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jueves, 28 de agosto de 2014

San Agustín - Obispo y Doctor de la Iglesia

Les dejo la biografía más completa y mejor sintetizada que encontré sobre San Agustín. El texto fue extraído de la Enciclopedia Católica.

SAN AGUSTÍN DE HIPONA
Obispo y Doctor de la Iglesia

Desde su nacimiento hasta su conversión (354-386)

Agustín nació en Tagaste el 13 de noviembre de 354. Tagaste, hoy Souk Ahras, a unas 60 millas de Bona (la antigua Hippo-Regius), era por aquel tiempo una ciudad pequeña y libre de la Numidia preconsular que se había convertido recientemente del donatismo. Su familia no era rica aunque sí eminentemente respetable, y su padre, Patricio, uno de los decuriones de la ciudad, todavía era pagano; sin embargo, las admirables virtudes que hicieron de Mónica el ideal de madre cristiana consiguieron, a la larga, que su esposo recibiera la gracia del bautismo y una muerte santa, alrededor del año 371.

Agustín recibió una educación cristiana. Su madre le hizo la Señal de la Cruz y lo inscribió entre los catecúmenos. Una vez, estando muy enfermo, pidió el bautismo pero pronto pasó todo peligro y difirió recibir el sacramento, cediendo así a una deplorable costumbre de la época. Su asociación con "hombres de oración" dejó profundamente grabadas en su alma tres grandes ideas: La Divina Providencia, la vida futura con sus terribles sanciones y, sobre todo, Jesucristo el Salvador. "Desde mi más tierna infancia llevaba dentro de lo más profundo de mi ser, mamado con la leche de mi madre, el nombre de mi Salvador, Vuestro Hijo; lo guardé en lo más recóndito de mi corazón; y aún cuando todo lo que ante mí se presentaba sin ese Divino Nombre, aunque fuese elegante, estuviera bien escrito e incluso repleto de verdades, no fue bastante para arrebatarme de Vos" (Confesiones, I, IV).

Pero una enorme crisis moral e intelectual sofocó todos estos sentimientos cristianos durante cierto tiempo, siendo el corazón el primer punto de ataque. Patricio, orgulloso del éxito de su hijo en las escuelas de Tagaste y Madaura, decidió enviarlo a Cartago a preparase para una carrera forense. Pero, desgraciadamente, se necesitaban varios meses para reunir los medios precisos y Agustín tuvo que pasar en Tagaste el decimosexto año de su vida disfrutando de un ocio que resultó ser fatal para su virtud, pues se entregó al placer con toda la vehemencia de una naturaleza ardiente. Al principio rezaba, pero sin el sincero deseo de ser escuchado, y cuando llegó a Cartago a finales del año 370 todas las circunstancias tendían a apartarlo de su verdadero camino: las muchas seducciones de la gran ciudad, aún medio pagana, el libertinaje de otros estudiantes, los teatros, la embriaguez de su éxito literario y el orgulloso deseo de ser el primero en todo, incluso en el mal. Al poco tiempo se vio obligado a confesar a Mónica que se había metido en una relación pecaminosa con la persona que dio a luz a su hijo (372), "el hijo de su pecado"---un enredo del que tan sólo se liberó a sí mismo en Milán, al cabo de quince años de esclavitud.

Al evaluar esta crisis deben evitarse dos extremos. Algunos la han exagerado, como Mommsen, tal vez engañados por el tono de pesar en las "Confesiones": en la "Realencyklopädie" (3ra. ed., II, 268) Loofs reprueba a Mommsen por este motivo y, sin embargo, él mismo es demasiado indulgente con Agustín, al alegar que en aquellos días la Iglesia permitía el concubinato. Solamente las "Confesiones" ya demuestran que Loofs no entendió el décimo séptimo canon de Toledo. No obstante puede decirse que Agustín, incluso en su caída, conservó cierta dignidad y sintió compunción que le honra; y que, desde los diecienueve años, tuvo un sincero deseo de romper la cadena. De hecho, en 373, una completamente nueva inclinación se manifestó en su vida, después de leer el "Hortensio" de Cicerón, de donde absorbió ese amor a la sabiduría que Cicerón elogia tan elocuentemente. A partir de entonces, Agustín consideró la retórica únicamente como una profesión; la filosofía le había ganado el corazón.

Desgraciadamente, tanto su fe como su moral iban a atravesar una crisis terrible. En este mismo año, 373, Agustín y su amigo Honorato cayeron en las redes del maniqueísmo. Parece extraño que una mente tan extraordinaria hubiera podido caer víctima de las vaciedades orientales sintetizadas en un dualismo tosco y material que el persa Mani (215-276) había introducido en África hacía apenas cincuenta años. El mismo Agustín nos dice que se sintió seducido por las promesas de una filosofía libre sin ataduras a la fe; por los alardes de los maniqueos, que afirmaban haber descubierto contradicciones en la Sagrada Escritura; y, sobre todo, por la esperanza de encontrar en su doctrina una explicación científica de la naturaleza y sus más misteriosos fenómenos. A la mente inquisitiva de Agustín le entusiasmaban las ciencias naturales, y los maniqueos declaraban que la naturaleza no guardaba secretos para su doctor, Fausto. Además, Agustín se sentía atormentado por el problema del origen del mal y al no resolverlo, reconoció dos principios opuestos. Por añadidura, existía el poderoso encanto de la irresponsabilidad moral en una doctrina que negaba el libre albedrío y atribuía la comisión del pecado a un principio ajeno.

Una vez conquistado por esta secta, Agustín se dedicó a ella con todo el ardor de su carácter; leyó todos sus libros, adoptó y defendió todas sus opiniones. Su frenético proselitismo llevó al error a su amigo Alipio, y a Romaniano, el amigo de su padre que fue su mecenas en Tagaste y estaba sufragando los gastos de estudios de Agustín. Fue durante este período maniqueo cuando las facultades literarias de Agustín llegaron a su completo desarrollo, y todavía era estudiante en Cartago cuando abrazó el error.

Sus estudios terminaron, a su debido tiempo habría entrado al “forum litigiosum”, pero prefirió la carrera de las letras, y Posidio nos cuenta que regresó a Tagaste a "enseñar gramática". El joven profesor cautivó a sus alumnos y uno de ellos, Alipio, apenas algo más joven que su maestro, sintiéndose reacio a abandonarlo lo siguió hasta el error; después recibió con él el bautismo en Milán, y más adelante llegó a ser obispo de Tagaste, su ciudad natal. Pero Mónica deploraba profundamente la herejía de Agustín y no lo habría aceptado ni en su casa ni en su mesa si no hubiera sido por el consejo de un santo obispo (San Ambrosio), quien declaró que "el hijo de tantas lágrimas no puede perecer". Poco después Agustín se fue a Cartago, donde continuó enseñando retórica. En este escenario más amplio, su intelecto resplandeció aún más y alcanzó plena madurez en la búsqueda infatigable de las artes liberales. Se llevó el premio en un concurso poético en el que tomó parte, y el procónsul Vindiciano le confirió públicamente la “corona agonistica”.

Fue en este momento de embriaguez literaria, cuando acababa de completar su primera obra sobre estética (ahora perdida), que empezó a repudiar el maniqueísmo. Las enseñanzas de Mani habían distado mucho de calmar su intranquilidad, incluso cuando Agustín disfrutaba del fervor inicial, y aunque se le haya acusado de haber sido sacerdote de la secta, nunca lo iniciaron ni nombraron entre los "elegidos", sino que permaneció como "oyente", el grado más bajo de la jerarquía. Él mismo nos explica el por qué de su desencanto. En primer lugar estaba la espantosa depravación de la filosofía maniquea---"destruyen todo y no construyen nada"; después, esa terrible inmoralidad que contrasta con su afectación de la virtud; la flojedad de sus argumentos en controversia con los católicos, a cuyos argumentos sobre las Escrituras la única respuesta que daban era: "Las Escrituras han sido falsificadas". Pero lo peor de todo es que entre ellos no encontró la ciencia---ciencia en el sentido moderno de la palabra---ese conocimiento de la naturaleza y sus leyes que le habían prometido. Cuando les hizo preguntas sobre los movimientos de las estrellas, ninguno de ellos supo contestarle. "Espera a Fausto", decían, "él te lo explicará todo". Por fin, Fausto de Mileve, el famoso obispo maniqueo, llegó a Cartago; Agustín fue a visitarlo y le interrogó; en sus respuestas descubrió al retórico vulgar, un completo ignorante de toda sabiduría científica. Se había roto el hechizo y, aunque Agustín no abandonó la secta inmediatamente, su mente ya rechazó las doctrinas maniqueas. La ilusión había durado nueve años.

Pero la crisis religiosa de esta gran alma sólo se resolvería en Italia, bajo la influencia de San Ambrosio. En el año 383, a la edad de veintinueve años, Agustín cedió a la irresistible atracción que Italia ejercía sobre él, pero como su madre sospechaba su partida y estaba determinada a no separarse de él, recurrió al subterfugio de embarcarse escabulléndose por la noche. Recién llegado a Roma cayó gravemente enfermo; al recuperarse abrió una escuela de retórica, pero disgustado por las argucias de los alumnos, que le engañaban descaradamente con los honorarios de las clases, solicitó una cátedra vacante en Milán, la cual obtuvo y el prefecto Símaco lo aceptó. Cuando visitó al obispo Ambrosio se sintió tan cautivado por la amabilidad del santo que comenzó a asistir con regularidad a sus prédicas.

Sin embargo, antes de abrazar la fe, Agustín sufrió una lucha de tres años en los que su mente atravesó varias fases distintas. Primero se inclinó hacia la filosofía de los académicos con su escepticismo pesimista; después la filosofía neoplatónica le inspiró un genuino entusiasmo. Estando en Milán, apenas había leído algunas obras de Platón y, más especialmente, de Plotinio cuando despertó a la esperanza de encontrar la verdad. Una vez más comenzó a soñar que él y sus amigos podrían dedicar la vida a su búsqueda, una vida limpia de todas las vulgares aspiraciones a honores, riquezas o placer, y acatando el celibato como regla (Confesiones, VI). Pero era solamente un sueño; todavía era esclavo de sus pasiones.

Mónica, que se había reunido con su hijo en Milán, le convenció para que se desposara, pero la prometida en matrimonio era demasiado joven y, si bien Agustín se desligó de la madre de Adeodato, enseguida otra ocupó el puesto. Así fue como atravesó un último período de lucha y angustia. Finalmente, la lectura de las Sagradas Escrituras le iluminó la mente y pronto le invadió la certeza de que Jesucristo es el único camino a la verdad y a la salvación. Después de esto, sólo se resistía el corazón. Una entrevista con Simpliciano, futuro sucesor de San Ambrosio, quien contó a Agustín la historia de la conversión del famoso retórico neoplatónico Victorino (Confesiones, VIII.1, VIII.2), abrió el camino para el golpe de gracia definitivo que a la edad de treinta y tres años lo derribó al suelo en el jardín en Milán (septiembre de 386). Unos cuantos días después, estando Agustín enfermo, se aprovechó de los días de fiesta de otoño, renunció a su cátreda y se marchó con Mónica, Adeodato, y sus amigos a Casicíaco, la propiedad campestre de Verecundo, para dedicarse allí a la búsqueda de la verdadera filosofía que para él ya era inseparable del cristianismo.


Desde su conversión hasta su episcopado (386-395)

Gradualmente, Agustín se fue familiarizando con la doctrina cristiana, y la fusión de la filosofía platónica con los dogmas revelados se iba formando en su mente. La ley que le condujo a este cambio de pensar ha sido frecuentemente mal interpretada en estos últimos años, y es lo bastante importante como para definirla con precisión. La soledad en Casicíaco hizo realidad un sueño anhelado desde hacía mucho tiempo. En sus libros "Contra los académicos", Agustín ha descrito la serenidad ideal de esta existencia, que sólo la estimula la pasión por la verdad. Completó la enseñanza de sus jóvenes amigos, ya con lecturas literarias en común, ya con conferencias fisosóficas, a las que a veces invitaba a Mónica y que, recopiladas por un secretario, han
proporcionado la base de los "Diálogos". Más adelante Licencio recordaría en sus "Cartas" esas deliciosas mañanas y atardeceres filosóficos en los que Agustín solía evolucionar los incidentes más corrientes en las más elevadas discusiones. Los tópicos favoritos de las conferencias eran la verdad, la certeza (Contra los académicos), la verdadera felicidad en la filosofía (De la vida feliz), el orden de la Providencia en el mundo y el problema del mal (De Ordine) y, por último, Dios y el alma (Soliloquios, Acerca de la inmortalidad del alma).

