Querido lector:
En esta segunda entrada quiero compartir un texto muy interesante sobre un concepto que poco a poco fué introduciéndose como parte esencial de la formación católica; se trata de la Apologética. Si bien este término es bastante antiguo, no era hasta hace unos años, muy común entre los católicos laicos.
Introducción a la apologética como ciencia teológica*
(Por: Dr. Proaño Gil, en la Gran Enciclopedia Rialp)
(Por: Dr. Proaño Gil, en la Gran Enciclopedia Rialp)
1.Naturaleza y objeto
Apologética
[en adelante se abrevia con “A.”], del griego “apologeisthai”,
defenderse, significa en el terreno religioso la defensa de la religión
mediante su legitimación ante la razón.
La
A. se diferencia de la tipología, por cuanto ésta pretende únicamente
justificar una verdad o un hecho particular, o atendiendo a
circunstancias concretas y temporales. Así, pues, la A. católica es una
defensa y justificación racional de toda la religión católica; realiza
una legitimación científica y perennemente válida de toda la fe. No
trata de demostrar o explicar cada uno de los dogmas del catolicismo, ni
mucho menos por sus razones internas; porque, cuando se trata de
misterios absolutos, éstos no son susceptibles de tal demostración, y
únicamente se aceptan por el testimonio y la autoridad divina de quien
los ha revelado; de ello se ocupa la teología dogmática, que hace ver
cómo se contienen en la Revelación divina (Escritura, Tradición) y trata
de profundizar en el contenido y en la coherencia de cada uno de los
dogmas. La A. defiende los dogmas de una manera genérica y universal, en
cuanto defiende y legitima la autoridad de la Iglesia que los propone.
Para esta justificación general de la religión católica los pasos obligados son los siguientes:
1)
la llamada demostración religiosa o legitimación racional del fenómeno
religioso, mostrando también su carácter obligatorio para el hombre y
las condiciones fundamentales en que debe desarrollarse;
2)
la demostración cristiana, probando la auténtica historicidad de la
irrupción de Dios en la historia humana revelando su vida, su voluntad, y
sus verdades salvadoras, por medio de los Patriarcas y Profetas; pero
muy en especial por medio de Jesucristo y de sus Apóstoles;
3)
la demostración católica, haciendo ver que la Iglesia católica romana
continúa la misión salvífica de Cristo y es la depositaria fiel y
autorizada de sus enseñanzas.
También
puede decirse que la A. muestra el carácter racional de la fe, ya que
legitima ante la razón la verdad de la religión y, en concreto, la
cristiana y católica. En la fe, conforme a la definición del conc.
Vaticano I (Denz. Sch. 3008), se da el asentimiento de la inteligencia a
las verdades reveladas por Dios, no porque veamos su intrínseca verdad
con la luz natural de la razón, sino por la autoridad del mismo Dios
revelante que ni puede engañarse ni engañar. Es decir, el asentimiento
de la fe supone previamente la persuasión de que Dios ha revelado. Si
esta persuasión del hecho de la Revelación es cierta, esto es,
objetivamente motivada, firme y sin temor prudente de equivocarse,
entonces el asentimiento de la fe podrá ser racional, prudente y poseer
fundadas garantías de ser constante. La A. estudia y propone los
llamados motivos de credibilidad que son todos aquellos argumentos o
razones que demuestran el hecho histórico de la revelación divina y la
legitimidad del Magisterio infalible de la Iglesia, por medio del cual
solemos conocer las verdades de la fe; de este modo muestra que las
verdades de la fe son creíbles. También es propio de la A. proponer los
motivos de credibilidad, esto es, aquellas razones que fundamentan la
obligación de creer y, en general, los valores y estímulos que pueden
ofrecerse a la voluntad para que acepte y quiera realizar con gusto el
acto de fe. Así, pues, la A. no sólo demuestra la credibilidad de la fe,
y su posibilidad, sino que conduce hasta el umbral mismo de la fe,
demostrando la obligación de creer y de aceptar el Magisterio
eclesiástico y los valores que hay en la fe. Se dice que la A. conduce
hasta el umbral de la fe, porque siempre será necesaria también la ayuda
de la gracia (v. infra, 3). La A., pues, tiene la finalidad de ayudar a
encontrar la Iglesia al que todavía no cree; y al que ya esté en ella,
confirmarle y asegurarle en la fe que ha abrazado.
Aunque
la A. trata de demostrar el hecho de la Revelación y la obligación y
valores que hay en aceptar esta Revelación, no por eso tendrá que
demostrar todas las verdades que preparan esa demostración. Podrá
presuponer que se conocen ya, y tomarlas de otras ciencias, si se trata
de la A. teórica, porque en la A. práctica con frecuencia habrá que
comenzar por ellas. Estas verdades que lógicamente se presuponen en las
demostraciones apologéticas, son previas al conocimiento de los motivos
de credibilidad y previas a la misma fe. Por esto se han llamado
preámbulos de la fe. Tales son: el valor objetivo de nuestros
conocimientos y la posibilidad de llegar a la certeza y a la verdad
absoluta, sin contentarse con una mera verdad relativa o pragmática, ni
caer en el escepticismo o agnosticismo total; según enseña la
Epistemología. También la libertad del alma humana, que demuestra la
Psicología; la existencia de un Dios personal, que prueba la Teodicea,
etc. Hay, pues, presupuestos filosóficos, o de sentido común, que están
en la base de toda demostración apologética; sin ellos no podría
avanzarse en este camino. Pero no todo error filosófico, aunque fuera
craso, impediría la argumentación en A., mientras permanezca el buen
sentido común y el uso de la recta razón. Poco a poco, y aceptando la
fe, podrán llegarse a destruir aquellos errores que al principio no
estorbaban o no afectaban a la validez de las pruebas apologéticas.
2. Relaciones con otras ciencias teológicas
La
Teología fundamental se ocupa de los fundamentos racionales de la fe y
del dogma y, por esto, en parte coincide con la A. Ambas demuestran el
hecho de la Revelación por Jesucristo y la existencia de la Iglesia como
sociedad salvífica y con sus prerrogativas y Magisterio infalible.
Ambas pueden también extenderse en la consideración previa del hecho
religioso universal y en la teoría general de la religión y de la
Revelación, estudiando sus manifestaciones en la historia y los signos o
criterios con que la revelación se acredita. Pero la primera abarca más
que la A., porque estudia también los fundamentos de la Teología
dogmática, que son la Escritura y la Tradición, demostrando su
existencia y estudiando sus propiedades y manera de conocerlas e
interpretarlas, como fundamentos del Dogma.
La
Teología fundamental, pues, comprende la A. y además otro tratado que
estudia dónde se contiene la revelación y por dónde se nos comunica. La
Teología fundamental se relaciona directamente con la dogmática y es
como una introducción a ésta: como el puente entre la Filosofía y la
Teología dogmática. Por esto el nombre de Teología fundamental designa
el fin interno, teológico y positivo de esta materia; es palabra de
mayor comprensión o alcance; mientras que la A. suena a defensa y a
labor en cierto modo negativa, y es palabra de menor alcance o
comprensión en su concepto.
