miércoles, 9 de enero de 2013

Introducción a la Apologética

Querido lector:

En esta segunda entrada quiero compartir un texto muy interesante sobre un concepto que poco a poco fué introduciéndose como parte esencial de la formación católica; se trata de la Apologética. Si bien este término es bastante antiguo, no era hasta hace unos años, muy común entre los católicos laicos.


 Introducción a la apologética como ciencia teológica*
(Por: Dr. Proaño Gil, en la Gran Enciclopedia Rialp)

1.Naturaleza y objeto

Apologética [en adelante se abrevia con “A.”], del griego “apologeisthai”, defenderse, significa en el terreno religioso la defensa de la religión mediante su legitimación ante la razón. 

La A. se diferencia de la tipología, por cuanto ésta pretende únicamente justificar una verdad o un hecho particular, o atendiendo a circunstancias concretas y temporales. Así, pues, la A. católica es una defensa y justificación racional de toda la religión católica; realiza una legitimación científica y perennemente válida de toda la fe. No trata de demostrar o explicar cada uno de los dogmas del catolicismo, ni mucho menos por sus razones internas; porque, cuando se trata de misterios absolutos, éstos no son susceptibles de tal demostración, y únicamente se aceptan por el testimonio y la autoridad divina de quien los ha revelado; de ello se ocupa la teología dogmática, que hace ver cómo se contienen en la Revelación divina (Escritura, Tradición) y trata de profundizar en el contenido y en la coherencia de cada uno de los dogmas. La A. defiende los dogmas de una manera genérica y universal, en cuanto defiende y legitima la autoridad de la Iglesia que los propone.
Para esta justificación general de la religión católica los pasos obligados son los siguientes: 

1) la llamada demostración religiosa o legitimación racional del fenómeno religioso, mostrando también su carácter obligatorio para el hombre y las condiciones fundamentales en que debe desarrollarse; 

2) la demostración cristiana, probando la auténtica historicidad de la irrupción de Dios en la historia humana revelando su vida, su voluntad, y sus verdades salvadoras, por medio de los Patriarcas y Profetas; pero muy en especial por medio de Jesucristo y de sus Apóstoles; 

3) la demostración católica, haciendo ver que la Iglesia católica romana continúa la misión salvífica de Cristo y es la depositaria fiel y autorizada de sus enseñanzas.

También puede decirse que la A. muestra el carácter racional de la fe, ya que legitima ante la razón la verdad de la religión y, en concreto, la cristiana y católica. En la fe, conforme a la definición del conc. Vaticano I (Denz. Sch. 3008), se da el asentimiento de la inteligencia a las verdades reveladas por Dios, no porque veamos su intrínseca verdad con la luz natural de la razón, sino por la autoridad del mismo Dios revelante que ni puede engañarse ni engañar. Es decir, el asentimiento de la fe supone previamente la persuasión de que Dios ha revelado. Si esta persuasión del hecho de la Revelación es cierta, esto es, objetivamente motivada, firme y sin temor prudente de equivocarse, entonces el asentimiento de la fe podrá ser racional, prudente y poseer fundadas garantías de ser constante. La A. estudia y propone los llamados motivos de credibilidad que son todos aquellos argumentos o razones que demuestran el hecho histórico de la revelación divina y la legitimidad del Magisterio infalible de la Iglesia, por medio del cual solemos conocer las verdades de la fe; de este modo muestra que las verdades de la fe son creíbles. También es propio de la A. proponer los motivos de credibilidad, esto es, aquellas razones que fundamentan la obligación de creer y, en general, los valores y estímulos que pueden ofrecerse a la voluntad para que acepte y quiera realizar con gusto el acto de fe. Así, pues, la A. no sólo demuestra la credibilidad de la fe, y su posibilidad, sino que conduce hasta el umbral mismo de la fe, demostrando la obligación de creer y de aceptar el Magisterio eclesiástico y los valores que hay en la fe. Se dice que la A. conduce hasta el umbral de la fe, porque siempre será necesaria también la ayuda de la gracia (v. infra, 3). La A., pues, tiene la finalidad de ayudar a encontrar la Iglesia al que todavía no cree; y al que ya esté en ella, confirmarle y asegurarle en la fe que ha abrazado.

Aunque la A. trata de demostrar el hecho de la Revelación y la obligación y valores que hay en aceptar esta Revelación, no por eso tendrá que demostrar todas las verdades que preparan esa demostración. Podrá presuponer que se conocen ya, y tomarlas de otras ciencias, si se trata de la A. teórica, porque en la A. práctica con frecuencia habrá que comenzar por ellas. Estas verdades que lógicamente se presuponen en las demostraciones apologéticas, son previas al conocimiento de los motivos de credibilidad y previas a la misma fe. Por esto se han llamado preámbulos de la fe. Tales son: el valor objetivo de nuestros conocimientos y la posibilidad de llegar a la certeza y a la verdad absoluta, sin contentarse con una mera verdad relativa o pragmática, ni caer en el escepticismo o agnosticismo total; según enseña la Epistemología. También la libertad del alma humana, que demuestra la Psicología; la existencia de un Dios personal, que prueba la Teodicea, etc. Hay, pues, presupuestos filosóficos, o de sentido común, que están en la base de toda demostración apologética; sin ellos no podría avanzarse en este camino. Pero no todo error filosófico, aunque fuera craso, impediría la argumentación en A., mientras permanezca el buen sentido común y el uso de la recta razón. Poco a poco, y aceptando la fe, podrán llegarse a destruir aquellos errores que al principio no estorbaban o no afectaban a la validez de las pruebas apologéticas.

2. Relaciones con otras ciencias teológicas

La Teología fundamental se ocupa de los fundamentos racionales de la fe y del dogma y, por esto, en parte coincide con la A. Ambas demuestran el hecho de la Revelación por Jesucristo y la existencia de la Iglesia como sociedad salvífica y con sus prerrogativas y Magisterio infalible. Ambas pueden también extenderse en la consideración previa del hecho religioso universal y en la teoría general de la religión y de la Revelación, estudiando sus manifestaciones en la historia y los signos o criterios con que la revelación se acredita. Pero la primera abarca más que la A., porque estudia también los fundamentos de la Teología dogmática, que son la Escritura y la Tradición, demostrando su existencia y estudiando sus propiedades y manera de conocerlas e interpretarlas, como fundamentos del Dogma. 

La Teología fundamental, pues, comprende la A. y además otro tratado que estudia dónde se contiene la revelación y por dónde se nos comunica. La Teología fundamental se relaciona directamente con la dogmática y es como una introducción a ésta: como el puente entre la Filosofía y la Teología dogmática. Por esto el nombre de Teología fundamental designa el fin interno, teológico y positivo de esta materia; es palabra de mayor comprensión o alcance; mientras que la A. suena a defensa y a labor en cierto modo negativa, y es palabra de menor alcance o comprensión en su concepto. 