De aquí surge la curiosa pregunta planteada por los críticos modernos: ¿Era ya cristiano Agustín cuando escribió los "Diálogos" en Casicíaco? Hasta ahora, nadie lo había puesto en duda; los historiadores, basándose en las "Confesiones", habían creído todos que el doble objetivo de Agustín para retirarse a la quinta fue mejorar la salud y prepararse para el bautismo. Pero hoy en día ciertos críticos aseguran haber descubierto una oposición radical entre los "Diálogos" filosóficos que escribió en este retiro, y el estado del alma que describe en las "Confesiones". Según Harnack, cuando Agustín escribió las "Confesiones" tuvo que haber proyectado los sentimientos del obispo del año 400 en el ermitaño del año 386. Otros van más lejos y sostienen que el ermitaño de la quinta milanesa no podía haber sido cristiano de corazón, sino platónico; que la conversión en la escena del jardín no fue al cristianismo, sino a la filosofía; y que la fase genuinamente cristiana no comenzó hasta 390.

Pero esta interpretación de los "Diálogos" no encaja con los hechos ni con los textos. Se ha admitido que Agustín recibió el bautismo en la Pascua de 387; ¿a quién puede ocurrírsele que esta ceremonia careciera de sentido para él? Y, ¿cómo puede aceptarse que la escena en el jardín, el ejemplo de los ermitaños, la lectura de San Pablo, la conversión de Victorino, el éxtasis de Agustín al leer los Salmos con Mónica, todo esto fueran invenciones hechas después? Además, Agustín escribió la hermosa apología "Sobre la Santidad de la Iglesia Católica" en 388 ¿cómo puede concebirse que todavía no fuera cristiano en esa fecha? No obstante, para resolver el argumento lo único que hace falta es leer los propios "Diálogos". Ellos son ciertamente una obra puramente filosófica---tal como Agustín reconoce ingenuamente, una obra de juventud, además, no sin cierta pretensión (Confesiones, IX.4); sin embargo, contienen la historia completa de su formación cristiana.

Ya por el año 386, en la primera obra que escribió en Casicíaco nos revela el gran motivo subyacente de sus investigaciones. El objeto de su filosofía es respaldar la autoridad con la razón y, "para él, la gran autoridad, ésa que domina todas las demás y de la cual jamás deseaba desviarse, es la autoridad de Cristo"; y si ama a los platónicos es porque cuenta con encontrar entre ellos interpretaciones que siempre estén en armonía con su fe (Contra los académicos, III, c. X). Esta seguridad y confianza era excesiva, pero permanece evidente que el que habla en estos "Diálogos" es cristiano, no platónico. Nos revela los más íntimos detalles de su conversión, el argumento que lo convenció a él (la vida y conquistas de los Apóstoles), su progreso en la fe en la escuela de San Pablo (ibid., II,II), las deliciosas conferencias con sus amigos sobre la Divinidad de Jesucristo, las maravillosas transformaciones que la fe obró en su alma, incluso conquistando el orgullo intelectual que los estudios platónicos habían despertado en él (De la vida feliz), y por fin, la calma gradual de sus pasiones y la gran resolución de elegir la sabiduría como única compañera (Soliloquios, I, X).

Ahora es fácil apreciar en su justo valor la influencia del neoplatonismo sobre la mente del gran doctor africano. Sería imposible para cualquiera que haya leído las obras de San Agustín negar la existencia de dicha influencia, pero también sería exagerar enormemente esta influencia pretender que en algún momento sacrificó el Evangelio por Platón. El mismo crítico docto sabiamente concluye así su estudio: "Por lo tanto, San Agustín es francamente neoplatónico siempre y cuando esta filosofía esté de acuerdo con sus doctrinas religiosas; en el momento que surge una contradicción, no duda nunca en subordinar su filosofía a la religión, y la razón a la fe. Era ante todo cristiano; las cuestiones filosóficas que constantemente tenía en la cabeza iban siendo relegadas cada vez más a un segundo plano" (op. Cit., 155). Pero el método era peligroso; al buscar así armonía entre las dos doctrinas creyó, demasiado fácilmente, encontrar el cristianismo en Platón o el platonismo en el Evangelio. Más de una vez, en sus "Retractaciones" y en otros lugares, reconoce que no siempre ha evitado este peligro. Así, imaginó haber descubierto en el platonismo la doctrina completa del Verbo y el prólogo entero de San Juan. Asimismo, desmintió un gran número de teorías neoplatónicas que al principio lo habían conducido al error---la tesis cosmológica del alma universal, que hace del mundo un animal inmenso---las dudas platónicas sobre esa grave pregunta: ¿Hay un alma única para todo el universo o cada uno tiene un alma distinta? Pero, por otra parte, como Schaff observa muy adecuadamente (San Agustín, Nueva York, 1886, p. 51), siempre había reprochado a los platónicos el fueran ignorantes o que rechazaran los puntos fundamentales del cristianismo: "primero, el gran misterio, el la Encarnación del Verbo; y después, el amor, descansando sobre una base de humildad". También ignoran la gracia, dice, dando sublimes preceptos de moralidad sin ninguna ayuda para alcanzarlos.

Lo que Agustín perseguía con el bautismo cristiano era la gracia Divina. En el año 387, hacia principios de Cuaresma, fue a Milán y, con Adeodato y Alipio, ocupó su lugar entre los “competentes” y Ambrosio lo bautizó el día de Pascua Florida o, al menos, durante el tiempo Pascual. Es infundada la tradición que afirma que en esa ocasión el obispo y el neófito cantaron el Te Deum alternadamente. Sin embargo, esta leyenda ciertamente expresa la alegría de la Iglesia al recibir como hijo a aquel que sería su más ilustre doctor. Fue entonces cuando Agustín, Alipio, y Evodio decidieron retirarse en aislamiento a África. Agustín, no hay duda, permaneció en Milán hasta casi el otoño continuando sus obras: "Acerca de la inmortalidad del alma" y "Acerca de la música". En el otoño de 387 estaba a punto de embarcarse en Ostia cuando Santa Mónica fue llamada de esta vida. No hay páginas en toda la literatura que alberguen un sentimiento más exquisito que la historia de su santa muerte y del dolor de Agustín (Confesiones, IX). Agustín permaneció en Roma varios meses, principalmente ocupándose de refutar el maniqueísmo. Después de la muerte del tirano Máximo (agosto 388) navegó a África, y al cabo de una corta estancia en Cartago regresó a su nativa Tagaste. Al llegar allí, inmediatamente deseó poner en práctica su idea de una vida perfecta: comenzó por vender todos sus bienes y regaló las ganancias a los pobres. A continuación, él y sus amigos se retiraron a sus tierras, que ya no le pertenecían, para llevar una vida en común de pobreza, oración y estudio de las Escrituras. El libro de las "LXXXIII cuestiones" es el fruto de las conferencias celebradas en este retiro, en el que también escribió "De Genesi contra Manichaeos", "De Magistro", y "De Vera Religione."

Agustín no pensó en entrar al sacerdocio y, por miedo al episcopado, incluso huyó de las ciudades donde era necesaria una elección. Un día en Hippo Regius, donde lo había llamado un amigo cuya salvación del alma estaba en peligro, estaba orando en una iglesia cuando de repente la gente se agrupó a su alrededor aclamándole y rogando al obispo, Valerio, que lo elevara al sacerdocio. A pesar de sus lágrimas, Agustín se vio obligado a ceder a las súplicas y fue ordenado en 391. El nuevo sacerdote consideró esta ordenación un motivo más para volver a su vida religiosa en Tagaste, lo que Valerio aprobó tan categóricamente que puso cierta propiedad eclesiástica a disposición de Agustín, permitiendo así que estableciera un monasterio, el segundo que había fundado. Sus cinco años de ministerio sacerdotal fueron admirablemente fructíferos; Valerio le había rogado que predicara, a pesar de que en África existía la deplorable costumbre de reservar ese ministerio para los obispos. Agustín combatió la herejía, especialmente el maniqueísmo, y tuvo un éxito prodigioso. Fortunato, uno de sus grandes doctores al que Agustín había retado en conferencia pública, se sintió tan humillado al verse derrotado que huyó de Hipona. Agustín también abolió el abuso de celebrar banquetes en las capillas de los mártires. El 8 de octubre del año 393 tomó parte en el Concilio Plenario de África, presidido por San Aurelio, obispo de Cartago, y a petición de los obispos se vio obligado a dar un discurso que, en su forma completa, más tarde llegó a ser el tratado de "De Fide et symbolo."


Como obispo de Hipona (396-430)

Valerio, obispo de Hipona, debilitado por la vejez, obtuvo la autorización de San Aurelio, primado de
África, para asociar a Agustín con él, como coadjutor. Agustín se hubo de resignar a que Megalio, primado de Numidia, lo consagrara. Tenía entonces cuarenta y dos años y ocuparía la sede de Hipona durante treinta y cuatro. El nuevo obispo supo combinar bien el ejercicio de sus deberes pastorales con las austeridades de la vida religiosa y, aunque abandonó su convento, transformó su residencia episcopal en monasterio, donde vivió una vida en comunidad con sus clérigos, que se comprometieron a observar la pobreza religiosa. Lo que así fundó, ¿fue una orden de clérigos regulares o de monjes? Esta pregunta ha surgido con frecuencia, pero creemos que Agustín no se paró mucho a considerar estas distinciones. Fuera como fuere, la casa episcopal de Hipona se transformó en una verdadera cuna de inspiración que formó a los fundadores de los monasterios que pronto se extendieron por toda África, y a los obispos que ocuparon las sedes vecinas. San Posidio (Vita S. August., XXII) enumera diez de los amigos del santo y discípulos que fueron promovidos al episcopado. Fue así que Agustín ganó el título de patriarca de los religiosos y renovador de la vida del clero en África.

Pero, ante todo, él fue defensor de la verdad y pastor de las almas. Sus actividades doctrinales, cuya influencia estaba destinada a durar tanto como la Iglesia misma, fueron múltiples: predicaba con frecuencia, a veces cinco días consecutivos, y de sus sermones manaba tal espíritu de caridad que conquistó todos los corazones; escribió cartas que divulgaron sus soluciones a los problemas de la época por todo el mundo entonces conocido; dejó su espíritu grabado en diversos concilios africanos a los que asistió, por ejemplo, los de Cartago en 398, 401, 407, 419 y Mileve en 416 y 418; y por último, luchó infatigablemente contra todos los errores. Describir estas luchas sería interminable; por tanto, seleccionaremos solamente las principales controversias y en cada una indicaremos cuál fue la postura doctrinal del gran obispo de Hipona.


La controversia maniquea y el problema del mal

Después de ser consagrado obispo, el celo que Agustín había demostrado desde su bautismo en acercar a sus antiguos correligionarios a la verdadera Iglesia tomó una forma más paternal, sin llegar a perder el prístino ardor -"dejad que se encolericen contra nosotros aquellos que desconocen cuán amargo es el precio de obtener la verdad… En cuanto a mí, os mostraría la misma indulgencia que mis hermanos mostraron conmigo cuando yo erraba ciego por vuestras doctrinas" (Contra Epistolam Fundamenti, III). Entre los
acontecimientos más memorables ocurridos durante esta controversia, cuenta la gran victoria que en 404 obtuvo sobre Félix, uno de los "elegidos" de los maniqueos y gran doctor de la secta. Estaba propagando sus errores en Hipona, y Agustín le invitó a una conferencia pública cuyo tema necesariamente causaría un gran revuelo; Félix se declaró derrotado, abrazó la fe y, junto con Agustín, suscribió las actas de la conferencia. Agustín, en sus escritos, refutó sucesivamente a Mani (397), al famoso Fausto (400), a Secundino (405), y (alrededor de 415) a los fatalistas priscilianistas a quien Paulo Orosio había denunciado. Estos escritos contienen la opinión clara e incuestionable del santo sobre el eterno problema del mal, pensamiento basado en un optimismo que proclama, igual que los platónicos, que toda obra de Dios es buena y la única fuente del mal moral es la libertad de las criaturas (De Civitate Dei, XIX.13.2). Agustín defiende el libre albedrío, incluso en el hombre como es, con tal ardor que sus obras contra los maniqueos son una inagotable reserva de argumentos en esta controversia todavía en debate.

Los jansenistas han sostenido en vano que Agustín era inconscientemente pelagiano, y que después reconoció la pérdida de la libertad por el pecado de Adán. Los críticos modernos, sin duda desconocedores del complicado sistema del santo y de su peculiar terminología, han ido mucho más lejos. En la "Revue d'histoire et de littérature religieuses" (1899, p. 447), M. Margival muestra a San Agustín como la víctima del pesimismo metafísico absorbido inconscientemente de las doctrinas maniqueas. "Nunca" dice, "la idea oriental de la necesidad y la eternidad del mal, ha tenido un defensor más celoso que este obispo". Nada es más opuesto a los hechos. Agustín reconoce que todavía no había comprendido cómo la primera inclinación buena de la voluntad es un don de Dios (Retractaciones, I, XXIII, n, 3); pero hay que recordar que nunca se retractó de sus principales teorías sobre el libre albedrío y nunca modificó su opinión sobre lo que constituye la condición esencial, es decir, la plena potestad de elegir o de decidir. ¿Quién se atrevería a decir que cuando revisó sus propios escritos le faltó claridad de percepción o sinceridad en un punto tan importante?