Por
otra parte la Teología fundamental designa un camino teológico en la
manera de proceder, en cuanto que desarrolla sus investigaciones y
conclusiones a la luz del Magisterio de la Iglesia, que le sirve de
guía; mientras que la A. de suyo prescinde de este aspecto teológico de
los problemas, aunque puede también seguirlo.
Hay,
en efecto, una A. teológica y una A. meramente científica; o, si se
quiere, una Teología apologética y una Ciencia apologética. La Teología
apologética procede desde un punto de vista teológico y, como toda la
Teología, parte del Magisterio eclesiástico como de norma próxima de la
fe, Magisterio que le sirve de norma positiva en su investigación; y con
cuya luz estudia los problemas apologéticos, por ejemplo, sobre la
Revelación y los misterios; sobre los criterios para demostrar el hecho
de la revelación; sobre los Evangelios y su historicidad; sobre si la
gracia es necesaria para percibir el valor de las pruebas, etc. Y
algunos problemas los estudia precisamente porque de ellos se ha ocupado
el Magisterio, por ejemplo, la A. de inmanencia, es decir, la A. a base
de las indigencias inmanentes, lagunas y necesidades de luz y esfuerzo
que aparecen en la naturaleza humana (como es el caso del filósofo
Blondel y lo que se ha dado ha llamar luego el Blondelismo). Pero esta
Teología apologética, aunque usa del Magisterio eclesiástico y de las
verdades de la fe, como guía y norma extrínseca de sus demostraciones,
no puede servirse de ellas para la demostración intrínseca de sus
verdades. Porque entonces se serviría de aquello que intenta
precisamente demostrar, la legitimidad de la fe y del Magisterio de la
Iglesia; y caería, por tanto, en un círculo vicioso.
Esta
manera de proceder, a la luz del Magisterio, puede ser propia de un
católico que, desde dentro de la Iglesia, trata de justificar su propia
fe con argumentos reflejamente científicos y razonados. Un católico está
ya cierto del hecho de la revelación y de la legitimidad de la Iglesia,
al menos con certeza vulgar, que es verdadera certeza objetiva, o con
certeza respectiva (suficiente para niños y personas de escasa formación
cultural); pero con frecuencia querrá satisfacer el interés psicológico
de responder científicamente a la pregunta de por qué cree y por qué se
fía de la Iglesia y de su Magisterio. Este interés psicológico lo
satisface la Teología apologética que da respuesta a estas preguntas.
También puede satisfacer al deseo que tenga el católico de capacitarse
para exponer ante otros las razones que hay para creer. La Teología
apologética considera, por consiguiente, el caso de quien mira desde
dentro de la Iglesia a fuera; mientras que la Ciencia apologética tiene
ante la vista el caso del que está fuera y quiere ver las razones que
hay para entrar dentro. Pero, una y otra, Teología apologética y mera
Ciencia apologética, aunque parten de diferentes enfoques, no basan sus
demostraciones en el Dogma o en el Magisterio (que tratan de
justificar), sino en la Historia y en la Filosofía (o si se quiere, en
los hechos históricos y en el sentido común).
Respecto
de la Teología dogmática (v.), que estudia las verdades reveladas por
Dios, la A. se distingue de ella por los principios de donde parte, por
el método que sigue y por el objeto que estudia. Los principios de la
Teología dogmática son las verdades de la fe sobrenatural; los
principios de la A. son verdades de orden natural, bien de orden
histórico, bien de orden filosófico o experimental; no presupone la fe.
El método de demostración en Teología dogmática es a base de la
revelación divina pública; en A. es a base de la razón natural. El
objeto que estudia la Teología es Dios y todas las cosas que se refieren
a Dios, y su objeto formal o aspecto bajo el cual las examina, es en
cuanto se conocen por la Revelación; la A., en cambio, estudia el hecho
de la Revelación, y, por consiguiente, algo de Dios, y también de la
Iglesia como depositaria de misión y de doctrina divinas; con frecuencia
considera el mismo objeto material que la Teología dogmática: Dios,
Jesucristo, la Iglesia; pero es diverso el objeto formal, o aspecto bajo
el cual estudia dichas materias, porque la A. las estudia en cuanto se
conocen y se demuestran con la razón natural. La Teología
dogmática presupone la fe; y quien no tuviere fe, no alcanzaría bien
los principios de esta ciencia ni llegaría a ser verdaderamente teólogo.
La A. hace posible la fe en muchos casos, con individuos reflexivos y
exigentes, en cuanto -que echa los cimientos o el fundamento racional de
la fe. La A. se dirige muy principalmente a los que no tienen fe, a los
cuales ayuda a convertir.
Puede
preguntarse, sin embargo, si la A. y en concreto la que hemos llamado
A. teológica forma en realidad parte de la Teología. Además de que el
objeto material de ambas disciplinas coincide en parte, como acabamos de
ver, aunque tratado desde diferente punto de vista, lo decisivo para
considerar la A. como función teológica es que toda ciencia suprema
(como lo son la Metafísica en el orden natural y la Teología dogmática
en el sobrenatural) debe defender sus propios principios, cuando no son
de por sí evidentes. Y así como la Metafísica racional defiende sus
propios principios, y entre ellos aquellos que fundan la validez
objetiva del conocimiento humano; mediante la Criteriología o
Epistemología; así la Metafísica sobrenatural (la Teología) defiende la
validez de los suyos, que son las verdades de la fe, mediante la
“Criteriología sobrenatural”, como también se ha llamado a la A., que
realiza de este modo una función teológica. La A. paralelamente a los
problemas de que se ocupa la Criteriología natural respecto de la
objetividad del ser, trata de la posibilidad y realidad de la revelación
divina, de los criterios para acreditar su autenticidad, y cómo se
pueden aplicar y reconocer en el cristianismo y catolicismo. Otra razón
para considerar a la A. una función teológica es que la Teología debe
estudiar las propiedades de la fe, entre las cuales encontramos la de
ser racional, creíble y apetecible; y debe demostrarlas con argumentos
de historia y de filosofía; así actuaron no pocos teólogos de los siglos
XVI y XVII, que realizaban esta demostración en el tratado de la fe.
Hoy se realiza comúnmente en la A.
3. Apologética teórica y práctica
Hay
una A. teórica que atiende a la exposición científica y sistemática de
los motivos de credibilidad (histórica y dogmática). Considera el valor
objetivo y la respectiva validez de estos motivos en sí mismos, y
prescindiendo de las disposiciones subjetivas de los individuos; trata
asimismo de coordinar todos los argumentos según el valor de cada uno,
dentro de una sistematización compacta y sólida.