Por otra parte la Teología fundamental designa un camino teológico en la manera de proceder, en cuanto que desarrolla sus investigaciones y conclusiones a la luz del Magisterio de la Iglesia, que le sirve de guía; mientras que la A. de suyo prescinde de este aspecto teológico de los problemas, aunque puede también seguirlo.
Hay, en efecto, una A. teológica y una A. meramente científica; o, si se quiere, una Teología apologética y una Ciencia apologética. La Teología apologética procede desde un punto de vista teológico y, como toda la Teología, parte del Magisterio eclesiástico como de norma próxima de la fe, Magisterio que le sirve de norma positiva en su investigación; y con cuya luz estudia los problemas apologéticos, por ejemplo, sobre la Revelación y los misterios; sobre los criterios para demostrar el hecho de la revelación; sobre los Evangelios y su historicidad; sobre si la gracia es necesaria para percibir el valor de las pruebas, etc. Y algunos problemas los estudia precisamente porque de ellos se ha ocupado el Magisterio, por ejemplo, la A. de inmanencia, es decir, la A. a base de las indigencias inmanentes, lagunas y necesidades de luz y esfuerzo que aparecen en la naturaleza humana (como es el caso del filósofo Blondel y lo que se ha dado ha llamar luego el Blondelismo). Pero esta Teología apologética, aunque usa del Magisterio eclesiástico y de las verdades de la fe, como guía y norma extrínseca de sus demostraciones, no puede servirse de ellas para la demostración intrínseca de sus verdades. Porque entonces se serviría de aquello que intenta precisamente demostrar, la legitimidad de la fe y del Magisterio de la Iglesia; y caería, por tanto, en un círculo vicioso. 

Esta manera de proceder, a la luz del Magisterio, puede ser propia de un católico que, desde dentro de la Iglesia, trata de justificar su propia fe con argumentos reflejamente científicos y razonados. Un católico está ya cierto del hecho de la revelación y de la legitimidad de la Iglesia, al menos con certeza vulgar, que es verdadera certeza objetiva, o con certeza respectiva (suficiente para niños y personas de escasa formación cultural); pero con frecuencia querrá satisfacer el interés psicológico de responder científicamente a la pregunta de por qué cree y por qué se fía de la Iglesia y de su Magisterio. Este interés psicológico lo satisface la Teología apologética que da respuesta a estas preguntas. También puede satisfacer al deseo que tenga el católico de capacitarse para exponer ante otros las razones que hay para creer. La Teología apologética considera, por consiguiente, el caso de quien mira desde dentro de la Iglesia a fuera; mientras que la Ciencia apologética tiene ante la vista el caso del que está fuera y quiere ver las razones que hay para entrar dentro. Pero, una y otra, Teología apologética y mera Ciencia apologética, aunque parten de diferentes enfoques, no basan sus demostraciones en el Dogma o en el Magisterio (que tratan de justificar), sino en la Historia y en la Filosofía (o si se quiere, en los hechos históricos y en el sentido común).

Respecto de la Teología dogmática (v.), que estudia las verdades reveladas por Dios, la A. se distingue de ella por los principios de donde parte, por el método que sigue y por el objeto que estudia. Los principios de la Teología dogmática son las verdades de la fe sobrenatural; los principios de la A. son verdades de orden natural, bien de orden histórico, bien de orden filosófico o experimental; no presupone la fe. El método de demostración en Teología dogmática es a base de la revelación divina pública; en A. es a base de la razón natural. El objeto que estudia la Teología es Dios y todas las cosas que se refieren a Dios, y su objeto formal o aspecto bajo el cual las examina, es en cuanto se conocen por la Revelación; la A., en cambio, estudia el hecho de la Revelación, y, por consiguiente, algo de Dios, y también de la Iglesia como depositaria de misión y de doctrina divinas; con frecuencia considera el mismo objeto material que la Teología dogmática: Dios, Jesucristo, la Iglesia; pero es diverso el objeto formal, o aspecto bajo el cual estudia dichas materias, porque la A. las estudia en cuanto se conocen y se demuestran con la razón natural. La Teología dogmática presupone la fe; y quien no tuviere fe, no alcanzaría bien los principios de esta ciencia ni llegaría a ser verdaderamente teólogo. La A. hace posible la fe en muchos casos, con individuos reflexivos y exigentes, en cuanto -que echa los cimientos o el fundamento racional de la fe. La A. se dirige muy principalmente a los que no tienen fe, a los cuales ayuda a convertir.

Puede preguntarse, sin embargo, si la A. y en concreto la que hemos llamado A. teológica forma en realidad parte de la Teología. Además de que el objeto material de ambas disciplinas coincide en parte, como acabamos de ver, aunque tratado desde diferente punto de vista, lo decisivo para considerar la A. como función teológica es que toda ciencia suprema (como lo son la Metafísica en el orden natural y la Teología dogmática en el sobrenatural) debe defender sus propios principios, cuando no son de por sí evidentes. Y así como la Metafísica racional defiende sus propios principios, y entre ellos aquellos que fundan la validez objetiva del conocimiento humano; mediante la Criteriología o Epistemología; así la Metafísica sobrenatural (la Teología) defiende la validez de los suyos, que son las verdades de la fe, mediante la “Criteriología sobrenatural”, como también se ha llamado a la A., que realiza de este modo una función teológica. La A. paralelamente a los problemas de que se ocupa la Criteriología natural respecto de la objetividad del ser, trata de la posibilidad y realidad de la revelación divina, de los criterios para acreditar su autenticidad, y cómo se pueden aplicar y reconocer en el cristianismo y catolicismo. Otra razón para considerar a la A. una función teológica es que la Teología debe estudiar las propiedades de la fe, entre las cuales encontramos la de ser racional, creíble y apetecible; y debe demostrarlas con argumentos de historia y de filosofía; así actuaron no pocos teólogos de los siglos XVI y XVII, que realizaban esta demostración en el tratado de la fe. Hoy se realiza comúnmente en la A.

3. Apologética teórica y práctica

Hay una A. teórica que atiende a la exposición científica y sistemática de los motivos de credibilidad (histórica y dogmática). Considera el valor objetivo y la respectiva validez de estos motivos en sí mismos, y prescindiendo de las disposiciones subjetivas de los individuos; trata asimismo de coordinar todos los argumentos según el valor de cada uno, dentro de una sistematización compacta y sólida. 