La controversia donatista y la teoría de la Iglesia

El cisma donatista fue el último episodio en las controversias montanista y novaciana que habían agitado la Iglesia desde el siglo II. Mientras en Oriente se discutían aspectos variados del problema Divino y Cristológico del Verbo, Occidente, debido sin duda a su genio más práctico, se ocupó del problema moral del pecado en todas sus formas. El dilema general era la santidad de la Iglesia; ¿Podía ser perdonado el pecador y dejar que continuara en su seno? En África, el dilema concernía especialmente a la santidad de la jerarquía. Los obispos de Numidia, que en el año 312 habían rehusado aceptar como válida la consagración de Ceciliano, obispo de Cartago, de manos de un traidor (traditor), habían introducido el cisma, y al mismo tiempo propusieron estas graves preguntas: ¿dependen los poderes jerárquicos del mérito moral del sacerdote? ¿cómo puede la santidad de la Iglesia ser compatible con la indignidad de sus ministros?

Cuando Agustín llegó a Hipona, el cisma ya había alcanzado enormes proporciones y se había identificado con tendencias políticas---quizás con un movimiento nacional contra la dominación romana. De todas formas, es fácil descubrir en él una oculta corriente de venganza antisocial que los emperadores tuvieron que combatir con leyes estrictas. La extraña secta conocida por "Soldados de Cristo", y llamada por los católicos circumcelliones (bandoleros, vagabundos), era semejante a las sectas revolucionarias de la Edad Media en un momento de destrucción fanática---hecho que no debe perderse de vista si se va a apreciar debidamente la severa legislación de los emperadores.

La historia de las luchas de Agustín contra los donatistas también es la de su cambio de opinión en cuanto a las rigurosas medidas a emplear contra los herejes; y la Iglesia Africana, de cuyos concilios él había sido el alma, siguió su ejemplo. Este cambio de posición lo atestigua solemnemente el mismo obispo de Hipona, especialmente en sus Cartas, (93), (en el año 408). Al principio buscó restablecer la unidad por medio de conferencias y amistosas discusiones. Inspiró varias medidas conciliadoras en los Concilios de África, y envió embajadores a los donatistas invitándolos a reintegrarse a la Iglesia o, al menos, apremiándolos a que enviaran diputados a una conferencia (403). Al principio los donatistas respondieron con silencio, después con insultos, y por último con una violencia tal que Posidio, obispo de Calamet, amigo de Agustín, tuvo que huir para librarse de la muerte, el obispo de Bagaïa quedó cubierto con horribles heridas, y el mismísimo obispo de Hipona sufrió varios atentados contra su vida (Carta 88 a Januario, el obispo donatista). Esta locura de los circumceliones exigía una represión dura y Agustín, siendo testigo de las muchas conversiones que surgieron de todo esto, aprobó a partir de entonces unas rígidas leyes. No obstante, hay que señalar esta importante salvedad: San Agustín jamás deseó que la herejía se castigara con la muerte---Vos rogamos ne occicatis (Epístola l00, al procónsul Donato). Pero los obispos aún favorecían una conferencia con los cismáticos, y en 410 Honorio proclamó un edicto que puso fin a la negativa donatista. En junio de 411 tuvo lugar una conferencia solemne en Cartago, en presencia de 279 obispos donatistas y 286 católicos. Los portavoces de los donatistas eran Petiliano de Constantinopla, Primiano de Cartago, y Emérito de Cesarea; los oradores católicos eran Aurelio y Agustín. En cuanto a la cuestión histórica que entonces se debatía, el obispo de Hipona demostró la inocencia de Ceciliano y de su consagrante Félix; y en el debate dogmático estableció la tesis católica de que mientras la Iglesia esté en la tierra puede, sin perder su santidad, tolerar bajo su palio a los pecadores a fin de convertirlos. En nombre del emperador, el procónsul Marcelino sancionó la victoria de los católicos en todos los puntos. Poco a poco el donatismo fue decayendo hasta desaparecer con la llegada de los vándalos.

Agustín desarrolló su teoría de la Iglesia tan amplia y magníficamente que, según Specht, "merece que se le llame el Doctor de la Iglesia además de "Doctor de la Gracia"; y Möhler (Dogmatik, 351) no tuvo miedo de escribir: "Desde los tiempos de San Pablo, no se ha escrito nada sobre la Iglesia que tenga la profundidad de sentimiento y la fuerza de concepto comparable a las obras de San Agustín". Corrigió, perfeccionó e incluso superó las hermosas páginas de San Cipriano de Cartago sobre la institución divina de la Iglesia, su autoridad, sus marcas esenciales y su misión en la distribución de la gracia y administración de los Sacramentos. Los críticos protestantes, Dorner, Bindemann, Böhringer y especialmente Reuter, proclaman bien alto, e incluso a veces exageran, este papel que desempeñó el doctor de Hipona; y si bien Harnack no concuerda completamente con ellos en todos los aspectos, no duda en decir (Historia del Dogma, II, c., III): "Es uno de los puntos en los que Agustín especialmente afirma y vigoriza la idea católica… Fue el primero [!] en transformar la autoridad de la Iglesia en una potencia religiosa, y en conferir a la religión práctica el don de doctrina de la Iglesia". No fue el primero, pues Dorner reconoce (Agustinus, 88) que San Optato de Mileve ya había expuesto la base de la mismas doctrinas. Sin embargo Agustín profundizó, sistematizó y completó las ideas de San Cipriano y Optato; pero aquí es imposible meterse en más detalles. (Véase Specht, Die Lehre von der Kirche nach dem hl. Augustinus, Paderborn, 1892.)


La Controversia Pelagiana y el Doctor de la Gracia

El final de la lucha contra los donatistas casi coincidió con los comienzos de una gravísima disputa teológica que no sólo iba a exigir la plena atención de Agustín hasta el momento de su muerte, sino que también se convertiría en un eterno problema para los individuos y para la Iglesia. Más adelante nos extenderemos en el sistema de Agustín; aquí sólo necesitamos señalar las fases de la controversia. África, donde Pelagio y su discípulo Celestio habían buscado refugio después de la toma de Roma por Alarico, fue el centro principal de los primeros desórdenes pelagianos; ya en 412 un concilio celebrado en Cartago condenó a los pelagianos por sus ataques a la doctrina del pecado original. Entre otros libros que Agustín escribió en contra de ellos estaba el famoso "De naturâ et gratiâ", gracias al cual los concilios celebrados más tarde en Cartago y Mileve confirmaron la condena a estos innovadores que habían conseguido engañar a un sínodo reunido en Diospolis en Palestina, condena que fue reiterada después por el Papa San Inocencio I (417). Un segundo período de intrigas pelagianas se suscitó en Roma, pero el Papa San Zósimo, a quien las estratagemas de Celestio tuvieron momentáneamente cegado hasta que Agustín le hizo abrir los ojos, pronunció la solemne condena de estos herejes en 418. A partir de entonces el combate se hizo por escrito contra Julián de Eclana, que asumió el liderazgo del partido y atacó violentamente a Agustín.

Hacia 426 se unió a las listas una escuela que después se llamó semipelagiana, sus primeros miembros eran monjes de Adrumetum en África, a los que siguieron otros de Marsella, dirigidos por Casiano, el famoso abad de San Víctor. Sin poder admitir la absoluta gratuidad de la predestinación, buscaron un punto medio entre San Agustín y Pelagio, y sostenían que la gracia se debe otorgar a aquellos que la merezcan y negarla a los demás; por lo tanto, la buena voluntad tiene precedencia, pues desea, pide y Dios recompensa. Cuando Tiro Próspero de Aquitania le informó sobre estas ideas, una vez más, el santo doctor expuso en "De Prædestinatione Sanctorum" cómo incluso estos primeros deseos de salvación existen en nosotros debido a la gracia de Dios, lo que por tanto controla absolutamente nuestra predestinación.


Luchas contra el Arrianismo y los últimos años

San Agustín y Santa Mónica
En 426, el santo obispo de Hipona a los setenta y dos años de edad, deseando ahorrar a su ciudad episcopal la agitación de una elección después de su muerte, hizo que tanto el pueblo como el clero aclamaran la elección del diácono Heraclio como auxiliar y sucesor suyo, y le transfirió la administración de materias externas. Agustín podría haber disfrutado de algo de descanso (427) si no hubiera sido por la agitación en África debido a la inmerecida desgracia y a la revuelta del conde Bonifacio. Los ostrogodos, enviados por la emperadora Placidia para oponerse a Bonifacio, y los vándalos, a quienes llamó después en su ayuda, eran todos arrianos. Maximino, un obispo arriano, entró en Hipona con las tropas imperiales. El santo doctor defendió la fe en una conferencia pública (428) y en varios escritos. Profundamente apenado por la devastación de África, se afanó por conseguir una reconciliación entre el conde Bonifacio y la emperatriz. Efectivamente la paz volvió a establecerse, pero no con Genseric, el rey vándalo. Vencido
Bonifacio, buscó refugio en Hipona, donde muchos obispos ya habían huído en busca de protección y esta ciudad bien fortificada iba a padecer los horrores de dieciocho meses de asedio. Con gran esfuerzo por controlar su angustia, Agustín continuó refutando a Julián de Eclana pero cuando comenzó el asedio fue víctima de lo que resultó ser una enfermedad mortal, y al cabo de tres meses de admirable paciencia y ferviente oración, partió de esta tierra de exilio el 28 de agosto de 430, en el año septuagésimo octavo año de su vida.

Fuente: Portalié, Eugène. "Life of St. Augustine of Hippo." The Catholic Encyclopedia. Vol. 2. New York: Robert Appleton Company, 1907.

Traducido por Roxana S. Gahan. L H M

Selección de imágenes: José Gálvez Krüger

miércoles, 27 de agosto de 2014

Santa Mónica


La Iglesia venera a Santa Mónica, esposa y viuda. Su único hijo fue San Agustín, doctor de la Iglesia. Su ejemplo y oraciones por su hijo fueron decisivas. El mismo San Agustín escribe en sus Confesiones: "Ella me engendró sea con su carne para que viniera a la luz del tiempo, sea con su corazón, para que naciera a la luz de la eternidad"  Por su parte, San Agustín es la principal fuente sobre la vida de Santa Mónica, en especial sus Confesiones, lib. IX.

Mónica nació en Africa del Norte, probablemente en Tagaste, a cien kilómetros de Cartago, en el año 332.

Sus padres, que eran cristianos, confiaron la educación de la niña a una institutriz muy estricta. No les permitía beber agua entre comidas para así enseñarles a dominar sus deseos. Mas tarde Mónica hizo caso omiso de aquel entrenamiento y cuando debía traer vino de la bodega tomaba a escondidas. Cierto día un esclavo que la había visto beber y con quien Mónica tuvo un altercado, la llamó "borracha". La joven sintió tal vergüenza, que no volvió a ceder jamás a la tentación. A lo que parece, desde el día de su bautismo, que tuvo lugar poco después de aquel incidente, llevó una vida ejemplar en todos sentidos.

Cuando llegó a la edad de contraer matrimonio, sus padres la casaron con un ciudadano de Tagaste, llamado Patricio. Era éste un pagano que no carecía de cualidades, pero era de temperamento muy violento y vida disoluta. Mónica le perdonó muchas cosas y lo soportó con la paciencia de un carácter fuerte y bien disciplinado. Por su parte, Patricio, aunque criticaba la piedad de su esposa y su liberalidad para con los pobres, la respetó y, ni en sus peores explosiones de cólera, levantó la mano contra ella.

Mónica explicó su sabiduría sobre la convivencia en el hogar: "Es que cuando mi esposo está de mal genio, yo me esfuerzo por estar de buen genio. Cuando el grita, yo me callo. Y como para pelear se necesitan dos, y yo no acepto la pelea, pues… no peleamos". Esta fórmula se ha hecho célebre en el mundo y ha servido a millones de mujeres para mantener la paz en casa.

Mónica recomendaba a otras mujeres casadas, que se quejaban de la conducta de sus maridos, que cuidasen de dominar la lengua por ser esta causante en gran parte de los problemas en la casa.  Mónica, por su parte, con su ejemplo y oraciones, logró convertir al cristianismo, no sólo a su esposo, sino también a su suegra, mujer de carácter difícil, cuya presencia constante en el hogar de su hijo había dificultado aún más la vida de Mónica. Patricio murió santamente en 371, al año siguiente de su bautismo.