Hay
otra A. práctica o pastoral, que atiende al uso pastoral y práctico de
los argumentos o razones estudiadas por la A. teórica. En este aspecto
práctico exigen atención las circunstancias subjetivas de los individuos
y vale el sentido de acomodación. Para la A. práctica no tanto se debe
atender al valor abstracto o al orden teórico de los argumentos, cuanto
al valor psicológico y concreto que tienen para los individuos a quienes
se trate de instruir. Esta instrucción, que con frecuencia es
deficiente, más ganará de ordinario con la clara exposición de los
argumentos principales, acomodados al sujeto, que no con la preocupada
defensa y con la refutación de todas las posibles dificultades y
objeciones.
En el orden de la A. práctica conviene tener ante la vista los requisitos del acto de fe:
1)
Este acto presupone la certeza previa y racional del hecho de la
revelación; por esto se tratará de establecer con la máxima claridad y
eficacia que Dios realmente ha revelado y ha comunicado a los hombres
las verdades de la fe.
2)
Estas verdades, aunque aparezcan como creíbles, no se imponen
necesariamente al asentimiento intelectual; porque no se presentan con
una evidencia necesaria, como los primeros principios o las verdades
matemáticas más sencillas. Es preciso que la voluntad libre determine o
impere el asentimiento de la inteligencia. Pero la voluntad se mueve por
los valores o bienes que conoce y que más llegan al sentimiento; de ahí
la conveniencia de mostrar, no sólo la obligación de la je, sino
también sus valores (verdad, belleza, oportunidad y conveniencia para la
vida, para la paz del corazón, etc.) y, en concreto, los valores más
acomodados al individuo y a su situación particular.
3)
.Como este imperio de la voluntad para creer, lo mismo que el acto de
fe, son actos sobrenaturales, así como lo son de hecho los últimos
juicios de credibilidad histórica, moral y dogmática, y estos actos
sobrenaturales escapan a las posibilidades de la naturaleza, será
menester que la gracia de Dios ayude con sus auxilios para el acto de
fe.
Por
esto es necesario recomendar la oración y una conducta conforme a las
exigencias de la fe, para evitar o superar las rémoras que provendrían
de los obstáculos morales para la fe, como serían el orgullo (cfr. Iac
4, 6; 1 Pet 5, 5), el deseo de gloria humana (lo 5, 43-44), la
indocilidad (cfr. Eccli 8, 11), la sensualidad, etcétera. Si hay
obstáculos morales que dificultan el imperio de la voluntad para creer,
hay también obstáculos intelectuales que dificultan la admisión previa
por el entendimiento del hecho de la revelación divina. Tales serían los
prejuicios filosóficos incompatibles con la revelación y la fe, la
ignorancia religiosa que debería removerse previamente, la inadaptación
mental y la incapacidad para un pensar filosófico o la reflexión
personal; también, por otra parte, la hipertrofia mental o exceso en el
pensar sin llegar a decidirse por la verdad, el hipercriticismo y
asimismo los defectos de la especialización, con frecuencia traducidos
en un falso método que se emplea, queriendo aplicar, por ejemplo, a la
historia y filosofía, métodos experimentales, físicos o técnicos,
propios de otras ciencias.
4. Valores de la Apologética
Aunque
su nombre suena a defensa y a polémica, la A. tiene sin embargo una
acción muy positiva, que está en la exposición y fundamentación positiva
de los motivos de credibilidad, sobre todo si se hace de una manera
científica y exhaustiva. Esta fundamentación científica ayuda, no sólo
para el conocimiento teológico más pleno de la fe y de sus propiedades,
sino también para convertir en certeza científica y refleja la certeza
vulgar o meramente respectiva que muchos tienen sobre el hecho de la
Revelación y sobre la obligación o conveniencia de creer.
Además
así se satisface al interés psicológico permanente, de todos los que
piensan por su cuenta, que en muchos comienza en los periodos acuciantes
de la juventud, deseando saber con precisión las razones por las que se
conoce que Dios ha hablado, el modo como lo ha hecho, y los valores que
se descubren en la fe. Por esto la A. sirve también para estimar la fe y
desearla. Sin embargo, no hay que pensar que la fe está en proporción
del conocimiento y de la ciencia apologética. Porque, aunque la fe
presuponga el conocimiento cierto de algunos motivos de credibilidad, el
acto de fe viene imperado por la voluntad, y ésta se mueve por los
bienes y valores que ve en las cosas. Por donde, aparte de que la
adhesión a la fe es acto sobrenatural y viene realizado con la gracia,
que se da libremente por Dios a quien quiere, esta adhesión, considerada
psicológicamente, depende de la intensidad y modo con que el hombre
aprehende los valores de la fe; y, por tanto, la fe será más intensa,
firme y permanente según que la voluntad la ame más y la desee. Si estos
valores de la fe, no sólo se han conocido especulativamente, sino
además se han experimentado y sentido afectivamente, sobre todo en los
periodos de la adolescencia y juventud, más propicios para captar
sentimientos y valores permanentes para la vida, entonces la raigambre
psicológica de estos valores será más propicia, con la gracia de Dios, a
la fe permanente e intensa.
En
la problemática moderna, como reacción contra un excesivo y exclusivo
intelectualismo en presentar la A., existe la tendencia a desestimarla,
como si en realidad nada o poco influyera en la adquisición de la fe,
prefiriéndose por algunos la mera exposición del dogma católico como
suficiente, o la exposición de otros motivos que influyan en el
sentimiento y la voluntad. Aunque hay que tener en cuenta la
intervención que éstos tienen en el acto de fe, sin embargo la auténtica
fe no debe reducirse a un puro sentimiento, no debe perder su carácter
racional; exige el conocimiento cierto del hecho de la Revelación
divina; para ello es imprescindible conocer las razones que fundamentan
este hecho. Si no basta para la mayoría de los adultos y de los jóvenes
una certeza vulgar de estos motivos, si el interés psicológico por
llegar a la certeza refleja y científica es de la mayoría de los
adolescentes, jóvenes y adultos: ya se ve la utilidad e importancia
permanente de la A.
5. El comienzo del proceso apologético
No
es menester iniciar la demostración con una duda real acerca de todo
aquello que trata de probarse, esto es, acerca del hecho de la
revelación por Jesucristo y de la legitimidad del Magisterio
eclesiástico. Ésta era la postura del teólogo alemán G. Hermes y sus
seguidores, condenada por Gregorio XVI en 1835 (Denz. Sch. 2738 ss.) y
por el conc. Vaticano I (Denz. Sch. 3014, 3036).