Hay otra A. práctica o pastoral, que atiende al uso pastoral y práctico de los argumentos o razones estudiadas por la A. teórica. En este aspecto práctico exigen atención las circunstancias subjetivas de los individuos y vale el sentido de acomodación. Para la A. práctica no tanto se debe atender al valor abstracto o al orden teórico de los argumentos, cuanto al valor psicológico y concreto que tienen para los individuos a quienes se trate de instruir. Esta instrucción, que con frecuencia es deficiente, más ganará de ordinario con la clara exposición de los argumentos principales, acomodados al sujeto, que no con la preocupada defensa y con la refutación de todas las posibles dificultades y objeciones.

En el orden de la A. práctica conviene tener ante la vista los requisitos del acto de fe:
1) Este acto presupone la certeza previa y racional del hecho de la revelación; por esto se tratará de establecer con la máxima claridad y eficacia que Dios realmente ha revelado y ha comunicado a los hombres las verdades de la fe. 

2) Estas verdades, aunque aparezcan como creíbles, no se imponen necesariamente al asentimiento intelectual; porque no se presentan con una evidencia necesaria, como los primeros principios o las verdades matemáticas más sencillas. Es preciso que la voluntad libre determine o impere el asentimiento de la inteligencia. Pero la voluntad se mueve por los valores o bienes que conoce y que más llegan al sentimiento; de ahí la conveniencia de mostrar, no sólo la obligación de la je, sino también sus valores (verdad, belleza, oportunidad y conveniencia para la vida, para la paz del corazón, etc.) y, en concreto, los valores más acomodados al individuo y a su situación particular. 

3) .Como este imperio de la voluntad para creer, lo mismo que el acto de fe, son actos sobrenaturales, así como lo son de hecho los últimos juicios de credibilidad histórica, moral y dogmática, y estos actos sobrenaturales escapan a las posibilidades de la naturaleza, será menester que la gracia de Dios ayude con sus auxilios para el acto de fe. 

Por esto es necesario recomendar la oración y una conducta conforme a las exigencias de la fe, para evitar o superar las rémoras que provendrían de los obstáculos morales para la fe, como serían el orgullo (cfr. Iac 4, 6; 1 Pet 5, 5), el deseo de gloria humana (lo 5, 43-44), la indocilidad (cfr. Eccli 8, 11), la sensualidad, etcétera. Si hay obstáculos morales que dificultan el imperio de la voluntad para creer, hay también obstáculos intelectuales que dificultan la admisión previa por el entendimiento del hecho de la revelación divina. Tales serían los prejuicios filosóficos incompatibles con la revelación y la fe, la ignorancia religiosa que debería removerse previamente, la inadaptación mental y la incapacidad para un pensar filosófico o la reflexión personal; también, por otra parte, la hipertrofia mental o exceso en el pensar sin llegar a decidirse por la verdad, el hipercriticismo y asimismo los defectos de la especialización, con frecuencia traducidos en un falso método que se emplea, queriendo aplicar, por ejemplo, a la historia y filosofía, métodos experimentales, físicos o técnicos, propios de otras ciencias.

4. Valores de la Apologética

Aunque su nombre suena a defensa y a polémica, la A. tiene sin embargo una acción muy positiva, que está en la exposición y fundamentación positiva de los motivos de credibilidad, sobre todo si se hace de una manera científica y exhaustiva. Esta fundamentación científica ayuda, no sólo para el conocimiento teológico más pleno de la fe y de sus propiedades, sino también para convertir en certeza científica y refleja la certeza vulgar o meramente respectiva que muchos tienen sobre el hecho de la Revelación y sobre la obligación o conveniencia de creer.

Además así se satisface al interés psicológico permanente, de todos los que piensan por su cuenta, que en muchos comienza en los periodos acuciantes de la juventud, deseando saber con precisión las razones por las que se conoce que Dios ha hablado, el modo como lo ha hecho, y los valores que se descubren en la fe. Por esto la A. sirve también para estimar la fe y desearla. Sin embargo, no hay que pensar que la fe está en proporción del conocimiento y de la ciencia apologética. Porque, aunque la fe presuponga el conocimiento cierto de algunos motivos de credibilidad, el acto de fe viene imperado por la voluntad, y ésta se mueve por los bienes y valores que ve en las cosas. Por donde, aparte de que la adhesión a la fe es acto sobrenatural y viene realizado con la gracia, que se da libremente por Dios a quien quiere, esta adhesión, considerada psicológicamente, depende de la intensidad y modo con que el hombre aprehende los valores de la fe; y, por tanto, la fe será más intensa, firme y permanente según que la voluntad la ame más y la desee. Si estos valores de la fe, no sólo se han conocido especulativamente, sino además se han experimentado y sentido afectivamente, sobre todo en los periodos de la adolescencia y juventud, más propicios para captar sentimientos y valores permanentes para la vida, entonces la raigambre psicológica de estos valores será más propicia, con la gracia de Dios, a la fe permanente e intensa.

En la problemática moderna, como reacción contra un excesivo y exclusivo intelectualismo en presentar la A., existe la tendencia a desestimarla, como si en realidad nada o poco influyera en la adquisición de la fe, prefiriéndose por algunos la mera exposición del dogma católico como suficiente, o la exposición de otros motivos que influyan en el sentimiento y la voluntad. Aunque hay que tener en cuenta la intervención que éstos tienen en el acto de fe, sin embargo la auténtica fe no debe reducirse a un puro sentimiento, no debe perder su carácter racional; exige el conocimiento cierto del hecho de la Revelación divina; para ello es imprescindible conocer las razones que fundamentan este hecho. Si no basta para la mayoría de los adultos y de los jóvenes una certeza vulgar de estos motivos, si el interés psicológico por llegar a la certeza refleja y científica es de la mayoría de los adolescentes, jóvenes y adultos: ya se ve la utilidad e importancia permanente de la A.

5. El comienzo del proceso apologético

No es menester iniciar la demostración con una duda real acerca de todo aquello que trata de probarse, esto es, acerca del hecho de la revelación por Jesucristo y de la legitimidad del Magisterio eclesiástico. Ésta era la postura del teólogo alemán G. Hermes y sus seguidores, condenada por Gregorio XVI en 1835 (Denz. Sch. 2738 ss.) y por el conc. Vaticano I (Denz. Sch. 3014, 3036). 

