrimonio, deciden recorrer juntos hacia la realización plena recíproca y la felicidad.

Por estas razones la fidelidad tiene un significado antropológico irrenunciable y un poder humanizante extraordinario, capaz de desarrollar plenamente los recursos y las riquezas interiores de cada ser humano.

Fuente: http://www.laici.va/content/laici/es.html