La
razón es que durante la investigación apologética no deja uno de ser
católico, y en realidad ya ha tenido y sigue teniendo certeza del hecho
de la Revelación, etc., aunque sea solamente certeza vulgar; pero no
deja de ser verdadera certeza. Aun en el caso de que solamente hubiera
tenido una certeza meramente respectiva, acomodada a su condición
infantil, le será fácil convertir esa certeza respectiva en auténtica
certeza formal, si pregunta por las razones verdaderas de credibilidad,
en cuanto asomen las dudas en el campo de su conciencia; suponiendo que
realmente el individuo procede con sinceridad y no abandona a Dios, el
cual por su parte no le abandonará. Dando por supuesto que se ha
recibido la recta y buena educación cristiana que la Iglesia desea,
«porque aquellos que recibieron la fe bajo el magisterio de la Iglesia,
nunca pueden tener una causa justa de cambiar esta fe o de ponerla en
duda» como dijo el conc. Vaticano I (Denz. Sch. 3013-3014). Para todos
estos individuos, en efecto, siempre permanece, por una parte, el motivo
válido de la Iglesia, que ven, y de los hechos y verdades que ella
enseña; y, por otra parte, la gracia de Dios que «no abandona a los
justificados, si no es antes abandonada por ellos» (S. Agustín, De nat.
et gratia, c. 26, n. 29: PL 44, 261).
No
hay, pues, causa, ni objetiva ni subjetivamente justa, para que
abandonen la fe, ni siquiera por breve tiempo, aquellos que recibieron
la conveniente educación cristiana; y, por tanto, tampoco cuando
comienzan su investigación científica apologética.
Por
otra parte, tampoco en Filosofía se comienza con el escepticismo y con
la duda universal; hay una certeza natural acerca del ser que nunca se
abandona. Y en cualquier investigación no es lícito prescindir de una
fuente de información, aun cuando a uno le parezca sospechosa; mucho
menos se rechaza una fuente que antes se admitió como cierta. La luz se
busca con la luz, únicamente hay que evitar el peligro de que las
verdades admitidas con anterioridad influyan viciosamente en la prueba
para admitir las nuevas verdades; en nuestro caso, debe evitarse que las
verdades teológicas basadas en la fe, o las doctrinas del Magisterio,
que tratan de legitimarse, influyan en la misma intrínseca demostración
de las verdades apologéticas, presuponiendo con círculo vicioso aquello
mismo que hay que probar. Ni hay que temer el peligro psicológico de una
presión o coacción externa del Magisterio que induzca a admitir
proposiciones no probadas eficazmente, si se atiende diligente y
cautamente a la sinceridad y al valor intrínseco de las pruebas. También
es obvio, por la parte opuesta, que toda persona prudente debe
precaverse de la supuesta autoridad de los que hablan en contra de la
fe.
6. Proceso y vías apologéticas
Se reconocen comúnmente dos caminos para la demostración racional apologética:
1)
El llamado método regresivo y ascendente, parte del hecho actual de la
Iglesia, fácilmente comprobable, y desde él, volviendo hacia atrás, sube
o asciende hasta Jesucristo su Fundador. Considerando la Iglesia
católica de hoy como una sociedad religiosa internacional y
supranacional, es fácil reconocer en ella una dilatación ecuménica que
sobrepasa fronteras y llega a todos los confines de la tierra; y,
juntamente con esta dilatación católica, una unidad de fe, que se
manifiesta en el mismo Credo que profesan todas las Iglesias y en los
mismos dogmas que ha definido o enseña la Iglesia romana; también una
unidad de régimen, por cuanto todas reconocen la sucesión primacial que
reside en el obispo de Roma, a quien consideran vicario de Jesucristo, y
la autoridad plena y suprema (lo mismo que en el Papa) que reside en el
concilio ecuménico. Y hay también una unidad cultual del mismo
sacrificio que en todas partes es ofrecido, y de siete sacramentos, que
en todas partes son administrados.
Esta
unidad esencial en tantas naciones y países de tendencias y costumbres
diversas, que propenden naturalmente al nacionalismo, a la dispersión y
egoísmo, hace pensar al observador, el cual no puede menos de reconocer
un hecho fuera de lo normal en esa unidad conjunta con la catolicidad.
Se añade que es fácil observar la santidad del conjunto eclesial, el
cual (si bien constituido por miembros pecadores) profesa una doctrina
santa, de altísima y purísima moral en las esferas de la diplomacia y
del derecho, de la economía, la vida matrimonial y sexual, de la caridad
y entrega fraterna a los demás. La santidad doctrinal se acredita, por
una parte, en el hecho de que existiendo numerosos pecadores en el seno
de la Iglesia, ello no ha significado una corrupción de la doctrina de
la fe y de los principios morales cristianos, como sería de esperar que
ocurriese en una institución meramente humana; sino que en medio de los
pecados y debilidades humanas de muchos cristianos, e incluso de la
jerarquía eclesiástica, la doctrina de fe y moral de Jesucristo ha sido
siempre defendida y mantenida dentro de la Iglesia en su integridad
esencial. La santidad doctrinal se acredita también en la vida santa, o
al menos ferviente, de no pocos cristianos que en el sacerdocio, en la
vida religiosa, en institutos de perfección o en asociaciones de fieles,
etc., se consagran a Dios y al servicio del prójimo o quieren que
florezcan los principios cristianos en las estructuras sociales. Se
agrega la santidad carismática en hechos extraordinarios, que pueden
comprobarse, bien más reservados en individuos, con frecuencia para su
provecho personal, bien más patentes a todos, como los milagros que
ocurren y han sido comprobados científicamente en lugares de
peregrinación como Lourdes, Fátima, o con ocasión del culto a un siervo
de Dios y han sido admitidos para su canonización o beatificación.
Este
fenómeno contemporáneo de la Iglesia católica, una y santa, conduce el
pensamiento a las causas y orígenes. Es fácil comprobar que esta Iglesia
deriva de los Apóstoles de Jesucristo, lo cual constituye su nota de
apostolicidad. Sobre todo es fácil constatar esta sucesión apostólica
ininterrumpida en la Iglesia romana, desde S. Pedro, a quien Cristo
prometió hacer fundamento de la Iglesia, darle las llaves del Reino, y
plenos poderes sobre la Iglesia (Mt 16, 18-19) y confirió más tarde el
encargo de apacentar ovejas y corderos (Io 21, 15-18); y desde S. Pablo,
que también padeció martirio en aquella ciudad, hasta nuestros días.
Por todo esto la Iglesia católica «por sí misma, esto es, por su
admirable propagación, por su eximia santidad y por su fecundidad
inagotable en toda clase de bienes, por la unidad católica y por su
estabilidad invicta, es un grande y perpetuo motivo de credibilidad y
testimonio irrefragable de su divina legación. Por lo cual la misma
Iglesia, como un estandarte levantado ante las naciones, invita hacia sí
a los que todavía no han creído, y a sus hijos les atestigua con mayor
certeza que la fe que profesan se apoya en fundamento firmísimo» (Denz.
Sch. 3013).
Éste era el argumento que, por su valor de fácil comprobación y psicológico, hizo valer con gran fuerza en el conc. Vaticano
1 el card. belga Dechamps. Ayudará también —añadía— para la plena
eficacia de este argumento, como disposición y preparación del sujeto,
considerar las indigencias internas y las propias dificultades del
individuo para conocer, y más para practicar, el bien y la verdad. La
religión católica es la que da solución a estos problemas e indigencias.