La razón es que durante la investigación apologética no deja uno de ser católico, y en realidad ya ha tenido y sigue teniendo certeza del hecho de la Revelación, etc., aunque sea solamente certeza vulgar; pero no deja de ser verdadera certeza. Aun en el caso de que solamente hubiera tenido una certeza meramente respectiva, acomodada a su condición infantil, le será fácil convertir esa certeza respectiva en auténtica certeza formal, si pregunta por las razones verdaderas de credibilidad, en cuanto asomen las dudas en el campo de su conciencia; suponiendo que realmente el individuo procede con sinceridad y no abandona a Dios, el cual por su parte no le abandonará. Dando por supuesto que se ha recibido la recta y buena educación cristiana que la Iglesia desea, «porque aquellos que recibieron la fe bajo el magisterio de la Iglesia, nunca pueden tener una causa justa de cambiar esta fe o de ponerla en duda» como dijo el conc. Vaticano I (Denz. Sch. 3013-3014). Para todos estos individuos, en efecto, siempre permanece, por una parte, el motivo válido de la Iglesia, que ven, y de los hechos y verdades que ella enseña; y, por otra parte, la gracia de Dios que «no abandona a los justificados, si no es antes abandonada por ellos» (S. Agustín, De nat. et gratia, c. 26, n. 29: PL 44, 261). 

No hay, pues, causa, ni objetiva ni subjetivamente justa, para que abandonen la fe, ni siquiera por breve tiempo, aquellos que recibieron la conveniente educación cristiana; y, por tanto, tampoco cuando comienzan su investigación científica apologética. 

Por otra parte, tampoco en Filosofía se comienza con el escepticismo y con la duda universal; hay una certeza natural acerca del ser que nunca se abandona. Y en cualquier investigación no es lícito prescindir de una fuente de información, aun cuando a uno le parezca sospechosa; mucho menos se rechaza una fuente que antes se admitió como cierta. La luz se busca con la luz, únicamente hay que evitar el peligro de que las verdades admitidas con anterioridad influyan viciosamente en la prueba para admitir las nuevas verdades; en nuestro caso, debe evitarse que las verdades teológicas basadas en la fe, o las doctrinas del Magisterio, que tratan de legitimarse, influyan en la misma intrínseca demostración de las verdades apologéticas, presuponiendo con círculo vicioso aquello mismo que hay que probar. Ni hay que temer el peligro psicológico de una presión o coacción externa del Magisterio que induzca a admitir proposiciones no probadas eficazmente, si se atiende diligente y cautamente a la sinceridad y al valor intrínseco de las pruebas. También es obvio, por la parte opuesta, que toda persona prudente debe precaverse de la supuesta autoridad de los que hablan en contra de la fe.

6. Proceso y vías apologéticas

Se reconocen comúnmente dos caminos para la demostración racional apologética:
1) El llamado método regresivo y ascendente, parte del hecho actual de la Iglesia, fácilmente comprobable, y desde él, volviendo hacia atrás, sube o asciende hasta Jesucristo su Fundador. Considerando la Iglesia católica de hoy como una sociedad religiosa internacional y supranacional, es fácil reconocer en ella una dilatación ecuménica que sobrepasa fronteras y llega a todos los confines de la tierra; y, juntamente con esta dilatación católica, una unidad de fe, que se manifiesta en el mismo Credo que profesan todas las Iglesias y en los mismos dogmas que ha definido o enseña la Iglesia romana; también una unidad de régimen, por cuanto todas reconocen la sucesión primacial que reside en el obispo de Roma, a quien consideran vicario de Jesucristo, y la autoridad plena y suprema (lo mismo que en el Papa) que reside en el concilio ecuménico. Y hay también una unidad cultual del mismo sacrificio que en todas partes es ofrecido, y de siete sacramentos, que en todas partes son administrados.

Esta unidad esencial en tantas naciones y países de tendencias y costumbres diversas, que propenden naturalmente al nacionalismo, a la dispersión y egoísmo, hace pensar al observador, el cual no puede menos de reconocer un hecho fuera de lo normal en esa unidad conjunta con la catolicidad. Se añade que es fácil observar la santidad del conjunto eclesial, el cual (si bien constituido por miembros pecadores) profesa una doctrina santa, de altísima y purísima moral en las esferas de la diplomacia y del derecho, de la economía, la vida matrimonial y sexual, de la caridad y entrega fraterna a los demás. La santidad doctrinal se acredita, por una parte, en el hecho de que existiendo numerosos pecadores en el seno de la Iglesia, ello no ha significado una corrupción de la doctrina de la fe y de los principios morales cristianos, como sería de esperar que ocurriese en una institución meramente humana; sino que en medio de los pecados y debilidades humanas de muchos cristianos, e incluso de la jerarquía eclesiástica, la doctrina de fe y moral de Jesucristo ha sido siempre defendida y mantenida dentro de la Iglesia en su integridad esencial. La santidad doctrinal se acredita también en la vida santa, o al menos ferviente, de no pocos cristianos que en el sacerdocio, en la vida religiosa, en institutos de perfección o en asociaciones de fieles, etc., se consagran a Dios y al servicio del prójimo o quieren que florezcan los principios cristianos en las estructuras sociales. Se agrega la santidad carismática en hechos extraordinarios, que pueden comprobarse, bien más reservados en individuos, con frecuencia para su provecho personal, bien más patentes a todos, como los milagros que ocurren y han sido comprobados científicamente en lugares de peregrinación como Lourdes, Fátima, o con ocasión del culto a un siervo de Dios y han sido admitidos para su canonización o beatificación.

Este fenómeno contemporáneo de la Iglesia católica, una y santa, conduce el pensamiento a las causas y orígenes. Es fácil comprobar que esta Iglesia deriva de los Apóstoles de Jesucristo, lo cual constituye su nota de apostolicidad. Sobre todo es fácil constatar esta sucesión apostólica ininterrumpida en la Iglesia romana, desde S. Pedro, a quien Cristo prometió hacer fundamento de la Iglesia, darle las llaves del Reino, y plenos poderes sobre la Iglesia (Mt 16, 18-19) y confirió más tarde el encargo de apacentar ovejas y corderos (Io 21, 15-18); y desde S. Pablo, que también padeció martirio en aquella ciudad, hasta nuestros días. Por todo esto la Iglesia católica «por sí misma, esto es, por su admirable propagación, por su eximia santidad y por su fecundidad inagotable en toda clase de bienes, por la unidad católica y por su estabilidad invicta, es un grande y perpetuo motivo de credibilidad y testimonio irrefragable de su divina legación. Por lo cual la misma Iglesia, como un estandarte levantado ante las naciones, invita hacia sí a los que todavía no han creído, y a sus hijos les atestigua con mayor certeza que la fe que profesan se apoya en fundamento firmísimo» (Denz. Sch. 3013).