Tres de sus hijos habían sobrevivido, Agustín, Navigio, y una hija cuyo nombre ignoramos.  Agustín era extraordinariamente inteligente, por lo que habían decidido darle la mejor educación posible. Pero el carácter caprichoso, egoísta e indolente del joven haba hecho sufrir mucho a su madre. Agustín había sido catecúmeno en la adolescencia y, durante una enfermedad que le había puesto a las puertas de la muerte, estuvo a punto de recibir el bautismo; pero al recuperar rápidamente la salud, propuso el cumplimiento de sus buenos propósitos. Cuando murió su padre, Agustín tenía diecisiete años y estudiaba retórica en Cartago. Dos años más tarde, Mónica tuvo la enorme pena de saber que su hijo llevaba una vida disoluta y
había abrazado la herejía maniquea. Cuando Agustín volvió a Tagaste, Mónica le cerró las puertas de su casa, durante algún tiempo, para no oír las blasfemias del joven. Pero una consoladora visión que tuvo, la hizo tratar menos severamente a su hijo. Soñó, en efecto, que se hallaba en el bosque, llorando la caída de Agustín, cuando se le acercó un personaje resplandeciente y le preguntó la causa de su pena. Después de escucharla, le dijo que secase sus lágrimas y añadió: "Tu hijo está contigo". Mónica volvió los ojos hacia el sitio que le señalaba y vio a Agustín a su lado. Cuando Mónica contó a Agustín el sueño, el joven respondió con desenvoltura que Mónica no tenía más que renunciar al cristianismo para estar con él; pero la santa respondió al punto: "No se me dijo que yo estaba contigo, sino que tú estabas conmigo".

Esta hábil respuesta impresionó mucho a Agustín, quien más tarde la consideraba como una inspiración del cielo. La escena que acabamos de narrar, tuvo lugar hacia fines del año 337, es decir, casi nueve años antes de la conversión de Agustín. En todo ese tiempo, Mónica no dejó de orar y llorar por su hijo, de ayunar y velar, de rogar a los miembros del clero que discutiesen con él, por más que éstos le aseguraban que era inútil hacerlo, dadas las disposiciones de Agustín. Un obispo, que había sido maniqueo, respondió sabiamente a las súplicas de Mónica: "Vuestro hijo está actualmente obstinado en el error, pero ya vendrá la hora de Dios". Como Mónica siguiese insistiendo, el obispo pronunció las famosas palabras: "Estad tranquila, es imposible que se pierda el hijo de tantas lágrimas". La respuesta del obispo y el recuerdo de la visión eran el único consuelo de Mónica, pues Agustín no daba la menor señal de arrepentimiento.

Cuando tenía veintinueve años, el joven decidió ir a Roma a enseñar la retórica. Aunque Mónica se opuso al plan, pues temía que no hiciese sino retardar la conversión de su hijo, estaba dispuesta a acompañarle si era necesario. Fue con él al puerto en que iba a embarcarse; pero Agustín, que estaba determinado a partir solo, recurrió a una vil estratagema. Fingiendo que iba simplemente a despedir a un amigo, dejó a su madre orando en la iglesia de San Cipriano y se embarcó sin ella. Más tarde, escribió en las "Confesiones": "Me atreví a engañarla, precisamente cuando ella lloraba y oraba por mí". Muy afligida por la conducta de su hijo, Mónica no dejó por ello de embarcarse para Roma; pero al llegar a esa ciudad, se enteró de que Agustín había partido ya para Milán. En Milán conoció Agustín al gran obispo San Ambrosio. Cuando Mónica llegó a Milán, tuvo el indecible consuelo de oír de boca de su hijo que había renunciado al maniqueísmo, aunque todavía no abrazaba el cristianismo. La santa, llena de confianza, pensó que lo haría, sin duda, antes de que ella muriese.

En San Ambrosio, por quien sentía la gratitud que se puede imaginar, Mónica encontró a un verdadero padre. Siguió fielmente sus consejos, abandonó algunas prácticas a las que estaba acostumbrada, como la de llevar vino, legumbres y pan a las tumbas de los mártires; había empezado a hacerlo así, en Milán, como lo hacía antes en Africa; pero en cuanto supo que San Ambrosio lo haba prohibido porque daba lugar a algunos excesos y recordaba las "parentalia" paganas, renunció a las costumbres. San Agustín hace notar que tal vez no hubiese cedido tan fácilmente de no haberse tratado de San Ambrosio. En Tagaste Mónica observaba el ayuno del sábado, como se acostumbraba en Africa y en Roma. Viendo que la práctica de Milán era diferente, pidió a Agustín que preguntase a San Ambrosio lo que debía hacer. La respuesta del santo ha sido incorporada al derecho canónico: "Cuando estoy aquí no ayuno los sábados; en cambio, ayuno los sábados cuando estoy en Roma. Haz lo mismo y atente siempre a la costumbre de la iglesia del sitio en que te halles". Por su parte, San Ambrosio tenía a Mónica en gran estima y no se cansaba de alabarla ante su hijo. Lo mismo en Milán que en Tagaste, Mónica se contaba entre las más devotas cristianas; cuando la reina madre, Justina, empezó a perseguir a San Ambrosio, Mónica fue una de las que hicieron largas vigilias por la paz del obispo y se mostró pronta a morir por él.

Finalmente, en agosto del año 386, llegó el ansiado momento en que Agustín anunció su completa conversión al catolicismo. Desde algún tiempo antes, Mónica había tratado de arreglarle un matrimonio conveniente, pero Agustín declaró que pensaba permanecer célibe toda su vida. Durante las vacaciones de la época de la cosecha, se retiró con su madre y algunos amigos a la casa de verano de uno de ellos, que se
llamaba Verecundo, en Casiciaco. El santo ha dejado escrita en sus "confesiones" algunas de las conversaciones espirituales y filosóficas en que pasó el tiempo de su preparación para el bautismo. Mónica tomaba parte en esas conversaciones, en las que demostraba extraordinaria penetración y buen juicio y un conocimiento poco común de la Sagrada Escritura. En la Pascua del año 387, San Ambrosio bautizó a San Agustín y a varios de sus amigos. El grupo decidió partir al Africa y con ese propósito, los catecúmenos se trasladaron a Ostia, a esperar un barco. Pero ahí se quedaron, porque la vida de Mónica tocaba a su fin, aunque sólo ella lo sabía. Poco antes de su última enfermedad, había dicho a Agustín: "Hijo, ya nada de este mundo me deleita. Ya no sé cual es mi misión en la tierra ni por qué me deja Dios vivir, pues todas mis esperanzas han sido colmadas. Mi único deseo era vivir hasta verte católico e hijo de Dios. Dios me ha concedido más de lo que yo le había pedido, ahora que has renunciado a la felicidad terrena y te has consagrado a su servicio".

En Ostia se registran los últimos coloquios entre madre e hijo, de los que podemos deducir la gran nobleza de alma de esta incomparable mujer, de no común inteligencia ya que podía intercambiar pensamientos tan elevados con Agustín: "Sucedió, escribe en el capítulo noveno de las Confesiones, que ella y yo nos encontramos solos, apoyados en la ventana, que daba hacia el jardín interno de la casa en donde nos hospedábamos, en Ostia. Hablábamos entre nosotros, con infinita dulzura, olvidando el pasado y lanzándonos hacia el futuro, y buscábamos juntos, en presencia de la verdad, cual sería la eterna vida de los santos, vida que ni ojo vio ni oído oyó, y que nunca penetró en el corazón del hombre".

Lo último que pidió a sus dos hijos fue que no se olvidaran de rezar por el descanso de su alma.

Mónica había querido que la enterrasen junto a su esposo. Por eso, un día en que hablaba con entusiasmo de la felicidad de acercarse a la muerte, alguien le preguntó si no le daba pena pensar que sería sepultada tan lejos de su patria. La santa replicó: "No hay sitio que esté lejos de Dios, de suerte que no tengo por qué temer que Dios no encuentre mi cuerpo para resucitarlo". Cinco días más tarde, cayó gravemente enferma. Al cabo de nueve días de sufrimientos, fue a recibir el premio celestial, a los cincuenta y cinco años de edad. Era el año 387. Agustín le cerró los ojos y contuvo sus lágrimas y las de su hijo Adeodato, pues consideraba como una ofensa llorar por quien había muerto tan santamente. Pero, en cuanto se halló solo y se puso a reflexionar sobre el cariño de su madre, lloró amargamente. El santo escribió: "Si alguien me critica por haber llorado menos de una hora a la madre que lloró muchos años para obtener que yo me consagre a Ti, Señor, no permitas que se burle de mí; y, si es un hombre caritativo, haz que me ayude a llorar mis pecados en Tu presencia". En las "Confesiones", Agustín pide a los lectores que rueguen por Mónica y Patricio. Pero en realidad, son los fieles los que se han encomendado, desde hace muchos siglos, a las oraciones de Mónica, patrona de las mujeres casadas y modelo de las madres cristianas.

Se cree que las reliquias de la santa se conservan en la iglesia de S. Agostino.

Bibliografía
Butler, Vidas de los Santos.
Sálesman, Eliecer, Vidas de Santos  # 3

Fuente:
http://www.corazones.org

lunes, 7 de abril de 2014

Vete y no Peques Más

Dura fue la historia de la mujer adúltera. Su historia es la de una mujer débil situada en medio de una conspiración contra Jesús. Ella era pecadora sin género de dudas, pero el problema que se pretende plantear a Jesús es de mucho más calado: los escribas y fariseos buscan un pretexto para derrotar a Jesús, sorprenderle en una situación sin salida y humillarle como un falso Maestro o rechazarle como un falso Mesías.

Los evangelios lo narran así: Los escribas y fariseos trajeron una mujer sorprendida en adulterio y poniéndola en medio le dijeron: Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio? Moisés en la Ley nos mandó la pidar a éstas: ¿tú qué dices? Juan aclara lo que por otra parte parece patente ésto lo decían tentándole, para tener de qué acusarle[368].

La situación es un poco ridícula, pues si habían sorprendido a aquella mujer en un delito y sabían cual era la pena ¿por qué no aplican ellos mismos el castigo que tan bien conocen?. Dos detalles muestran su malicia y su hipocresía: llaman Maestro a Jesús cuando sólo buscan destruir su magisterio, y añaden al delito de la mujer el adjetivo de flagrante, aparentando que sólo buscan la justicia.

El libro del Levítico dice: si adultera un hombre con la mujer de su prójimo, hombre y mujer adúlteros serán castigados con la muerte[369]; y el Deuteronomio añade que los llevaréis a los dos a las puertas de la ciudad y los lapidaréis hasta matarlos[370]. Estas eran la penas establecidas por la Ley.

Sorprende que sólo la mujer esté detenida y no se diga nada del hombre, ya que si el adulterio es flagrante es fácil que hubiesen detenido a los dos. Cabe pensar en una estratagema preparada para sorprender a Jesús en la que la mujer es víctima -aunque fuese culpable- de un complot. La realidad era que estas penas tan duras previstas por la Ley no se solían aplicar, pero contradecirlas equivalía a ir contra la palabra y la voluntad de Dios. Por otra parte el Maestro perdonaba una y otra vez, como se ve en el caso de la Magdalena pecadora pública, y es de suponer que lo mismo ocurriría en muchos otros casos. El pueblo veía a Jesús con un corazón y unos hechos misericordiosos y le querría por ello; si Jesús consiente en la lapidación desaparecería esta atracción amable ante los ojos de los sencillos. Negar la lapidación le convertiría en negador de la Ley. La trampa parecía perfecta y sin escapatoria, igual se contradecía a sí mismo con un sí que con un no.

La mujer debía estar destrozada ante los ojos de todo aquel grupo. De un lado los fariseos y los escribas que se irían creciendo en sus acusaciones ante el silencio de Jesús, como si se dijesen: "ya le hemos vencido" o "no sabe que hacer, gritemos más". Oiría aquellas voces que unidas a las de su conciencia la llenaría de temor y angustia. No se incurre en el adulterio de repente y por sorpresa. Su pecado sería un deslizamiento paulatino, hasta que la impureza la ciega y cede a su debilidad y a la solicitud del adúltero con el que cayó. O era infiel a su marido o pecaba con un hombre casado. En ambos casos la gravedad del pecado impuro es mayor y más premeditado. No cabe invocar una fragilidad momentánea, sino que se advierte una advertencia bastante clara y una voluntariedad decidida. Es cierto que ante la violencia de la tentación el pecador invoca excusas variadas: que si lo hace por amor, que si su marido no la comprende o la trata mal, o la piedad por aquel que quiere estar con ella. Lo cierto es que la situación es enormemente vergonzosa.

Siempre la impureza lo es, pero ser sorprendido y ser juzgado en público sería una situación realmente embarazosa. A la vista de todos, la mujer estaría destrozada. Muchos ojos la perforaban con aparente fervor por la justicia. ¿Qué haría el Maestro? Ella se da cuenta de que no hay salida. ¡Qué loca he sido! Fragilidad, tontería, amor; ahora ¡qué mas da! el placer es efímero, sólo quedan las consecuencias.¡Qué loca he sido! Y no se atrevería a mirar a ningún sitio, estaría acurrucuda, con los ojos en el suelo, esperando la sentencia que ya antes había dictado su misma conciencia.