«Por tanto, decía, no hay que verificar sino dos hechos, uno dentro de
Vd. y otro fuera de Vd. Se llaman uno al otro para abrazarse, y el
testigo de los dos es Vd. mismo» (Dechamps, Entretiens sur la démonstration catholique de la révélation chrétienne,
1857, epígrafe). De este modo, partiendo de lo contemporáneo o
quasi-contemporáneo, remontándose a través de la Historia, que habla de
la Iglesia y de sus santos y de sus gestas salvadoras, se llega hasta
los Apóstoles y hasta Jesucristo, cuya doctrina ha producido frutos de
santidad y de bien, y ha colmado las apetencias razonables de los
individuos y sociedades.
Ya
sea antes o después de esta argumentación es conveniente desarrollar
también, dentro de este método, la primera etapa o fase (demostración
religiosa) del otro método o proceso apologético que se describe a
continuación.
2)
El otro camino para el proceso apologético parte de lo que ha sido
punto de llegada en el camino anterior. Comienza por Jesucristo y,
mediante el examen de su persona y de sus obras, concluye en la realidad
de la Revelación divina que por Él nos ha sido manifestada
(demostración cristiana). Sigue un método histórico y progresivo en el
orden cronológico, porque examina las características de la obra fundada
por Jesús, la Iglesia, y cómo estas notas y propiedades se han
realizado y verifican en la Iglesia católica romana (demostración
católica). Las etapas más usuales de esta A. histórica y progresiva son
las siguientes:
a)
Ante todo, puesto que se trata de demostrar la existencia de una
religión revelada, se comienza asegurando la legitimidad de la postura
religiosa, como necesidad y obligación del ser humano. El ateísmo, el
materialismo y el panteísmo son incompatibles con la religión; la cual
significa una relación personal de reconocimiento y de adoración y
sumisión respecto del Ser supremo. Para la religión revelada, de que
tratamos, es previa la persuasión de la existencia de un Ser supremo
personal, intelectual y poderoso, que pueda dar a conocer su íntimo
pensar y sus propósitos, descubriéndolos al hombre y mostrando mediante
la Revelación la manera concreta y positiva con que quiere ser conocido y
honrado y con que quiere salvar al hombre. La Revelación, formalmente
considerada, es la locución de Dios al hombre, esto es, aquella acción
de un ser inteligente que manifiesta a otro directamente su propio
pensar y vida como persona a persona. Como la fe, que es la respuesta
del hombre a la Revelación divina, se presta por la autoridad doctrinal
de Dios revelante, y su autoridad está constituida por la sabiduría y
veracidad de Dios, es preciso para la futura fe haber conocido y
admitido estos atributos divinos del Dios personal. Estos y algunos
otros atributos de Dios, como su providencia y santidad, están en el
objeto y en la base de la que hemos llamado demostración religiosa, como
primera etapa de la demostración apologética. El estudio del fenómeno
religioso, en general, con sus manifestaciones en la historia de las
religiones, en la psicología religiosa y en la filosofía de la religión,
es capital para asegurar el principal fundamento lógico de la
Revelación. Además de la existencia del Dios personal e inteligente, hay
que dejar claro que Él es hacedor del hombre, su Dueño y Señor, a quien
le impone la obligación de la ley moral; Dios como fin último del ser
creado, y remunerador de sus méritos, así como el que sanciona sus
delitos. Y con la obligación moral, la libertad del alma y su
inmortalidad, que son el complemento de la obligación y el presupuesto
para una sanción proporcionada y apta.
Todas
estas verdades, enseñadas principalmente por la Teodicea y Ética
naturales, están en la base de la religión y pueden considerarse como
parte de la demostración religiosa; o, si se quiere, como preámbulos de
la fe, citados anteriormente y que conviene desarrollar también cuando
se sigue el método llamado regresivo y ascendente, descrito en primer
lugar.
b)
La segunda etapa, usual en la A., es la demostración del hecho de la
Revelación divina sobrenatural, esto es, no de la manifestación que Dios
hace mediante la naturaleza creada, sino por encima de las exigencias
de nuestro ser, hablándonos y comunicándonos su pensar.
Ha
habido una Revelación divina en el A. T. realizada muchas veces y de
muchas maneras a los Padres en los Profetas; pero en los tiempos últimos
nos habló en el Hijo (Heb 1, 1). Se podría comenzar, por consiguiente,
siguiendo un orden cronológico, con el estudio de la Revelación en el A.
T., que preparaba la del N. T. Así proceden, por ejemplo, Wilmers,
Ottiger, Dorsch, Lahousse, Zigliara, en sus respectivos tratados. Pero
este camino, largo y difícil por su naturaleza (si se realiza con todas
las exigencias de la crítica histórica y a base de los libros del A.
T.), no es del todo necesario; porque la consideración puede dirigirse
inmediatamente al N. T. y a la Revelación traída por Jesús de Nazaret,
apellidado el Cristo o el Mesías. Jesucristo, en efecto, da testimonio
de las revelaciones del A. T. y aprueba la persuasión judía acerca de
los Libros sagrados, como inspirados y escritos por Dios sirviéndose de
instrumentos humanos. Si el mensaje de Jesucristo se acredita como
divino e infalible, podrá conocerse a través de él, el carácter divino
de las revelaciones del A. T. en sus estadios patriarcal, mosaico y
profético. Se puede, por tanto, comenzar estudiando este mensaje de
Jesucristo y la manera como Él lo ha acreditado, para, después de
conocer el hecho, deducir o estudiar la posibilidad y conveniencia de la
Revelación divina, y cómo es posible la revelación de los misterios y
con qué signos o criterios se puede describir la auténtica Revelación
divina. Pero también se puede (y es el camino seguido comúnmente por los
autores en el tratado «sobre la Revelación cristiana») considerar
primero la teoría sobre la Revelación (posibilidad, conveniencia,
revelación de misterios, y criteriología de la revelación) para aplicar
después esta teoría al hecho de la Revelación por Jesucristo.
Para
establecer con solidez esta prueba del hecho histórico de la
Revelación, es del todo necesario haber comprobado la validez crítica e
histórica de las fuentes a través de las que se conocen los hechos
realizados por Jesucristo y en torno a Jesucristo. Nos referimos al
valor histórico de los cuatro Evangelios y del libro Hechos de los
Apóstoles, que son los de uso más frecuente para conocer la persona de
Jesús y establecer su mensaje y sus pruebas. Para fundamentar su
historicidad de modo crítico, es importante fijar primero la genuinidad
de autor y de tiempo acerca de estos libros, de suerte que aparezca bien
probado que sus autores son aquellos apóstoles (Mateo, Juan) o aquellos
varones apostólicos (Marcos, Lucas) que trataron inmediatamente con
Apóstoles (Pedro y Pablo, respectivamente) recogiendo, sobre todo, su
predicación y testimonio, y que los escribieron en el tiempo apostólico
que se les atribuye (antes del a. 70, por lo que respecta a Mt, Me, Le,
Act; y hacia final del siglo I por lo que toca a lo). A ello debe
agregarse la demostración histórica de su integridad, esto es, que no
han sido objeto de cambios, interpolaciones o glosas posteriores que
enturbien la limpieza de estas fuentes tal como salieron de sus autores.