Éste era el argumento que, por su valor de fácil comprobación y psicológico, hizo valer con gran fuerza en el conc. Vaticano 1 el card. belga Dechamps. Ayudará también —añadía— para la plena eficacia de este argumento, como disposición y preparación del sujeto, considerar las indigencias internas y las propias dificultades del individuo para conocer, y más para practicar, el bien y la verdad. La religión católica es la que da solución a estos problemas e indigencias. «Por tanto, decía, no hay que verificar sino dos hechos, uno dentro de Vd. y otro fuera de Vd. Se llaman uno al otro para abrazarse, y el testigo de los dos es Vd. mismo» (Dechamps, Entretiens sur la démonstration catholique de la révélation chrétienne, 1857, epígrafe). De este modo, partiendo de lo contemporáneo o quasi-contemporáneo, remontándose a través de la Historia, que habla de la Iglesia y de sus santos y de sus gestas salvadoras, se llega hasta los Apóstoles y hasta Jesucristo, cuya doctrina ha producido frutos de santidad y de bien, y ha colmado las apetencias razonables de los individuos y sociedades.
Ya sea antes o después de esta argumentación es conveniente desarrollar también, dentro de este método, la primera etapa o fase (demostración religiosa) del otro método o proceso apologético que se describe a continuación.

2) El otro camino para el proceso apologético parte de lo que ha sido punto de llegada en el camino anterior. Comienza por Jesucristo y, mediante el examen de su persona y de sus obras, concluye en la realidad de la Revelación divina que por Él nos ha sido manifestada (demostración cristiana). Sigue un método histórico y progresivo en el orden cronológico, porque examina las características de la obra fundada por Jesús, la Iglesia, y cómo estas notas y propiedades se han realizado y verifican en la Iglesia católica romana (demostración católica). Las etapas más usuales de esta A. histórica y progresiva son las siguientes:
a) Ante todo, puesto que se trata de demostrar la existencia de una religión revelada, se comienza asegurando la legitimidad de la postura religiosa, como necesidad y obligación del ser humano. El ateísmo, el materialismo y el panteísmo son incompatibles con la religión; la cual significa una relación personal de reconocimiento y de adoración y sumisión respecto del Ser supremo. Para la religión revelada, de que tratamos, es previa la persuasión de la existencia de un Ser supremo personal, intelectual y poderoso, que pueda dar a conocer su íntimo pensar y sus propósitos, descubriéndolos al hombre y mostrando mediante la Revelación la manera concreta y positiva con que quiere ser conocido y honrado y con que quiere salvar al hombre. La Revelación, formalmente considerada, es la locución de Dios al hombre, esto es, aquella acción de un ser inteligente que manifiesta a otro directamente su propio pensar y vida como persona a persona. Como la fe, que es la respuesta del hombre a la Revelación divina, se presta por la autoridad doctrinal de Dios revelante, y su autoridad está constituida por la sabiduría y veracidad de Dios, es preciso para la futura fe haber conocido y admitido estos atributos divinos del Dios personal. Estos y algunos otros atributos de Dios, como su providencia y santidad, están en el objeto y en la base de la que hemos llamado demostración religiosa, como primera etapa de la demostración apologética. El estudio del fenómeno religioso, en general, con sus manifestaciones en la historia de las religiones, en la psicología religiosa y en la filosofía de la religión, es capital para asegurar el principal fundamento lógico de la Revelación. Además de la existencia del Dios personal e inteligente, hay que dejar claro que Él es hacedor del hombre, su Dueño y Señor, a quien le impone la obligación de la ley moral; Dios como fin último del ser creado, y remunerador de sus méritos, así como el que sanciona sus delitos. Y con la obligación moral, la libertad del alma y su inmortalidad, que son el complemento de la obligación y el presupuesto para una sanción proporcionada y apta.
Todas estas verdades, enseñadas principalmente por la Teodicea y Ética naturales, están en la base de la religión y pueden considerarse como parte de la demostración religiosa; o, si se quiere, como preámbulos de la fe, citados anteriormente y que conviene desarrollar también cuando se sigue el método llamado regresivo y ascendente, descrito en primer lugar.
b) La segunda etapa, usual en la A., es la demostración del hecho de la Revelación divina sobrenatural, esto es, no de la manifestación que Dios hace mediante la naturaleza creada, sino por encima de las exigencias de nuestro ser, hablándonos y comunicándonos su pensar.
Ha habido una Revelación divina en el A. T. realizada muchas veces y de muchas maneras a los Padres en los Profetas; pero en los tiempos últimos nos habló en el Hijo (Heb 1, 1). Se podría comenzar, por consiguiente, siguiendo un orden cronológico, con el estudio de la Revelación en el A. T., que preparaba la del N. T. Así proceden, por ejemplo, Wilmers, Ottiger, Dorsch, Lahousse, Zigliara, en sus respectivos tratados. Pero este camino, largo y difícil por su naturaleza (si se realiza con todas las exigencias de la crítica histórica y a base de los libros del A. T.), no es del todo necesario; porque la consideración puede dirigirse inmediatamente al N. T. y a la Revelación traída por Jesús de Nazaret, apellidado el Cristo o el Mesías. Jesucristo, en efecto, da testimonio de las revelaciones del A. T. y aprueba la persuasión judía acerca de los Libros sagrados, como inspirados y escritos por Dios sirviéndose de instrumentos humanos. Si el mensaje de Jesucristo se acredita como divino e infalible, podrá conocerse a través de él, el carácter divino de las revelaciones del A. T. en sus estadios patriarcal, mosaico y profético. Se puede, por tanto, comenzar estudiando este mensaje de Jesucristo y la manera como Él lo ha acreditado, para, después de conocer el hecho, deducir o estudiar la posibilidad y conveniencia de la Revelación divina, y cómo es posible la revelación de los misterios y con qué signos o criterios se puede describir la auténtica Revelación divina. Pero también se puede (y es el camino seguido comúnmente por los autores en el tratado «sobre la Revelación cristiana») considerar primero la teoría sobre la Revelación (posibilidad, conveniencia, revelación de misterios, y criteriología de la revelación) para aplicar después esta teoría al hecho de la Revelación por Jesucristo.