Poco les importaba a los fariseos y a los escribas la situación de la mujer. Era un instrumento para poner un cerco a Jesús, y nada más. El silencio de Jesús es inesperado, pues inclinándose, escribía con el dedo en la tierra[371]. No mira a nadie, parece hacerse el desentendido. Pero en realidad está preparando un juicio severísimo sobre aquellos hipócritas que insistían en preguntarle. Aquellos hombres no les importa manipular las personas ni la verdad. Jesús les enfrentará con su propia conciencia en el momento más oportuno.

Antes de pasar a la sorprendente respuesta de Jesús conviene reflexionar sobre algo muy de nuestro tiempo: la manipulación del escándalo. Algunos se convierten en jueces y procuran sacar a la luz pública escándalos con verdad o sin ella. Unas veces es por la morbosidad de las cuestiones que venden y así extraer unos beneficios; otras para hundir personas aireando sus defectos privados; otras falseando la verdad y propalando calumnias y difamaciones que manchan el honor y la fama de sus víctimas. Son auténticos negociadores de la sospecha [372]. Se crea así un clima malsano de mentira y deformación. Se juega con las personas y con su intimidad, unas veces por dinero, otras por juegos políticos, otras por motivos ideológicos o religiosos. El lema puede ser "todo vale" y cuanto mejor revestido de bondad esté, mejor. ¿Y las personas? No importan, solo cuenta el provecho que se pueda sacar de aquel escándalo, o de aquella mumuración, o de aqella calumnia.

Este el caso de aquellos acusadores de la mujer adúltera, aunque en este caso no fuese calumnia sino verdad. Jesús irá al fondo de la cuestión, con su respuesta quedará claro que ellos no buscan la verdad y la justicia sino hacer daño Jesús, aun a costa de hundir a aquella mujer o matarla.

Pero como ellos insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo: el que de vosotros esté sin pecado que tire la primera piedra.[373].

Jesús pide que juzguen ellos, o mejor que juzgue el inocente.“El dilema que se planteaba era legal, pero después de la apelación de Jesucristo -quien tenía derecho para hacer que se ejecute la sentencia-, el juicio se suspende legalmente por falta de jueces”[374]

Jesús al levantarse les miraría uno a uno. Dura debió ser la mirada del Señor. Llegaría hasta lo más hondo de su conciencia. Sería como decirles: Hablemos claro, digámoslo todo, empezando por vuestros pecados, ¿queréis un juicio público? Pues tengámoslo.

La conmoción debió ser grande. Jesús pasa de una cuestión legal a una cuestión de conciencia. No es difícil imaginar su mirada indignada ante los aparentes defensores de la justicia. El evangelista señala que al oírle, se iban marchando uno tras otro, comenzando por los más viejos. Con su palabra se disuelve el grupo. Aunque sigan en un primer momento juntos, cada uno es colocado ante su conciencia, sin excusas ni tapujos. La mirada de Jesús iría a los más insistentes y sin palabras les haría saber que conocía sus obras; si alguno se hubiese atrevido a hablar, o a arrojar la primera piedra, le hubiera detenido con la enumeración de pecados que le hacían más reo de pena que la mujer. El detalle de la marchar de los más viejos en primer lugar es significativo; quizá lo hicieron así porque tenían más pecados, o porque se dan más cuenta de que Jesús es muy capaz de ponerlos en evidencia ante todos. Al ver marchar a los demás cada uno pensaría en su vida y no estaría dispuesto a ser sujeto de un juicio público. ¡Qué distintas hubiesen sido las cosas si se hubiesen decidido a ser limpios en conciencia ante Dios!

La respuesta de Jesús se adaptaba plenamente a la Ley que indicaba que los testigos del delito tenían que arrojar las primeras piedras[375]. San Agustín comenta así la respuesta del Señor Mirad que respuesta tan llena de justicia, de mansedumbre y de verdad. ¡Oh verdadera contestación de la Sabiduría! Lo habéis oído: Cúmplase la Ley, que sea apedreada la adúltera. Pero ¿cómo pueden cumplir la Ley y castigar a aquella mujer unos pecadores? Mírese cada uno a sí mismo, entre en su interior y póngase en presencia del tribunal de su corazón y de su conciencia, y se verá obligado a a confesarse pecador. Sufra el castigo aquella pecadora, pero no por manos de pecadores; ejecútese la Ley, pero no por sus trasgresores [376]. Eran testigos, pero no podían ser jueces, porque también eran pecadores[377]

Juan concluye la escena diciendo: y quedó sólo Jesús y la mujer, de pie, en medio. Jesús se incorporó y le dijo: Mujer ¿donde están? ¿Ninguno te ha condenado? Ella respondió: Ninguno, Señor. Díjole Jesús. Tampoco yo te condeno; vete y dese ahora no peques más[378].

Jesús siendo el Justo no condena; en cambio aquéllos, siendo pecadores, dictan sentencia de muerte. San Agustín comenta así la escena: Sólo dos quedan allí: la miserable y la Misericordia. Y el Señor, después de haber clavado el dardo de su justicia en el corazón de los judíos, ni se digna siquiera mirar cómo van desapareciendo, sino que aparte de ellos su vista y vuelve otra vez a escribir en la tierra. Cuando se marcharon todos y quedó sola la mujer, levantó los ojos y los fijó en ella. Ya hemos oído la voz de la justicia:oigamos también la voz de la mansedumbre. ¡Qué aterrada debió de quedar aquella mujer cuando oyó decir al Señor" "el que de vosotros esté sin pecado, que lance la piedra el primera", porque temía ser castigada por Aquel en el que no podía hallarse pecado alguno. Más el que había alejado de sí a sus enemigos con las palabras de la justicia, mirándola con ojos de misericordia, le pregunta: ¿Ninguno te ha condenado" contesta ella: "Ninguno, Señor". Y El: Ni yo mismo te condeno; yo mismo de quien temiste tal vez ser castigada, porque en mí no hallaste pecado alguno. "Tampoco yo te condeno". Señor, ¿qué es esto? ¿Favoreces tú a los pecadores? Claro que no. Mira lo que sigue: Vete y desde ahora no peques más. Por tanto dió sentencia de condenación contra el pecado, no contra la mujer [379].

Vete y no peques más. Así despide el Señor a aquella mujer acosada. La deja marchar, pero le recuerda la gravedad de su pecado, y que si no lucha puede volver a reincidir. A la Magdalena -pecadora arrepentida – le dice: Vete en paz, porque se arrepintió libremente. Sólo puede marchar en paz quien acudió arrepentido. La mujer adultera acudió forzada y utilizada por un grupo de hombres con la conciencia deformada. Jesús aprovecha la maldad de aquellos hombres para intentar que vuelva a la vida recta una persona pecadora. Una lección más podemos aprender: sacar de los males bienes, y de los grandes males, grandes bienes. La adúltera tiene la opotunidad de aprovechar sus errores y los de sus perseguidores en una conversión fruto de un encuentro con Jesús de lo más sorprendente.

Pbro. Dr. Enrique Cases




[368] Jn 8,3-6
[369] Lev 20,10
[370] Deut 22,24
[371] Jn 8,6
[372] Beato Josemaría Escrivá. Es Cristo que pasa n.69
[373] Jn 8,7-8
[374] Carlos Pujol. Gente de la Biblia. La mujer adúltera
[375] Cfr Deut 17,7
[376] San Agustín. Tratado sobre el evangelio de San Juan. 33,5
[377] Sagrada Biblia. Universidad de Navarra. comentario in loc
[378] Jn 8,9-11
[379] San Agustín. Tratado sobre el evangelio de San Juan, 33,5-6

Fuente:
http://www.encuentra.com

martes, 4 de febrero de 2014

Pecado

Naturaleza del Pecado

Dado que el pecado es un mal moral, es necesario en primer lugar determinar qué entendemos por mal y particularmente por mal moral. El Mal, es definido por Santo Tomás (De malo, 2:2) como una privación de forma u orden o de medida debida. En el orden físico, una cosa es buena en la proporción que posee entidad. Solo Dios es esencialmente ser y Solo El es bien esencial y perfecto.

Todo lo demás posee entidad pero limitada y, en la medida que posee entidad, es bueno. Cuando tiene su debida proporción de forma, orden y medida es, en su propio orden y grado, bueno. El Mal implica una deficiencia en la perfección, por lo tanto, no puede existir en Dios, quien es esencialmente y por naturaleza, bueno; sólo se encuentra en seres finitos los cuales, debido a sus orígenes de la nada, son sujetos a la privación de forma u orden o debida medida y, por la oposición que encuentran, son sujetos a un aumento o disminución de la perfección que tienen: "en sentido amplio, el mal puede ser descrito como la suma de oposición, la cual la experiencia demuestra que existe en el universo, en los deseos y necesidades de los individuos; por consiguiente surgen, entre los seres humanos al menos, el sufrimiento el cual abunda en la vida”.

De acuerdo a la naturaleza de la perfección con la cual limita, el mal es metafísico, físico o moral. El mal metafísico no es mal propiamente tal; no es sino la negación de un bien superior, o la limitación de los seres finitos por otros seres finitos. El mal físico priva al sujeto afectado de algún bien natural y es adverso al bienestar del sujeto, como dolor y sufrimiento.

El mal moral sólo se encuentra en los seres inteligentes; los priva de algún bien moral. Aquí trataremos solamente con el mal moral. Este puede ser definido como una privación de conformidad con la recta razón a la ley de Dios. Dado que la moralidad de un acto humano consiste en su concordancia o no concordancia a la recta razón y a la ley eterna, un acto es bueno o malo en el orden moral de acuerdo a si involucra esta concordancia o no concordancia. Cuando la creatura inteligente, conociendo a Dios y Su ley, deliberadamente rehúsa obedecerla, resulta el mal moral.

El pecado no es mas que un acto moralmente malo (Santo Tomás, “De Malo”, 8:3) un acto en discordia con la razón informada por la ley Divina. Dios nos ha dotado de razón y libre voluntad, y un sentido de responsabilidad; Nos ha hecho sujetos de Su ley, la cual es dada a conocer a nosotros por los dictados de la conciencia, y nuestros actos deben conformarse a estos dictados, de lo contrario, pecamos (Rom. 14.23). En todo acto pecador, deben considerarse dos cosas, la sustancia del acto y el deseo de rectificación o conformidad (Santo Tomás, I-II: 72:1) El acto es algo positivo. El pecador intenta aquí y ahora actuar de determinada forma, desmedidamente eligiendo ese particular bien desafiando la ley de Dios y los dictados de la recta razón.

La deformidad no es directamente intencionada como tampoco está involucrada en el acto al parecer y en la medida que éste es físico, pero si en cuanto el acto procede de la voluntad que tiene el poder sobre sus actos y es capaz de escoger este o aquel bien particular contenido dentro de la visión de su objeto adecuado, es decir, el bien universal (Santo Tomás, “De Malo”, Q3, a.2, ad2um). Dios, como primera causa de toda la realidad, es la causa del acto físico como tal, la libre voluntad de la deformidad (Santo Tomás I-II:84:2; "De malo", 3:2). El acto malo considerado adecuadamente tiene por sus causas, la libre voluntad eligiendo defectuosamente un bien mutable en lugar de un bien eterno, Dios, y por lo tanto, desviándose de su verdadero destino último.

En todo pecado se encuentra una privación del debido orden o conformidad a la ley moral, pero el pecado no es una pura o total privación de todo bien moral (Santo Tomás, “De Malo”, 2:9; I-II: 73:2). Hay una privación en dos sentidos; una, total que no deja nada de su opuesto, como por ejemplo, la oscuridad que no deja nada de luz; otra, no total, que deja algo del bien del cual se opone como por ejemplo, la enfermedad que no destruye totalmente las aún equilibradas funciones del cuerpo necesarias para la salud. Una privación pura o total privación de bien puede ocurrir en un acto moral sólo bajo el supuesto que la voluntad puede inclinarse al mal como tal, así como por un objeto. Esto es imposible porque el mal como tal no está contenido dentro del punto de vista de un objeto adecuado de la voluntad, la cual es buena. La intención del pecador termina en algún objeto en el cual hay una participación de la bondad de Dios, y este objeto está directamente encaminado por El. La privación del debido orden, o la deformidad, no está directamente propuesta, aunque es aceptada al punto que los deseos del pecador tienden a un objeto en el cual este deseo de conformidad está involucrado, de manera que el pecado no es una pura privación, sino un acto humano carente de su debida rectitud. Del defecto emerge el mal del acto, del hecho, que es voluntario, su imputabilidad.


División del Pecado


En relación al principio por el cual procede el pecado, éste puede ser original o actual. La voluntad de Adán, como cabeza de la raza humana para la conservación o pérdida de la justicia original es la causa y fuente del pecado original. El pecado actual es cometido por un acto personal libre de la voluntad del individuo. Se divide en pecados de comisión y de omisión. Un pecado de comisión es un acto positivo contrario a algunos preceptos prohibitivos; un pecado de omisión es una falta de hacer lo que ha sido ordenado, o al menos desear algo incompatible con su cumplimiento (I-II:72:5) En cuanto a su malicia, los pecados se distinguen en pecados de ignorancia, pasión o dolencia, y malicia; en cuanto a las actividades que involucran, en pecados del pensamiento, palabra o hecho (cordis, oris, operis); en cuanto su gravedad, en mortales o veniales. Esta última división es, sin dudas, la más importante de todas y requiere un tratamiento especial. Aunque, previo a entrar en los detalles, resulta útil mostrar algunas distinciones posteriores que ocurren en teología así como en el uso general.