Puede decirse que poseemos el texto crítico primigenio, no sólo en su
sustancia, y esto con máximas garantías; sino también cierto, casi por
completo, en los datos accidentales. Los lugares en que podía haber
alguna duda crítica eran hasta hace poco el 1 por 60, y los lugares
dudosos en cuanto al sentido el 1 por 1.000 (Westcott-Hort, The New
Testament, Introduction, 2), siendo de esperar que esta proporción
disminuya aún más con los adelantos críticos. Por último, la plena
historicidad de estos libros quedará patente si se comprueba que sus
autores, testigos autorizados de lo que en su mayor parte vieron u
oyeron, eran también veraces, y no tenían empeño en falsear la verdad,
antes bien, su misma fe religiosa les inducía a transmitir fielmente los
hechos de que daban testimonio y que constituían en parte esa misma fe.
Porque aunque los Evangelios tengan índole y finalidad apologética y
sistemática doctrinal, no por ello contorsionan o falsean los hechos
narrados, que gozan de plena historicidad. Con esta base crítica e
histórica será más fácil comprender el género literario de cada una de
las partes de estos libros, y con ellos estudiar la figura de Jesús, su
mensaje y sus obras.
Con
estas fuentes estrictamente históricas y con los prudentes principios
de interpretación, es fácil conocer como indiscutible la existencia
histórica -de Jesucristo, alejada de los mitos y bien localizada en el
tiempo y en el espacio; fijar los puntos cardinales de su mensaje, que
le constituyen Legado de Dios (v. JESUCRISTO II); cuya doctrina, basada
en el sentimiento de filiación respecto del Padre providente, y en la
fraternidad entre todos los hombres, sobre todo con los débiles y
necesitados, alcanza una sublimidad moral no superada (cfr. Mt 5-7).
También pertenece al mensaje de Jesús su manifestación como Hijo de Dios
en sentido propio; y aunque esta divinidad estricta de la única persona
que hay en Jesús pertenece al dogma, son no pocos los autores que la
estudian y demuestran apologéticamente (Wilmers, Ottiger, Van Laak,
Dieckmann, Lercher, KSsters, Garrigou Lagrange, Brunsmann, Felder, Ponce
de León, Vizmanos, Cotter, Nicolau; cfr. Nicolau, De revelatione, en
Theologia Fundamentalis, o. c. en bibl., n. 428446). La índole
psicológica de Jesús, tan lleno de sabiduría y de equilibrio, por una
parte, y de santidad de vida, por otra, excluyen el propio engaño en
asuntos tan graves, o el fraude. Si fuera erróneo su testimonio, Jesús
sería un portento de locura o de malicia; extremos excluidos, tanto por
el equilibrio psíquico como por la sinceridad de vida. Decía Jesús: «Si a
mí no me queréis creer, creed a mis obras» (lo 10, 38) y «estas obras
que yo hago, dan testimonio de mí, de que el Padre me ha enviado» (lo 5,
30). Por esto el mismo Jesús acudió a sus milagros (v.) y profecías
(v.) como a signos de su misión. El apologeta deberá valorarlos en su
verdad histórica, en su verdad filosófica (o en su realidad
sobrenatural, de modo que sobrepasen las fuerzas naturales); también en
su verdad relativa, esto es, en su aptitud para acreditar la misión y
las palabras de Jesús. Pero sobre todo hay un signo al que recurrió
Jesús, provocado a testificar la legitimidad de sus pretensiones
mesiánicas (Mt 12, 38-40; 16, 1-4, etc.); es el de su resurrección que,
como corona y recapitulación de todos los signos ofrecidos por el
Maestro en favor de la divinidad de su mensaje, merece en A. una
consideración especialísima.
La
A. llevada a cabo por el mismo Cristo, tampoco dejó de apelar a los
vaticinios del A. T. que se referían a su persona y a su obra (cfr. lo
5, 39; Le 24, 25.27.44 ss.). De ahí que una A. cristiana completa
difícilmente podrá prescindir del estudio crítico (no dogmático) de los
vaticinios del A. T. viéndolos realizados en Jesús, aunque este estudio
ofrezca hoy particulares dificultades; y así, valorando el conjunto de
estos vaticinios podrá acreditar la persona de Jesús como Mesías, la
divinidad de su mensaje y de sus obras. listos son los jalones
principales de la demostración cristiana.
c)
Finalmente, en la predicación de Jesucristo hay una parte que se
refiere a su Reino y a su Iglesia. Y Él es quien determina las notas
esenciales jerárquicas que debe tener esta sociedad que personalmente ha
constituido: con potestad primacial, que promete a Pedro (Mt 16,
18-19), a quien confirió de hecho el gobierno de toda su Iglesia (lo 21,
15-16); con potestad de gobierno y de enseñanza, que comunicó al
Colegio apostólico, a quienes transmitió su propia misión hasta el final
de los tiempos (Mt 18, 18; 28, 18-20; Me 16, 15-16; lo 20, 21). Él
también determinó las notas esenciales del culto, instituyendo y
mandando celebrar el sacrificio y sacramento eucarísticos (Le 22, 19-20,
etc.) y los demás sacramentos (Mt 28, 19; lo 3, 3; 20, 22-23; Le 22,
19, etc.).
Esta
Iglesia de Cristo, que arranca del tiempo de los Apóstoles en sus notas
esenciales, ha continuado, en el sucesor de Pedro y en los sucesores de
los Apóstoles, los oficios instituidos por Jesús; pero, no pudiendo
éstos permanecer en los Apóstoles, tributarios de la muerte, y queriendo
el Señor perpetuarse con los Apóstoles y su Iglesia hasta el fin de los
tiempos (Mt 28, 20), debían ser transmisibles a los sucesores; como de
hecho se transmitieron en la Jerarquía eclesiástica y toda la Tradición
lo confirma. La misión del apologeta será demostrar la potestad de
jurisdicción, plena y suprema, concedida por Jesucristo a Pedro y a sus
sucesores; también la misma potestad concedida al Colegio apostólico y
al concilio ecuménico; y la de magisterio auténtico e infalible
concedida al mismo concilio cuando define y al Romano Pontífice cuando
habla ex cathedra; estudiar el objeto directo e indirecto y las
condiciones del Magisterio eclesiástico y el valor de la Tradición,
junto con los criterios para conocer la transmisión cierta de la
Revelación, recibida de Jesucristo por los Apóstoles o comunicada a
ellos por el Espíritu Santo (Denz. Sch. 1501). Esta Revelación pública,
destinada a toda la Iglesia para ser creída con fe divina y católica,
acabó con la muerte del último apóstol (ib., cfr. 3421), constituye el
«depósito de la fe» (v.) y es custodiada diligentemente por el
Magisterio de la Iglesia, que la interpreta auténticamente y la predica
celosamente. La iglesia, así delineada, es una sociedad querida por
Cristo como un sacramento o señal e instrumento de la íntima unión con
Dios y de la unidad de todo el género humano (conc. Vaticano II, Const. Lumen gentium,
n. 1). El apologeta muestra la Iglesia de Cristo como necesaria para la
salvación; y estudia la manera como se puede pertenecer a esta Iglesia,
bien plenamente (con el Bautismo, profesión de fe, sumisión a la
jerarquía, como vínculos externos; y con la vida de la gracia, como
vínculo interno), bien de modo menos perfecto y menos pleno, si a los
bautizados falta alguno de estos vínculos. Pero es incumbencia del
teólogo dogmático, aunque frecuentemente se trate de ello en A. o en
Teología fundamental, estudiar la Iglesia como misterio, Cuerpo místico
de Jesucristo, Esposa de Cristo, etc., y las funciones sacerdotales,
proféticas y regias, santificadoras y apostólicas, que corresponden a
las diversas estructuras del Pueblo de Dios (jerarquía; laicado; estado
religioso e institutos de perfección) (cfr. Lumen gentium, c.