Para establecer con solidez esta prueba del hecho histórico de la Revelación, es del todo necesario haber comprobado la validez crítica e histórica de las fuentes a través de las que se conocen los hechos realizados por Jesucristo y en torno a Jesucristo. Nos referimos al valor histórico de los cuatro Evangelios y del libro Hechos de los Apóstoles, que son los de uso más frecuente para conocer la persona de Jesús y establecer su mensaje y sus pruebas. Para fundamentar su historicidad de modo crítico, es importante fijar primero la genuinidad de autor y de tiempo acerca de estos libros, de suerte que aparezca bien probado que sus autores son aquellos apóstoles (Mateo, Juan) o aquellos varones apostólicos (Marcos, Lucas) que trataron inmediatamente con Apóstoles (Pedro y Pablo, respectivamente) recogiendo, sobre todo, su predicación y testimonio, y que los escribieron en el tiempo apostólico que se les atribuye (antes del a. 70, por lo que respecta a Mt, Me, Le, Act; y hacia final del siglo I por lo que toca a lo). A ello debe agregarse la demostración histórica de su integridad, esto es, que no han sido objeto de cambios, interpolaciones o glosas posteriores que enturbien la limpieza de estas fuentes tal como salieron de sus autores. Puede decirse que poseemos el texto crítico primigenio, no sólo en su sustancia, y esto con máximas garantías; sino también cierto, casi por completo, en los datos accidentales. Los lugares en que podía haber alguna duda crítica eran hasta hace poco el 1 por 60, y los lugares dudosos en cuanto al sentido el 1 por 1.000 (Westcott-Hort, The New Testament, Introduction, 2), siendo de esperar que esta proporción disminuya aún más con los adelantos críticos. Por último, la plena historicidad de estos libros quedará patente si se comprueba que sus autores, testigos autorizados de lo que en su mayor parte vieron u oyeron, eran también veraces, y no tenían empeño en falsear la verdad, antes bien, su misma fe religiosa les inducía a transmitir fielmente los hechos de que daban testimonio y que constituían en parte esa misma fe. Porque aunque los Evangelios tengan índole y finalidad apologética y sistemática doctrinal, no por ello contorsionan o falsean los hechos narrados, que gozan de plena historicidad. Con esta base crítica e histórica será más fácil comprender el género literario de cada una de las partes de estos libros, y con ellos estudiar la figura de Jesús, su mensaje y sus obras.
Con estas fuentes estrictamente históricas y con los prudentes principios de interpretación, es fácil conocer como indiscutible la existencia histórica -de Jesucristo, alejada de los mitos y bien localizada en el tiempo y en el espacio; fijar los puntos cardinales de su mensaje, que le constituyen Legado de Dios (v. JESUCRISTO II); cuya doctrina, basada en el sentimiento de filiación respecto del Padre providente, y en la fraternidad entre todos los hombres, sobre todo con los débiles y necesitados, alcanza una sublimidad moral no superada (cfr. Mt 5-7). También pertenece al mensaje de Jesús su manifestación como Hijo de Dios en sentido propio; y aunque esta divinidad estricta de la única persona que hay en Jesús pertenece al dogma, son no pocos los autores que la estudian y demuestran apologéticamente (Wilmers, Ottiger, Van Laak, Dieckmann, Lercher, KSsters, Garrigou Lagrange, Brunsmann, Felder, Ponce de León, Vizmanos, Cotter, Nicolau; cfr. Nicolau, De revelatione, en Theologia Fundamentalis, o. c. en bibl., n. 428446). La índole psicológica de Jesús, tan lleno de sabiduría y de equilibrio, por una parte, y de santidad de vida, por otra, excluyen el propio engaño en asuntos tan graves, o el fraude. Si fuera erróneo su testimonio, Jesús sería un portento de locura o de malicia; extremos excluidos, tanto por el equilibrio psíquico como por la sinceridad de vida. Decía Jesús: «Si a mí no me queréis creer, creed a mis obras» (lo 10, 38) y «estas obras que yo hago, dan testimonio de mí, de que el Padre me ha enviado» (lo 5, 30). Por esto el mismo Jesús acudió a sus milagros (v.) y profecías (v.) como a signos de su misión. El apologeta deberá valorarlos en su verdad histórica, en su verdad filosófica (o en su realidad sobrenatural, de modo que sobrepasen las fuerzas naturales); también en su verdad relativa, esto es, en su aptitud para acreditar la misión y las palabras de Jesús. Pero sobre todo hay un signo al que recurrió Jesús, provocado a testificar la legitimidad de sus pretensiones mesiánicas (Mt 12, 38-40; 16, 1-4, etc.); es el de su resurrección que, como corona y recapitulación de todos los signos ofrecidos por el Maestro en favor de la divinidad de su mensaje, merece en A. una consideración especialísima.
La A. llevada a cabo por el mismo Cristo, tampoco dejó de apelar a los vaticinios del A. T. que se referían a su persona y a su obra (cfr. lo 5, 39; Le 24, 25.27.44 ss.). De ahí que una A. cristiana completa difícilmente podrá prescindir del estudio crítico (no dogmático) de los vaticinios del A. T. viéndolos realizados en Jesús, aunque este estudio ofrezca hoy particulares dificultades; y así, valorando el conjunto de estos vaticinios podrá acreditar la persona de Jesús como Mesías, la divinidad de su mensaje y de sus obras. listos son los jalones principales de la demostración cristiana.
c) Finalmente, en la predicación de Jesucristo hay una parte que se refiere a su Reino y a su Iglesia. Y Él es quien determina las notas esenciales jerárquicas que debe tener esta sociedad que personalmente ha constituido: con potestad primacial, que promete a Pedro (Mt 16, 18-19), a quien confirió de hecho el gobierno de toda su Iglesia (lo 21, 15-16); con potestad de gobierno y de enseñanza, que comunicó al Colegio apostólico, a quienes transmitió su propia misión hasta el final de los tiempos (Mt 18, 18; 28, 18-20; Me 16, 15-16; lo 20, 21). Él también determinó las notas esenciales del culto, instituyendo y mandando celebrar el sacrificio y sacramento eucarísticos (Le 22, 19-20, etc.) y los demás sacramentos (Mt 28, 19; lo 3, 3; 20, 22-23; Le 22, 19, etc.).
Esta Iglesia de Cristo, que arranca del tiempo de los Apóstoles en sus notas esenciales, ha continuado, en el sucesor de Pedro y en los sucesores de los Apóstoles, los oficios instituidos por Jesús; pero, no pudiendo éstos permanecer en los Apóstoles, tributarios de la muerte, y queriendo el Señor perpetuarse con los Apóstoles y su Iglesia hasta el fin de los tiempos (Mt 28, 20), debían ser transmisibles a los sucesores; como de hecho se transmitieron en la Jerarquía eclesiástica y toda la Tradición lo confirma. La misión del apologeta será demostrar la potestad de jurisdicción, plena y suprema, concedida por Jesucristo a Pedro y a sus sucesores; también la misma potestad concedida al Colegio apostólico y al concilio ecuménico; y la de magisterio auténtico e infalible concedida al mismo concilio cuando define y al Romano Pontífice cuando habla ex cathedra; estudiar el objeto directo e indirecto y las condiciones del Magisterio eclesiástico y el valor de la Tradición, junto con los criterios para conocer la transmisión cierta de la Revelación, recibida de Jesucristo por los Apóstoles o comunicada a ellos por el Espíritu Santo (Denz. Sch. 1501). Esta Revelación pública, destinada a toda la Iglesia para ser creída con fe divina y católica, acabó con la muerte del último apóstol (ib., cfr. 3421), constituye el «depósito de la fe» (v.) y es custodiada diligentemente por el Magisterio de la Iglesia, que la interpreta auténticamente y la predica celosamente. La iglesia, así delineada, es una sociedad querida por Cristo como un sacramento