A. Pecado Material y Formal: 

Esta distinción está basada en la diferencia entre los elementos objetivos (el objeto en sí mismo, circunstancias) y los subjetivos (advertencia del pecado en el acto). Una acción que, de hecho, es contraria a la ley Divina pero no es conocida como tal por el agente, constituye un pecado material; mientras que el pecado formal es cometido cuando el agente libremente trasgrede la ley tal como se lo ha mostrado su conciencia, ya sea que tal ley realmente exista o si sólo se cree que existe por aquel que actúa. Por lo tanto, una persona que toma algo ajeno mientras piensa que es suyo, comete un pecado material; pero el pecado sería formal si toma lo ajeno en la creencia que pertenece al prójimo, sea ésta su creencia correcta o no.


B. Pecados Internos. 

Pecado que puede ser cometido no solo por actos externos sino también por la actividad interna de la mente fuera de cualquier manifestación externa, son simplemente los preceptos del Decálogo: “ No codiciarás los bienes ajenos” y del reproche de Cristo a los escribas y fariseos a quienes asemejó como “sepulcros blanqueados...llenos de inmundicia” (Mateo 23:27). De ahí que, el Concilio de Trento (Sess. XIV, c.v), al declarar que todos los pecados mortales deben ser confesados, hace especial mención a aquellos que son más secretos y que violan sólo los últimos dos preceptos del Decálogo, sumando que ellos “a veces hieren más gravemente el alma y son más peligrosos que los pecados cometidos abiertamente”. Usualmente, podemos distinguir tres tipos de pecados internos:

· delectatio morosa, i.e. el placer logrado en un pensamiento pecaminoso o imaginación incluso sin desearlo; · gaudium, i.e. vivir complacido con pecados ya cometidos; y · desiderium, i.e. el deseo por aquello que es pecaminoso.

Un deseo efficacious ej. Uno que incluya la intención deliberada de realizar o satisfacer el deseo, tiene la misma malicia, mortal o venial, como la acción que tiene en vista. Un deseo inefficacious es aquel que conlleva una condición de tal forma que la voluntad está preparada para realizar la acción en caso que la condición se verificara. Cuando la condición es tal que elimina todo pecado de la acción, el deseo no involucra pecado. Ej. Con gusto comería carne los Viernes si tuviera la dispensa; y en general este es el caso ya sea que la acción sea prohibida sólo por ley positiva.

Cuando la acción es contraria a la ley natural y sin embargo dadas las circunstancias permitida, o en un estado particular de la vida, el deseo, si incluye aquellas circunstancia o ese estado como condiciones, no es pecado en sí mismo. Ej. Yo mataría así o asa si tuviera que hacerlo en defensa propia. Usualmente, sin embargo, tales deseos son peligrosos y por lo tanto ameritan reprimirlos. Si, por otro lado, la condición no elimina el pecado de la acción, el deseo es también pecaminoso. Este es claramente el caso donde la acción es intrínsecamente y absolutamente mala, ej. Blasfemia: uno no podría sin cometer pecado, tener el deseo – Blasfemaría contra Dios si no fuera malo; la condición es un imposible y por lo tanto, no afecta al deseo mismo. El placer tomado de un pensamiento pecaminoso (delectatio, gaudium) es, en términos generales, un pecado del mismo tipo y gravedad como la acción de la que es pensamiento. Sin embargo, mucho depende de los motivos por los cuales uno piensa en acciones pecadoras. El placer, por ejemplo, que se puede experimentar al estudiar la naturaleza de un asesinato o de cualquier otro crimen, en lograr ideas claras sobre el caso, trazando sus causas, determinando culpabilidad, etc, no es un pecado; por el contrario, a menudo es tanto útil como necesario. El caso es por su puesto distinto cuando el placer significa gratificación por el objeto pecaminoso o la acción en sí misma. Y, es evidentemente un pecado cuando uno se jacta de sus proezas malvadas y aún más por el escándalo otorgado.


C. El Pecado Capital o Vicios. 

De acuerdo a Santo Tomás (II-II:153:4) “un vicio capital es aquel que tiene un fin excesivamente deseable de manera tal que en su deseo, un hombre comete muchos pecados todos los cuales se dice son originados en aquel vicio como su fuente principal”. Entonces, no es la gravedad del vicio en sí mismo que lo torna en capital sino el hecho que da origen a muchos otros pecados. Estos son enumerados por Santo Tomás (I-II:84:4) como vanagloria (orgullo), avaricia, glotonería, lujuria, pereza, envidia, ira. San Buenaventura (Brevil., III,ix) enumera los mismos. Escritores anteriores habían distinguido 8 pecados capitales: Así también San Cipriano (De mort., iv); Cassian (De instit. cænob., v, coll. 5, de octo principalibus vitiis); Columbanus ("Instr. de octo vitiis princip." in "Bibl. max. vet. patr.", XII, 23); Alcuin (De virtut. et vitiis, xxvii y sgtes.) El número siete, sin embargo, fue dado por San Gregorio el Grande (Lib. mor. in Job. XXXI, xvii), y se mantuvo por la mayoría de los teólogos de la Edad Media.

Es necesario hacer notar que “pecado” no se predica unívocamente de todos los tipos de pecado. “La división de pecados en veniales y mortales no es una división de género y especies que participan igualmente de la naturaleza del género, sino la división de un análogo en cosas de las cuales se predica primera y secundariamente”. (St. Thomas, I-II:138:1, ad 1um). “Pecado, no se predica unívocamente de todos los tipos, sino primariamente como pecado actual mortal...y por lo tanto no es necesario que la definición de pecado en general deba verificarse excepto en aquel pecado en el cual se encuentra perfectamente, la naturaleza del género. La definición de pecado puede ser verificado en otros pecados en cierto sentido” (Santo Tomás, II, d. 33, Q. i, a. 2, ad 2um). El pecado actual consiste principalmente en un acto voluntario repugnante al orden de la recta razón. El acto pasa, pero el alma del pecador se mantiene manchada, privada de gracia, en estado de pecado, hasta que el desorden se haya restaurado por penitencia. Este estado es llamado pecado habitual, maccula peccati, reatus culpae (I-II:87:6). La división del pecado en original y actual, mortal y venial no es una división de género y especies porque el pecado no tiene la misma significación cuando se aplica al pecado original y personal, moral y venial. El pecado mortal nos desgarra completamente de nuestro verdadero destino final; el pecado venial sólo nos impide en sus logros. El pecado actual personal es voluntario por un acto propio de la voluntad. El pecado original es voluntario no por un acto personal voluntario nuestro, sino por un acto de la voluntad de Adán. El pecado original y actual se distinguen por la forma bajo la cual son voluntarios (ex parte actus); el pecado mortal y venial por la forma bajo la cual afecta nuestra relación con Dios (ex parte deordinationis). Siendo que un acto voluntario y sus desórdenes son la esencia del pecado, es imposible que el pecado pueda ser un término genérico respecto al pecado original y actual, mortal y venial. La verdadera naturaleza del pecado se encuentra perfectamente sólo en un pecado personal mortal, en otros pecados imperfectamente, de manera que el pecado se predica principalmente del pecado actual y sólo secundariamente de los otros. Por lo tanto, debemos considerar: primero, el pecado personal mortal; segundo, el pecado venial.

Pecado Mortal

El pecado mortal es definido por San Agustín (Contra Faustum, XXII, xxvii) as "Dictum vel factum vel concupitum contra legem æternam", ejemplo, algo dicho, hecho o deseado contrario a la ley eterna, o pensamiento, palabra o acto contrario a la ley eterna. Esta es una definición de pecado en tanto acto voluntario. En tanto defecto o privación, debería ser definido como una aversión a Dios, nuestro verdadero destino final, en razón de una preferencia dada a algún bien mutable. La definición de San Agustín es aceptada generalmente por los teólogos como principalmente una definición del pecado actual mortal. Explica muy bien los elementos materiales y formales del pecado. Las palabras "dictum vel factum vel concupitum” muestra el elemento material del pecado, el acto humano: "contra legem æternam", el elemento formal. El acto es malo porque transgrede la ley Divina. San Ambrosio (De paradiso, viii) define el pecado como una “prevaricación de la ley Divina”.

La definición de San Agustín, estrictamente considerada, es decir el pecado como un impedimento a nuestro verdadero fin último, no comprende el pecado venial, sino en tanto que el pecado venial es, de alguna manera, contrario a la ley divina, aunque no es impedimento de nuestro fin último, se puede decir que está incluido en la definición tal como está. Mientras que en primer lugar una definición de pecados de comisión, los pecados de omisión pueden estar incluidos en la definición porque ellos presuponen algún acto positivo (Santo Tomás, I-II:71:5) y la negación y la afirmación se reducen al mismo género. Los pecados que violan la ley humana o la ley natural también están incluidos, por cuanto lo que es contrario a la ley humana o natural, es también contrario a la ley Divina, en tanto cada ley humana justa se deriva de la ley Divina y no lo es, sino estando en conformidad con la ley Divina.


A. Descripción Bíblica del Pecado. 

En el Antiguo Testamento, el pecado es establecido como un acto de desobediencia (Gen., ii, 16-17; iii, 11; Is., i, 2-4; Jer., ii, 32); como un insulto a Dios (Num., xxvii, 14); como algo detestado y castigado por Dios (Gen., iii, 14-19; Gen., iv, 9-16); como injurioso al pecador (Tob., xii, 10); como algo expiable por penitencia (Ps. 1, 19). En el nuevo Testamento, es claramente enseñado en San Pablo que el pecado es una trasgresión de la ley (Rom., ii, 23; v, 12-20); una esclavitud de la cual somos liberados por la gracia (Rom., vi, 16-18); una desobediencia (Heb., ii, 2) castigada por Dios (Heb., x, 26-31). San Juan describe el pecado como una ofensa a Dios, un desorden de la voluntad (Juan, xii, 43), una iniquidad (I Juan, iii, 4-10).
Cristo, en muchas de Sus declaraciones enseña la naturaleza y extensión del pecado. El vino a promulgar una nueva ley mas perfecta que la antigua, que se pudo extender a ordenar no solo los actos externos sino internos a un grado desconocido anteriormente y, en Su Sermón de la Montaña condena como pecadores muchos actos que eran juzgados como honestos y correctos por los doctores y maestros de la Antigua Ley. Denuncia de modo especial la hipocresía y el escándalo, la infidelidad y el pecado contra el Espíritu Santo. El enseña en particular, que los pecados vienen del corazón (Mat., xv, 19-20).


B. Sistemas que niegan el pecado o distorsionan su Verdadera Noción. 

Todos los sistemas, religiosos o éticos, ya sea que niegan, por un lado, la existencia de un creador personal y legislador distinto y superior a su creación, o por otro lado, la existencia de la voluntad libre y la responsabilidad en el hombre, distorsionan o destruyen la verdadera noción bíblica-teológica del pecado. En los comienzos de la era Cristiana, los Gnósticos, aunque sus doctrinas variaban en sus detalles, negaban la existencia de un creador personal. La idea del pecado en el sentido Católico no estaba contenida en su sistema. Para ellos, no hay pecado, salvo el pecado de ignorancia que no necesita expiación; Jesús no es Dios. El Maniqueísmo (q.v.) con sus dos principios eternos, bien y mal, en guerra perpetua entre ellos, es también destructivo de la verdadera noción de pecado. Todo mal, y consecuentemente todo pecado, viene del principio de mal. El concepto Cristiano de Dios como dador de ley se destruye. El pecado no es un acto voluntario conciente de desobediencia a la voluntad Divina. Los sistemas panteístas que niegan la distinción entre Dios y Sus creaturas, hacen que el pecado sea imposible. Si el hombre y Dios son uno, el hombre no es responsable de ninguno de sus actos, donde la moralidad es destruida. Si él es su propia regla de acción, no se puede desviar del bien como enseña Santo Tomás (I:63:1). La identificación de Dios y el mundo por el Panteísmo (q.v.) no da lugar al pecado.

Debe haber alguna ley donde el hombre es sujeto, superior y distinto de él, la cual puede ser obedecida y trasgredida, donde el pecado puede entrar dentro de sus actos. Esta ley debe ser mandato de un superior, porque las nociones de superioridad y sujeto son correlativas. Este superior solo puede ser Dios, quien es el único autor y señor del hombre. El Materialismo, negando como lo hace la espiritualidad y la inmortalidad del alma, la existencia de absolutamente ningún espíritu, y consecuentemente de Dios, no admite el pecado. No hay voluntad libre, todo está determinado por las inflexibles leyes del movimiento. La “Virtud” y el “vicio” son calificaciones de actos, sin sentido. El Positivismo coloca el fin último del hombre en algún bien sensible. Su ley suprema de acción es buscar el máximo de placer. El Egotismo o el altruismo es la norma suprema y criterio de los sistemas Positivistas, y no la ley eterna de Dios como revelada por El y dictada por conciencia. Para los materialistas evolucionistas, el hombre no es sino un animal altamente desarrollado, y la conciencia, un producto de la evolución. La Evolución ha revolucionado la moralidad y ya no existe el pecado.