1-VI). Si la Iglesia es presentada por el apologeta como necesaria para
la salvación, y la Iglesia querida por Cristo encuentra su plena
realización en la Iglesia católica romana, ya se ve que no cabe el
indiferentismo religioso en ninguno de sus grados y maneras. Con esta
demostración católica termina la función apologética última. El cristiano
queda así dispuesto, si acepta estos razonamientos, a escuchar el
Magisterio de la Iglesia y a seguir los mandatos de la jerarquía. Con
esto puede entrar ya en los puntos de vista dogmáticos y admitirlos.
Pero todavía será propio de la Teología funda-mental seguir proponiendo
los fundamentos de la Teología dogmática, mostrando dónde están las
fuentes de la Revelación y de la argumentación teológica, esto es, la
Tradición y la Escritura, estudiando sus propiedades.
Pero, admitido ya el Magisterio de la Iglesia, en adelante el método de
estudio más propio podrá ser el de la Teología dogmática.
c) Método de la inmanencia. Los métodos anteriormente expuestos, ascendente y descendente, atienden a la demostración válida racional de la credibilidad de la religión católica. En
un orden principalmente práctico se puede también hablar de un método
de inmanencia, que puede ser útil para los fines apologéticos si se
junta con cualquiera de los métodos racionales anteriores, pero no si se
prescinde de ellos. Este método comienza con el examen de las
tendencias y exigencias interiores (de verdad, de felicidad, etc.) que
hay en el hombre. El examen, en efecto, de la actividad interna del
hombre, con sus deseos y apetencias, exigencias, fracasos e impotencias,
descubre una tendencia fuerte ineludible hacia Dios y hacia los altos
ideales del espíritu que, no obstante estas apetencias, tarda en
realizarse o no se realiza. Se manifiestan, por consiguiente, en el
espíritu del hombre ciertas lagunas y vacíos que parecen estar abiertos a
los dones sobrenaturales de Dios. El hombre necesita luz poderosa y
clara para que la inteligencia conozca el bien y la verdad; necesita
también atractivo y fuerza para que la voluntad lo siga con eficacia y
perseverancia. Con este género de apologética, se investiga en la
inmanencia vital y en la experiencia interna y dinámica del hombre para
descubrir sus apetencias; y por ellas se intenta llevarle al
reconocimiento de la religión católica, como la única que puede
satisfacerlas o llenarlas.
Algunos
quisieron comenzar de esta manera la demostración apologética para
adaptarse así a los valores psicológicos y existenciales que
modernamente se proponen, pero continuando después el examen de la
religión de la manera clásica y más racional, con el estudio apologético
de los milagros y vaticinios. Tales fueron OlléLaprune (1839-98) y G.
Fonsegrive (1852-1917). Otros pensaron que sólo con el uso y estudio de
estos criterios inmanentistas podría hacerse una A.
válida, oponiéndola a la tradicional, que calificaban de extrinsecista,
historicista e intelectualística. Para hacer una A. actual -pensaban-
hay que partir del estudio inmanente del hombre, que tanto dice con la
filosofía y mentalidad actuales.
Cultivó
el método de inmanencia sobre todo Maurice Blondel (1861-1949),
arguyendo las realidades internas y subjetivas del hombre a la
Revelación y al auxilio sobrenaturales de la religión, aunque admite la
inconmensurabilidad de lo sobrenatural con lo natural. Defendió
también la postura blondeliana L. Laberthonniére, alegando que esta
actividad interna del hombre está de hecho sometida al influjo
sobrenatural de la gracia.
Apelar
a las necesidades de la naturaleza humana, que cada hombre puede
descubrir en su interior, y a sus aspiraciones legítimas, íntimas y
fuertes, puede alcanzar un valor psicológico muy grande para disponer la
mente y el corazón a la perfección moral y al estudio de la religión.
También puede ser una buena confirmación de los criterios objetivos y
extrínsecos de la Revelación y de los métodos racionales apologéticos
que antes hemos mencionado.
Al
descubrir una indigencia interna de luz y de auxilio, fácilmente se ve
la conveniencia de la Revelación sobrenatural para el hombre, que le
ilumine, y de la gracia, que le auxilie. Del conjunto de las
aspiraciones humanas y del estudio objetivo de la naturaleza del hombre
puede llegarse a una conclusión científica acerca de las auténticas y
permanentes necesidades religiosas de la naturaleza humana; y puede
mostrarse cómo sólo el catolicismo las satisface plenamente. De ello
puede deducirse que el catolicismo ha de tener origen divino. Pero sería
excesivo concluir de ahí la necesidad absoluta de la Revelación y de la
gracia. Tratándose de revelación y de gracia sobrenaturales no se puede
concluir que sean absolutamente necesarias y exigibles por parte del
hombre, porque entonces dejarían de ser gratuitas y sobrenaturales.
Hay
que completar el estudio de las aspiraciones del hombre que realiza el
método de la inmanencia, con la demostración del hecho de la revelación
divina, pero esto no puede obtenerse con los solos criterios subjetivos
inmanentistas, de los que únicamente se deduce directamente la
conveniencia de esta Revelación, pero no su necesidad y efectividad.
Tampoco
se deduciría indirectamente por medio del raciocinio, porque de las
tendencias naturales no se puede postular la necesidad o el hecho de
auxilios sobrenaturales; mucho menos si esta revelación tiene misterios.
Además, las tendencias y apetencias subjetivas se presentan, con
indeterminación y variabilidad respecto de los individuos, según su
formación, su edad, las costumbres adquiridas, etc., y lo que a uno le
parece bien y necesario, otro no lo estima tal. De ahí que difícilmente,
por este solo camino de la inmanencia, se puede llegar a conclusiones
ciertas y válidas para todos los espíritus. S. Pío X, en su encíclica Pascendi,
se lamentó de que hubiera católicos que, aunque no admitieran el
inmanentismo, usaran incautamente la doctrina inmanentista para la A.,
de modo que parecían admitir en la naturaleza humana, no sólo capacidad y
conveniencia para el orden sobrenatural, sino también verdadera
exigencia del mismo (Denz. 2103).