o señal e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano (conc. Vaticano II, Const. Lumen gentium, n. 1). El apologeta muestra la Iglesia de Cristo como necesaria para la salvación; y estudia la manera como se puede pertenecer a esta Iglesia, bien plenamente (con el Bautismo, profesión de fe, sumisión a la jerarquía, como vínculos externos; y con la vida de la gracia, como vínculo interno), bien de modo menos perfecto y menos pleno, si a los bautizados falta alguno de estos vínculos. Pero es incumbencia del teólogo dogmático, aunque frecuentemente se trate de ello en A. o en Teología fundamental, estudiar la Iglesia como misterio, Cuerpo místico de Jesucristo, Esposa de Cristo, etc., y las funciones sacerdotales, proféticas y regias, santificadoras y apostólicas, que corresponden a las diversas estructuras del Pueblo de Dios (jerarquía; laicado; estado religioso e institutos de perfección) (cfr. Lumen gentium, c. 1-VI). Si la Iglesia es presentada por el apologeta como necesaria para la salvación, y la Iglesia querida por Cristo encuentra su plena realización en la Iglesia católica romana, ya se ve que no cabe el indiferentismo religioso en ninguno de sus grados y maneras. Con esta demostración católica termina la función apologética última. El  cristiano queda así dispuesto, si acepta estos razonamientos, a escuchar el Magisterio de la Iglesia y a seguir los mandatos de la jerarquía. Con esto puede entrar ya en los puntos de vista dogmáticos y admitirlos. Pero todavía será propio de la Teología funda-mental seguir proponiendo los fundamentos de la Teología dogmática, mostrando dónde están las fuentes de la Revelación y de la argumentación teológica, esto es, la Tradición y la Escritura,  estudiando sus propiedades. Pero, admitido ya el Magisterio de la Iglesia, en adelante el método de estudio más propio podrá ser el de la Teología dogmática.
c) Método de la inmanencia. Los métodos anteriormente expuestos, ascendente y  descendente, atienden a la demostración válida racional de la credibilidad de la religión católica. En un orden principalmente práctico se puede también hablar de un método de inmanencia, que puede ser útil para los fines apologéticos si se junta con cualquiera de los métodos racionales anteriores, pero no si se prescinde de ellos. Este método comienza con el examen de las tendencias y exigencias interiores (de verdad, de felicidad, etc.) que hay en el hombre. El examen, en efecto, de la actividad interna del hombre, con sus deseos y apetencias, exigencias, fracasos e impotencias, descubre una tendencia fuerte ineludible hacia Dios y hacia los altos ideales del espíritu que, no obstante estas apetencias, tarda en realizarse o no se realiza. Se manifiestan, por consiguiente, en el espíritu del hombre ciertas lagunas y vacíos que parecen estar abiertos a los dones sobrenaturales de Dios. El hombre necesita luz poderosa y clara para que la inteligencia conozca el bien y la verdad; necesita también atractivo y fuerza para que la voluntad lo siga con eficacia y perseverancia. Con este género de apologética, se investiga en la inmanencia vital y en la experiencia interna y dinámica del hombre para descubrir sus apetencias; y por ellas se intenta llevarle al reconocimiento de la religión católica, como la única que puede satisfacerlas o llenarlas.
Algunos quisieron comenzar de esta manera la demostración apologética para adaptarse así a los valores psicológicos y existenciales que modernamente se proponen, pero continuando después el examen de la religión de la manera clásica y más racional, con el estudio apologético de los milagros y vaticinios. Tales fueron OlléLaprune (1839-98) y G. Fonsegrive (1852-1917). Otros pensaron que sólo con el uso y estudio de estos criterios inmanentistas  podría hacerse una A. válida, oponiéndola a la tradicional, que calificaban de extrinsecista, historicista e intelectualística. Para hacer una A. actual -pensaban- hay que partir del estudio inmanente del hombre, que tanto dice con la filosofía y mentalidad actuales.
Cultivó el método de inmanencia sobre todo Maurice Blondel (1861-1949), arguyendo las realidades internas y subjetivas del hombre a la Revelación y al auxilio sobrenaturales de la religión, aunque admite la inconmensurabilidad de lo sobrenatural con lo natural. Defendió también la postura blondeliana L. Laberthonniére, alegando que esta actividad interna del hombre está de hecho sometida al influjo sobrenatural de la gracia.
Apelar a las necesidades de la naturaleza humana, que cada hombre puede descubrir en su interior, y a sus aspiraciones legítimas, íntimas y fuertes, puede alcanzar un valor psicológico muy grande para disponer la mente y el corazón a la perfección moral y al estudio de la religión. También puede ser una buena confirmación de los criterios objetivos y extrínsecos de la Revelación y de los métodos racionales apologéticos que antes hemos mencionado.
Al descubrir una indigencia interna de luz y de auxilio, fácilmente se ve la conveniencia de la Revelación sobrenatural para el hombre, que le ilumine, y de la gracia, que le auxilie. Del conjunto de las aspiraciones humanas y del estudio objetivo de la naturaleza del hombre puede llegarse a una conclusión científica acerca de las auténticas y permanentes necesidades religiosas de la naturaleza humana; y puede mostrarse cómo sólo el catolicismo las satisface plenamente. De ello puede deducirse que el catolicismo ha de tener origen divino. Pero sería excesivo concluir de ahí la necesidad absoluta de la Revelación y de la gracia. Tratándose de revelación y de gracia sobrenaturales no se puede concluir que sean absolutamente necesarias y exigibles por parte del hombre, porque entonces dejarían de ser gratuitas y sobrenaturales.
Hay que completar el estudio de las aspiraciones del hombre que realiza el método de la inmanencia, con la demostración del hecho de la revelación divina, pero esto no puede obtenerse con los solos criterios subjetivos inmanentistas, de los que únicamente se deduce directamente la conveniencia de esta Revelación, pero no su necesidad y efectividad.
Tampoco se deduciría indirectamente por medio del raciocinio, porque de las tendencias naturales no se puede postular la necesidad o el hecho de auxilios sobrenaturales; mucho menos si esta revelación tiene misterios. Además, las tendencias y apetencias subjetivas se presentan, con indeterminación y variabilidad respecto de los individuos, según su formación, su edad, las costumbres adquiridas, etc., y lo que a uno le parece bien y necesario, otro no lo estima tal. De ahí que difícilmente, por este solo camino de la inmanencia, se puede llegar a conclusiones ciertas y válidas para todos los espíritus. S. Pío X, en su encíclica Pascendi, se lamentó de que hubiera católicos que, aunque no admitieran el inmanentismo, usaran incautamente la doctrina inmanentista para la A., de modo que parecían admitir en la naturaleza humana, no sólo capacidad y conveniencia para el orden sobrenatural, sino también verdadera exigencia del mismo (Denz. 2103).