Kant en su “Crítica a la Razón Pura”, habiendo rechazado todas las nociones esenciales de la verdadera moralidad, es decir, libertad, el alma, Dios y una vida futura, intentó en su “Crítica de la Razón Práctica” reestablecerlas en la medida que eran necesarias para la moralidad. La razón práctica, nos dice, nos impone una idea de ley y deber. El principio fundamental de la moralidad de Kant es “el deber por el bien del deber”, no Dios ni Su ley. El deber no puede ser concebido en sí mismo como una cosa independiente. Trae consigo ciertos postulados, el primero de los cuales es la libertad. En su doctrina, el hombre, en virtud de su razón práctica “Yo debo, luego yo puedo” tiene conciencia de la obligación moral (imperativo categórico). Esta conciencia supone tres cosas: libre voluntad, inmortalidad del alma, y la existencia de Dios, de otro modo el hombre no sería capaz de cumplir sus obligaciones, no podría haber suficiente sanción por la ley Divina, ningún premio o castigo en la vida futura. El sistema moral kantiano se maneja entre oscuridades y contradicciones y es destructivo de muchas de las enseñanzas de Cristo. La dignidad personal es la regla suprema de las acciones del hombre. La noción de pecado como oposición a Dios, es suprimida. De acuerdo a las enseñanzas del materialismo Monista hoy en día tan diseminado, no hay ni puede haber voluntad libre. De acuerdo a esta doctrina solo existe un cosa y que produce todos los fenómenos, incluido el pensamiento; no somos sino muñecos en sus manos, llevados de aquí para allá a su voluntad y finalmente llevados a la nada. En tal sistema, no hay lugar para el bien y el mal, una libre observancia o una trasgresión voluntaria de la ley. El pecado en su sentido verdadero, es imposible. Sin ley y libertad y un Dios personal no hay pecado.

Que Dios existe y puede ser conocido por Sus creaciones visibles, que El ha revelado sus decretos de Su eterna voluntad al hombre y es distinto de Sus creaturas (Denzinger-Bannwart, "Enchiridion", nn. 178 2, 1785, 1701), son materias de fe y enseñanzas Católicas. El hombre es un ser creado dotado de libre voluntad (ibid., 793), hecho el cual, puede ser probado en las Escrituras y en razón del pecado de Adán quien ha perdido su inocencia primitiva, y mientras la voluntad libre permanece, sus poderes han sido disminuidos.


C. Errores Protestantes. 

Lutero y Calvino muestran como su error fundamental que propiamente hablando no queda voluntad libre en el hombre luego de la caída de nuestros primeros padres; que el cumplimiento de los preceptos de Dios es imposible aún con la asistencia de la gracia, y que el hombre peca en todos sus acciones. La Gracia no es un don interno, sino algo externo.

A algunos no se les imputa pecado, porque están cubiertos con el velo del mérito de Cristo. La sola fé salva y no hay necesidad de buenas obras. En la doctrina de Lutero, el pecado no puede ser una trasgresión deliberada de la Ley Divina. Jansenio en sus “Agustinos” enseñó que, de acuerdo a los poderes presentes en el hombre, algunos preceptos de Dios son imposibles de cumplir incluso para el justo que se esfuerza por cumplirlos, y luego enseña que la gracia por medio de la cual es posible el cumplimiento es deseada incluso por el justo. Su error fundamental consiste en enseñar que la voluntad no es libre sino que está guiada necesariamente ya sea por la concupiscencia o la gracia. La libertad interna no es necesaria para el mérito o demérito. Basta la Libertad de coerción. Cristo no murió por todos los hombres. Baio enseñaba una doctrina semi luterana. La libertad no está enteramente destruida, sino que tan debilitada que sin la gracia no puede sino pecar. La verdadera libertad no se requiere para pecar. Un acto malo cometido involuntariamente vuelve al hombre responsable (proposiciones 50-51 en Denzinger-Bannwart, "Enchiridion", nn. 1050-1). Todos los actos hechos sin caridad son pecados mortales y merecen la condenación porque proceden de la concupiscencia. Esta doctrina niega que el pecado sea una trasgresión voluntaria de la Ley Divina. Si el hombre no es libre, los preceptos no tienen ningún sentido en la medida que a él le corresponda.


D. El Pecado Filosófico. 

Aquellos que construyen un sistema moral independiente de Dios y Su Ley, distinguen entre el pecado teológico y el pecado filosófico. El pecado filosófico es un acto moralmente malo que viola el orden natural de la razón y no la Ley Divina. El pecado teológico es una trasgresión a la ley eterna. Aquellos que tienen tendencias ateas y sostienen esta distinción, ya sea que niegan la existencia de Dios o mantienen que El no ejecuta providencia alguna en relación a los actos humanos. Esta posición es destructiva del pecado en su sentido teológico, en tanto Dios y Su Ley, premio y castigo, son hechos fuera de Él. Aquellos que admiten la existencia de Dios, Su Ley, la libertad humana y la responsabilidad, y aún así afirman una distinción entre el pecado filosófico y el teológico, mantienen que en el orden presente de la providencia de Dios son actos moralmente malos, los cuales, mientras violan el orden de la razón, no ofenden a Dios en tanto que el pecador puede ser ignorante de la existencia de Dios o no pensar actualmente en El y en Su Ley cuando actúa. Sin el conocimiento de Dios o consideración de El, es imposible ofenderlo. Esta doctrina fue censurada como escandalosa, temeraria y errónea por Alejandro VIII (24 de Agosto de 1690) y la siguiente proposición, fue condenada: “El pecado filosófico o moral es un acto humano en desacuerdo con la naturaleza racional y la recta razón, el pecado teológico y mortal es una trasgresión libre a la ley Divina. Por muy doloroso que parezca el pecado filosófico en alguien ya sea ignorante de Dios o no está actualmente pensando en Dios, es un pecado sin duda penoso, pero no es una ofensa a Dios, tampoco un pecado mortal que disuelve la amistad con Dios, ni tampoco merecedor del castigo eterno”. (Denzinger-Bannwart, 1290).
Esta proposición fué condenada porque no hace una distinción entre la ignorancia vencible y la invencible, más aún, supone la ignorancia invencible como suficientemente común, en vez de solo metafísicamente posible y porque en la dispensa presente de la providencia de Dios se nos enseñó claramente en las Escrituras que Dios castigará todo mal que venga de la libre voluntad del hombre. (Romanos ii, 5-11). No hay acto moralmente malo que no incluya una trasgresión a la ley Divina. Desde el hecho que una acción es concebida como moralmente mala, es concebida como prohibida. Una prohibición es ininteligible sin la noción de alguien prohibiendo. Quien prohíbe en este caso y liga la conciencia del hombre solo puede ser Dios, Quien es el único que tiene el poder sobre la voluntad libre del hombre y sus acciones, de manera que del hecho que cualquier acto sea percibido como moralmente malo y prohibido por conciencia, Dios y Su ley son percibidos, al menos confusamente, y una trasgresión voluntaria al dictado de la conciencia es necesariamente también una trasgresión a la ley de Dios. Cardenal de Lugo (De incarnat., disp. 5, lect. 3) admite la posibilidad del pecado filosófico en aquellos que son inculpablemente ignorantes de Dios, aunque el sostiene que actualmente no ocurre, porque en el orden presente de la providencia de Dios no puede haber ignorancia invencible de Dios y su Ley. Esta enseñanza no cae necesariamente dentro de la condena de Alejandro VIII, aunque es comúnmente rechazada por teólogos por que un dictado de conciencia necesariamente involucra un conocimiento de la ley Divina como un principio moral.


E. Condiciones de Pecado Mortal: Conocimiento, libre voluntad, materia grave. 
 
Contrario a la enseñanza de Baio (prop. 46, Denzinger-Bannwart, 1046) y a los Reformistas, un pecado debe ser un acto voluntario. Aquellas acciones en sí mismas son llamadas propiamente humanas o acciones morales las cuales proceden de la voluntad humana actuando deliberadamente con conocimiento del fin por el cual se actúa. El hombre difiere de toda creatura irracional precisamente que el es dueño de sus acciones en virtud de su razón y voluntad libre. (I-II:1:1). Siendo que el pecado es un acto humano defectuoso de la debida rectitud, debe tener en tanto es un acto humano, los constituyentes esenciales de un acto humano. El intelecto debe percibir y juzgar la moralidad del acto y la voluntad libremente elegir. Para que haya un pecado deliberadamente mortal debe haber advertencia total de parte del intelecto y consentimiento total de parte de la voluntad en una materia grave. Una trasgresión involuntaria de la ley incluso en una materia grave, no es formalmente, sino un pecado material. La gravedad de la materia es juzgada por las Enseñanzas en las Escrituras, las definiciones de concilios y papas, y también de la razón. Aquellos pecados juzgados como mortales son los que contienen en sí mismos algún desorden grave en relación a Dios, nuestro prójimo, nosotros mismos o a la sociedad. Algunos pecados no admiten liviandad material, como por ejemplo, la blasfemia, odio de Dios; son siempre mortales (ex toto genere suo), a no ser que se vuelva venial por necesidad de total advertencia por parte del intelecto o consentimiento total por parte de la voluntad. Otros pecados admiten materia liviana; son pecados graves (ex genere suo) en tanto su materia en sí misma es suficiente para constituirse en pecado grave sin la suma de ninguna otra materia, aunque es de tal naturaleza que, en un caso dado, debido a su pequeñez, el pecado puede ser venial, por ejemplo, el hurto.


F. Imputabilidad 

Para que el acto del pecador pueda serle imputado no es necesario que el objeto en el cual termina y especifica el acto, esté directamente querido como fin o medio. Es suficiente que sea querido indirectamente o en su causa, es decir, si el pecador prevee, al menos confusamente, qué se seguirá del acto el cual libremente realiza o de la omisión de un acto. Cuando la causa produce un efecto doble, uno de los cuales es directamente querido, y el otro indirectamente, el efecto que se sigue indirectamente es moralmente imputable al pecador cuando se verifican estas tres condiciones:

· Primero, el pecador debe preveer al menos confusamente los efectos malos que se siguen de aquello que causa, · Segundo, debe ser capaz de abstenerse de ser causa; · Tercero, debe estar bajo la obligación de prevenir el efecto malo.

El error y la ignorancia en relación al objeto o circunstancias del acto causado, afectan el juicio del intelecto y consecuentemente, la moralidad e imputabilidad del acto. La ignorancia invencible excusa totalmente de pecado.

La ignorancia vencible no excusa aunque hace al acto menos libre. Las pasiones, mientras ellas perturban el juicio del intelecto, afectan más directamente a la voluntad. La pasión antecedente aumenta la intensidad del acto, el objeto es más intensamente deseado, aunque menos libremente, y la perturbación causada por la pasión puede ser tan grande al punto de hacer del juicio libre un imposible, dejando al agente, por el momento, fuera de sí (I-II:6:7 al 3um.) La pasión consecuente, la cual surge del comando de la voluntad, no disminuye la libertad, sino que mas bien es un signo de un intenso acto volitivo. El miedo, la violencia, la herencia, los estados temperamentales y patológicos, en tanto afectan la volición libre, afectan la malicia e imputabilidad de pecado. De la condenación de los errores de Baio y Jansenio (Denz-Bann, 1046, 1066, 1094, 1291-2) queda claro que para que haya pecado actual y personal son necesarios y se requieren el conocimiento de la ley y un acto personal voluntario y libre de coerción. Ningún pecado mortal es cometido bajo estado de ignorancia invencible o en un estado de media conciencia. No se requiere la advertencia actual de lo pecaminoso de un acto, basta la advertencia virtual. No es necesario que esté presente la explícita intención de ofender a Dios y romper su Ley, basta el total y libre consentimiento de la voluntad a un acto malo.