7. Certeza que se obtiene con la Apologética
La
sola mención de los caminos que sigue la A. en sus demostraciones,
propios de las ciencias filosóficas e históricas, indica la clase de
certeza que se puede alcanzar en A. No es una certeza matemática, porque
no se trata de ciencias exactas. Se trata de presupuestos filosóficos
que no vienen mensurados con módulos matemáticos, sino con otras formas
del pensar; y, en ocasiones, puede más la visión del buen sentido común
para penetrarlos, que la hipercrítica de la inteligencia. Si estas
verdades filosóficas, que utiliza la A., alcanzan el orden de la certeza
metafísica, se excluye absolutamente el error, por ir fundadas en el
principio de contradicción; las otras verdades que vienen en
consideración para el proceso apologético, apoyadas en el testimonio
humano, alcanzarán de suyo una certeza moral, mediante la cual, el
entendimiento podrá adherirse a las conclusiones apologéticas con
firmeza intelectual y sin temor de equivocarse. Es más, esta certeza, de
suyo moral, puede llegar a ser reductivamente metafísica o absoluta, si
se presenta al entendimiento todo el conjunto de pruebas apologéticas.
Porque es tal entonces el cúmulo de razones que convergen constantemente
para mostrar la credibilidad (histórica, moral y dogmática) de la
religión cristiana y católica, que repugna absolutamente el error. Es
fácil recoger esta sobreabundancia de pruebas e indicios, por ejemplo,
en lo tocante a la existencia histórica de Jesucristo (cfr. M. Nicolau, De revelatione,
n. 363-382), para llegar a la certeza metafísica de su existencia
(aunque esta verdad histórica alcance de suyo la certeza moral); pero
creemos que parecida certeza reductivamente metafísica se alcanza con el
detenido y concienzudo examen de todo el conjunto de pruebas que
proponen los tratados más completos de A. Algo semejante pretendía decir
Newman acerca de los motivos para aceptar la religión revelada, cuando
en su Grammar of assent trataba de la convergencia de indicios o
probabilidades, cuyo conjunto (por el principio de razón suficiente)
producía la certeza.
Sin
embargo, ni la certeza reductivamente metafísica, ni la certeza moral
de que hablamos, son certezas que fuercen el entendimiento a asentir, o
que se impongan con una evidencia necesitarte, como la de los primeros
principios o la de las verdades matemáticas sencillas. Por eso hay lugar
a la certeza libre, determinada por el influjo de la libertad. Y es
claro que la afección grata o ingrata con que se presenta la fe al
individuo, así como los valores que en ella descubra, podrán ser motivos
poderosos para determinar o frenar su piadoso «afecto de credulidad»
(conc. II de Orange, a. 529: Denz. Sch. 375). Puede haber muchas clases
de dificultades para llegar a la certeza que se busca. Como se expresaba
Pío XII en la ene. Humani generis (1950), «la mente humana puede a
veces padecer sus dificultades aun para formarse el juicio cierto de
credibilidad acerca de la fe católica, por más que hayan sido dispuestos
por Dios tantos y tan maravillosos signos externos, mediante los cuales
aun con la sola luz de la razón natural puede probarse con certeza el
origen divino de la religión cristiana. Porque el hombre, bien llevado
por prejuicios, bien instigado por pasiones y mala voluntad, puede
rechazar y resistir, no solamente a la evidencia de las señales
externas, que está patente, sino también a las inspiraciones superiores
que Dios infunde en nuestras almas» (Denz. Sch. 3875).
Comúnmente
se piensa por los autores católicos que el entendimiento humano puede
con la sola luz natural conocer la verdad de los motivos de
credibilidad, como decía Pío XII en la citada encíclica. Tiene el
entendimiento del hombre potencia física para ello, porque para ver esta
verdad basta aplicar el entendimiento a los argumentos que presenta la
A. o utilizar la luz objetiva de estas razones. Por esto, no hace falta
de suyo una luz sobrenatural en el sujeto, o gracia de Dios, para poder
físicamente conocer estos motivos y llegar, por tanto, a los juicios de
credibilidad y de credentidad. Los protestantes conservadores, sin
embargo, afirmaban la necesidad de una luz interior para conocer como
divina la externa proposición de la revelación por medio de la Escritura
(cfr. Coll. Lac. 7, 528; Calvino, Instit. Christ. Relig.
lib. 1, c. 6-7). Los autores católicos Gormaz y Ulloa (ca. 1700)
defendían la necesidad de esta luz sobrenatural interna; y recientemente
P. Rousselot, afirmando que no se ve el valor objetivo de los motivos
de credibilidad, aunque en sí lo tengan, si no es con la luz de la fe
(«les yeux de la foi»). Los documentos de la Iglesia, sin embargo (Pío
IX, Qui pluribus, a. 1846: Denz. Sch. 2778-2780; conc. Vaticano I: ib., 3009; Juram. Antimodern, ib., 3537 ss.; Pío XII, Hum. Generes,
ib. 3875), y las proposiciones que tuvo que suscribir Bautain en 1840
(ib., 27522756) indican que tal luz interior sobrenatural no es
necesaria de suyo. Pero lo que no es físicamente necesario (porque, en
el caso presente, para conocer el valor de los motivos de credibilidad
basta tener expedito el entendimiento y aplicarlo) puede ser moralmente
necesario para muchos individuos; esto es, puede haber tanta dificultad
que, según un juicio prudente formado a la vista de la psicología humana
y de la historia, se puede afirmar que muchos no llegarán a formularse
con certeza tal juicio sin la gracia interna de Dios: unos por sus
prejuicios filosóficos inveterados; otros por la incapacidad del pensar
filosófico e histórico, con excesiva vida imaginativa y poco sosiego
intelectual; otros por sus pecados y vicios, etc. Se admite por el común
de los teólogos que, aunque los auxilios de la gracia no sean
físicamente necesarios, en orden a formarse el individuo el juicio de
credibilidad, de hecho, sin embargo, el último juicio de credibilidad y
el último de credentidad se realizan con estos auxilios sobrenaturales;
ya que estos juicios determinan próximamente el acto de fe, que es
sobrenatural, y conviene que aquéllos estén en el mismo orden que éstos.
Pero, no sólo estos últimos juicios, también los juicios remotos que
disponen a ellos pueden considerarse como realizados con frecuencia de
hecho con los «internos auxilios del Espíritu Santo», de que habla el
Vaticano I cuando explica el «obsequio razonable» de nuestra fe (Denz.
Sch. 3009).
___________
Referencia
*Nuestro más profundo sentido de gratitud a la Gran Enciclopedia Rialp (Ediciones Rialp), 1991 por este excelente artículo.
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d'Apologétique, condicionadas por la mentalidad de sus tiempos. En Espafía F. SARDÁ Y SALVANY desempeñó gran función apologética con su Propaganda católica, 12 vol., Barcelona 1907-14.
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