7. Certeza que se obtiene con la Apologética

La sola mención de los caminos que sigue la A. en sus demostraciones, propios de las ciencias filosóficas e históricas, indica la clase de certeza que se puede alcanzar en A. No es una certeza matemática, porque no se trata de ciencias exactas. Se trata de presupuestos filosóficos que no vienen mensurados con módulos matemáticos, sino con otras formas del pensar; y, en ocasiones, puede más la visión del buen sentido común para penetrarlos, que la hipercrítica de la inteligencia. Si estas verdades filosóficas, que utiliza la A., alcanzan el orden de la certeza metafísica, se excluye absolutamente el error, por ir fundadas en el principio de contradicción; las otras verdades que vienen en consideración para el proceso apologético, apoyadas en el testimonio humano, alcanzarán de suyo una certeza moral, mediante la cual, el entendimiento podrá adherirse a las conclusiones apologéticas con firmeza intelectual y sin temor de equivocarse. Es más, esta certeza, de suyo moral, puede llegar a ser reductivamente metafísica o absoluta, si se presenta al entendimiento todo el conjunto de pruebas apologéticas. Porque es tal entonces el cúmulo de razones que convergen constantemente para mostrar la credibilidad (histórica, moral y dogmática) de la religión cristiana y católica, que repugna absolutamente el error. Es fácil recoger esta sobreabundancia de pruebas e indicios, por ejemplo, en lo tocante a la existencia histórica de Jesucristo (cfr. M. Nicolau, De revelatione, n. 363-382), para llegar a la certeza metafísica de su existencia (aunque esta verdad histórica alcance de suyo la certeza moral); pero creemos que parecida certeza reductivamente metafísica se alcanza con el detenido y concienzudo examen de todo el conjunto de pruebas que proponen los tratados más completos de A. Algo semejante pretendía decir Newman acerca de los motivos para aceptar la religión revelada, cuando en su Grammar of assent trataba de la convergencia de indicios o probabilidades, cuyo conjunto (por el principio de razón suficiente) producía la certeza.
Sin embargo, ni la certeza reductivamente metafísica, ni la certeza moral de que hablamos, son certezas que fuercen el entendimiento a asentir, o que se impongan con una evidencia necesitarte, como la de los primeros principios o la de las verdades matemáticas sencillas. Por eso hay lugar a la certeza libre, determinada por el influjo de la libertad. Y es claro que la afección grata o ingrata con que se presenta la fe al individuo, así como los valores que en ella descubra, podrán ser motivos poderosos para determinar o frenar su piadoso «afecto de credulidad» (conc. II de Orange, a. 529: Denz. Sch. 375). Puede haber muchas clases de dificultades para llegar a la certeza que se busca. Como se expresaba Pío XII en la ene. Humani generis (1950), «la mente humana puede a veces padecer sus dificultades aun para formarse el juicio cierto de credibilidad acerca de la fe católica, por más que hayan sido dispuestos por Dios tantos y tan maravillosos signos externos, mediante los cuales aun con la sola luz de la razón natural puede probarse con certeza el origen divino de la religión cristiana. Porque el hombre, bien llevado por prejuicios, bien instigado por pasiones y mala voluntad, puede rechazar y resistir, no solamente a la evidencia de las señales externas, que está patente, sino también a las inspiraciones superiores que Dios infunde en nuestras almas» (Denz. Sch. 3875).
Comúnmente se piensa por los autores católicos que el entendimiento humano puede con la sola luz natural conocer la verdad de los motivos de credibilidad, como decía Pío XII en la citada encíclica. Tiene el entendimiento del hombre potencia física para ello, porque para ver esta verdad basta aplicar el entendimiento a los argumentos que presenta la A. o utilizar la luz objetiva de estas razones. Por esto, no hace falta de suyo una luz sobrenatural en el sujeto, o gracia de Dios, para poder físicamente conocer estos motivos y llegar, por tanto, a los juicios de credibilidad y de credentidad. Los protestantes conservadores, sin embargo, afirmaban la necesidad de una luz interior para conocer como divina la externa proposición de la revelación por medio de la Escritura (cfr. Coll. Lac. 7, 528; Calvino, Instit. Christ. Relig. lib. 1, c. 6-7). Los autores católicos Gormaz y Ulloa (ca. 1700) defendían la necesidad de esta luz sobrenatural interna; y recientemente P. Rousselot, afirmando que no se ve el valor objetivo de los motivos de credibilidad, aunque en sí lo tengan, si no es con la luz de la fe («les yeux de la foi»). Los documentos de la Iglesia, sin embargo (Pío IX, Qui pluribus, a. 1846: Denz. Sch. 2778-2780; conc. Vaticano I: ib., 3009; Juram. Antimodern, ib., 3537 ss.; Pío XII, Hum. Generes, ib. 3875), y las proposiciones que tuvo que suscribir Bautain en 1840 (ib., 27522756) indican que tal luz interior sobrenatural no es necesaria de suyo. Pero lo que no es físicamente necesario (porque, en el caso presente, para conocer el valor de los motivos de credibilidad basta tener expedito el entendimiento y aplicarlo) puede ser moralmente necesario para muchos individuos; esto es, puede haber tanta dificultad que, según un juicio prudente formado a la vista de la psicología humana y de la historia, se puede afirmar que muchos no llegarán a formularse con certeza tal juicio sin la gracia interna de Dios: unos por sus prejuicios filosóficos inveterados; otros por la incapacidad del pensar filosófico e histórico, con excesiva vida imaginativa y poco sosiego intelectual; otros por sus pecados y vicios, etc. Se admite por el común de los teólogos que, aunque los auxilios de la gracia no sean físicamente necesarios, en orden a formarse el individuo el juicio de credibilidad, de hecho, sin embargo, el último juicio de credibilidad y el último de credentidad se realizan con estos auxilios sobrenaturales; ya que estos juicios determinan próximamente el acto de fe, que es sobrenatural, y conviene que aquéllos estén en el mismo orden que éstos. Pero, no sólo estos últimos juicios, también los juicios remotos que disponen a ellos pueden considerarse como realizados con frecuencia de hecho con los «internos auxilios del Espíritu Santo», de que habla el Vaticano I cuando explica el «obsequio razonable» de nuestra fe (Denz. Sch. 3009).
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Referencia
*Nuestro más profundo sentido de gratitud a  la Gran Enciclopedia Rialp (Ediciones Rialp), 1991 por este excelente artículo.
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