G. Malicia. 

La verdadera malicia del pecado mortal consiste en la trasgresión conciente y voluntaria de la ley eterna e implica un desprecio de la voluntad Divina, un total alejamiento de Dios, nuestro verdadero fin último y la preferencia por algo creado a lo cual nos subyugamos. Es una ofensa ofrecida a Dios, y una injuria a El; no en el sentido que afecta ningún cambio en Dios, quien es inmutable por naturaleza, sino que el pecado a través de su acto, priva a Dios de la reverencia y honor que se le debe: no es una falta de malicia de parte del pecador sino la inmutabilidad de Dios que lo previene a El del sufrimiento. Como una ofensa ofrecida a Dios, el pecado mortal es, de alguna manera infinito en su malicia, en tanto es dirigido contra un ser infinito, y la gravedad de la ofensa es medida por la dignidad del ofendido (Santo Tomás, III:1:2 al 2um). En cuanto acto, el pecado es finito, la voluntad del hombre no es capaz de malicia infinita. El pecado es una ofensa contra Cristo Quien ha redimido al hombre (Fil, iii, 18); contra el Espíritu Santo Quien nos santifica (Heb, x, 29), una injuria al hombre mismo, causando la muerte espiritual del alma y convierte al hombre en servidor del demonio. La primera y mas importante malicia del pecado se deriva del objeto sobre el cual la voluntad desordenadamente tiende, y del objeto considerado moralmente, no físicamente. El fin por el cual el pecador actúa y las circunstancias que rodean el acto son también factores determinantes de su moralidad. Un acto el cual, objetivamente considerado, es moralmente indiferente, puede quedar como bueno o malo por las circunstancias, o por la intención del pecador. Un acto que es objetivamente bueno puede quedar como malo, o de le pueden agregar nuevas especies de bien o mal, o un nuevo grado. Las circunstancias pueden cambiar el carácter del pecado a tal grado que se torna específicamente diferente del considerado objetivamente; o pueden simplemente agravar el pecado aunque no cambie su carácter específico, o pueden disminuir su gravedad. Para que ejerzan esta influencia determinante, son necesarias dos cosas: deben contener en sí mismas algún bien o mal y deben ser aprehendidas, al menos confusamente, en su aspecto moral. El acto externo, en tanto es mera ejecución de un acto interno eficaz y voluntario, de acuerdo a la opinión tomista común, no agrega ninguna bondad o malicia esencial al pecado interno.


H. Gravedad. 

Mientras que todo pecado mortal nos aleja de nuestro verdadero fin último, no todos los pecados mortales son igualmente graves, como queda claro en las Escrituras (Juan, xix, 11; Mat, xi,22; Luc, vi) y también de la razón. Los pecados se distinguen específicamente por sus objetos, los cuales alejan al hombre no de igual modo de su fin último. Nuevamente, siendo que el pecado no es pura privación sino una mezcla, todos los pecados no destruyen de igual modo el orden de la razón. Los pecados espirituales, otras cosas siendo iguales, son mas graves que los pecados carnales. (Santo Tomás, "De malo", Q. ii, a. 9; I-II, Q. lxxiii, a. 5).


I. Distinción Específica y numérica del Pecado. 

Los pecados se distinguen específicamente por sus formalmente diversos objetos; o por su oposición a diferentes virtudes, o por diferentes preceptos morales de la misma virtud. Los pecados que son específicamente distintos son también numéricamente distintos. Los pecados dentro de la misma especie se distinguen numéricamente de acuerdo al numero de actos completos de la voluntad en relación al total de los objetos. Un objeto total es aquel que, ya sea por sí mismo o por la intención del pecador, forma un todo completo y no está referido a otra acción como parte del todo. Cuando los actos completos de la voluntad se relacionan al mismo objeto hay tantos pecados como actos moralmente interrumpidos.


J. Materia que causa Pecado. 

Considerando que el pecado es un acto voluntario carente de debida rectitud, el pecado se encuentra, como en una materia, principalmente en la voluntad. Empero, dado que no solo los actos producidos por la voluntad, son voluntarios, sino también aquellos que son producidos por otras facultades bajo el comando de la voluntad, el pecado puede encontrarse en estas facultades, en tanto son sujetas en sus acciones al comando de la voluntad, son instrumentos de ella, y se mueven bajo su guía (I-II:74)

Los miembros externos del cuerpo no pueden ser principios efectivos de pecado (I-II:74:2, ad 3um). Son meros órganos que tienen actividad por el alma; no inician la acción. Los poderes apetitivos, por el contrario, pueden ser principios efectivos de pecado, porque ellos poseen, a través de su conjunción inmediata con la voluntad y subordinación a ella, una cierta, pero imperfecta libertad (I-II:56:4, ad 3um). Los apetitos sensuales tienen sus propios objetos sensibles a los cuales se inclinan naturalmente, y siendo que el pecado original ha roto el lazo que los mantiene en completa sujeción a la voluntad, pueden anteceder la voluntad en sus acciones y tender a sus propios objetos desordenadamente. Por lo tanto, pueden ser principios próximos de pecado cuando se mueven desordenadamente, contrario a los dictados de la recta razón.

Es propio de la razón regir las facultades inferiores, y cuando aparece un disturbio en lo sensorial, la razón puede hacer uno de dos cosas: puede consentir al deleite sensible o puede reprimir y rechazarlo. Si consiente, el pecado ya no pertenece a la parte sensible del hombre, sino del intelecto y la voluntad y, consecuentemente, si la materia es grave, el pecado es mortal. Si lo rechaza, no se puede imputar pecado alguno. No puede haber pecado en la parte sensible del hombre independiente de la voluntad. Los movimientos desordenados del apetito sensible a los que les preceden la advertencia de la razón, y que son padecidos involuntariamente, no son siquiera pecados veniales. Las tentaciones de la carne no consentidas, no son pecados. La concupiscencia, que queda luego de la culpabilidad del pecado original es perdonada en el bautismo, no es pecadora al punto que no es consentida (Coun. of Trent, sess. V, can. v). El apetito sensible por sí mismo no puede ser sujeto de pecado mortal, porque no puede ni asir la noción de Dios como un fin último, ni apartarnos de El, aversión sin la cual no puede haber pecado mortal.La razón superior, cuya gestión es ocuparse ella misma de la cosas Divinas, puede ser el principio próximo del pecado, ambos, en relación a su propio acto, conocer la verdad, y, en el sentido que dirige las facultades inferiores: En relación a su propio acto, en tanto que voluntariamente abandona el conocer lo que se puede y debe saber; en relación al acto a través del cual dirige las facultades inferiores, al punto que comanda los actos desordenados o falla en reprimirlos. (I-II:74:7, ad 2um) . La voluntad nunca consiente un pecado que no sea al mismo tiempo un pecado de la razón superior como malamente dirigiéndola, ya sea por estar actualmente deliberando y comandando el consentimiento, o fallando en la deliberación e impedimento al consentimiento de la voluntad cuando puede y debe hacerlo. La razón superior es el último juez de los actos humanos y tiene una obligación de deliberar y decidir si el acto a realizar está de acuerdo a la ley de Dios o no. El pecado venial también se puede encontrar en la razón superior cuando deliberadamente consiente pecados que son veniales en su naturaleza, o cuando no hay un total consentimiento en el caso de un pecado que es considerado objetivamente mortal.


K. Causas de Pecado. 

Bajo este título, es necesario distinguir entre la causa eficiente, ej. El agente que realiza la acción pecadora, y aquellos otros agentes, influencias o circunstancias que incitan al pecado y consecuentemente involucran peligro, mas o menos grave, para aquel que está expuesto. Estas causas incitantes son explicadas en artículos especiales sobre OCASIONES DE PECADO y TENTACIÓN. Aquí consideraremos solo la causa eficiente o causas de pecado. Estas son interiores y exteriores. La causa total y suficiente de pecado es la voluntad, la cual es regulada en sus acciones, por la razón y actúa sobre los apetitos sensitivos. Las causas internas principales de pecado son la ignorancia, flaqueza o pasión, y la malicia. Ignorancia por parte de la razón, flaqueza y pasión por parte del apetito sensible y malicia por parte de la voluntad. Un pecado tiene cierta malicia cuando la voluntad peca por su propio mérito y no bajo la influencia de la ignorancia o la pasión.

Las causas exteriores del pecado son el demonio y el hombre, quien lleva al pecado por medio de la sugestión, la persuasión, tentación y el mal ejemplo. Dios no es la causa del pecado (Concilio de Trento, sess, VI, can vi, in Denx-Bann, 816). El dirige todas las cosas a El y es el fin de todas sus Acciones, y no puede ser la causa del mal sin auto-contradicción. En cualquier entidad donde hay pecado como acción, él es la causa. La mala voluntad es la causa del desorden (I-II:79:2). Un pecado puede ser causa de otro en tanto un pecado puede estar ordenado a otro como a su fin. Los así llamados, siete pecados capitales, pueden ser considerados como la fuente de donde proceden otros pecados. Son propensiones pecadoras las cuales se revelan en actos pecaminosos particulares. El pecado original en razón de sus lamentables efectos, es la causa y fuente de pecado y por esta razón, nuestra naturaleza ha sido herida e inclinada al mal. La ignorancia, la enfermedad, la malicia y concupiscencia son consecuencias del pecado original.


L. Efectos del Pecado.

El primer efecto del pecado mortal en el hombre es alejarlo de su verdadero fin último, y privar su alma de la gracia santificante. El acto pecaminoso ocurre y el pecador es dejado en un estado de aversión habitual de Dios. El estado pecaminoso es voluntario e imputable al pecador, porque necesariamente se sigue del acto de pecado que el libremente realiza, y se mantiene hasta su satisfacción. Este estado de pecado es llamado por los teólogos, pecado habitual, no en el sentido que el pecado habitual implique un hábito vicioso, sino en el sentido que significa un estado de aversión de Dios dependiente del pecado actual que precede, consecuentemente voluntario e imputable. Este estado de aversión lleva necesariamente consigo, en el presente orden de la providencia de Dios, la privación de la gracia y caridad por medio de los cuales el hombre está ordenado a su fin sobrenatural. La privación de la gracias es la “macula peccati” (Sto. Tomás, I-II, Q 1xxxvi) la mancha del pecado del que se habla en las Escrituras (Jos., xxii, 17; Isaias, iv, 4; 1 Cor., vi, 11). No es nada positivo, cualidad o disposición, una obligación al sufrimiento, una denominación extrínseca que viene del pecado, sino solamente la privación de gracia santificante. No hay distinción real sino conceptual entre el pecado habitual (reatus culpae) y la mancha de pecado (macula peccati). El pecado habitual es uno y la misma privación considerada como destructiva del debido orden del hombre a Dios, y la mancha o “macula” del pecado es considerado como privador del alma de la belleza de la gracia.

El segundo efecto del pecado está en transmitir el dolor del sufrimiento padecido. (reatus paenae). El pecado (reatus culpae) es la causa de esta obligación (reatus paenae). El sufrimiento puede estar inflingido en esta vida a través del medio de castigos medicinales, calamidades, enfermedades, males temporales, los cuales tienen a alejarnos dl pecado; o pueden ser inflingidos en la vida por venir por la justicia de Dios como castigo vindicativo. Los castigos en la vida futura son proporcionados al pecado cometido y es obligación padecer este castigo por pecados no arrepentidos, que es lo que significa la “reatus poenae” de los teólogos. El dolor a padecer en la vida futura, se divide en sanciones de pérdidas (poena damni) y penas del sentido (poena sensus). La pena de pérdida es la privación de visión beatífica de Dios como castigo por alejarse de El. La pena del sentido es el sufirimiento como castigo por la conversion a alguna cosa creada en lugar de Dios. Este doble sentido del color por el castigo del pecado mortal es eterno (I Cor., vi, 9; Mat., xxv, 41; Mar ix,45). Un pecado mortal es sufuciente para caer en el castigo. Otros efectos del pecado son: remordimiento de conciencia (Sab, v, 2-13); una inclinación hacia el mal, así como los hábitos son formados por la repetición de actos similares; un oscurecimiento de la inteligencia, una dureza de la voluntad (Mat., xiii, 14-15; Rom., xi, 8); un enviciamiento general de la naturaleza, la cual sin embargo no destruye totalmente la sustancia y las facultades del alma sino meramente debilita el recto ejercicio de sus facultades.

Pecado Venial

El pecado venial es esencialmente diferente del pecado mortal. No nos aleja de nuestro verdadero fin último, no destruye la caridad, el principio de unión con Dios, ni priva al alma de gracia santificante y es intrínsecamente reparable. Es llamado venial precisamente porque, considerada su propia naturaleza, es perdonable; en sí mismo, meritorio de castigo temporal, no eterno. Se distingue del pecado mortal en cuando al desorden. Con el pecado mortal, el hombre queda enteramente apartado de Dios, su verdadero fin último y, al menos implícitamente, coloca su fin último en alguna cosa creada. Con el pecado venial, el no es apartado de Dios, tampoco coloca su fin último en creaturas. Se mantiene unido con Dios por caridad, pero no tiende a El como debiera. La verdadera naturaleza del pecado en tanto contraria a la ley eterna, que repele especialmente al principal fin de la ley, se encuentra en el pecado mortal. El pecado venial es solo de manera imperfecta, contrario a la ley en tanto no es contrario al principal fin de ley, ni aleja al hombre de su fin al que está encaminado por la ley. (St. Thomas, I-II, Q. lxxxviii, a. 1; and Cayetano, I-II, Q. lxxxviii, a. 1, para el sentido de præter legem y contra legem de Sto. Tomás).


A. Definición. 

Siendo que el acto voluntario y su desorden son la esencia del pecado, el pecado venial en tanto que es un acto voluntario puede ser definido como un pensamiento, palabra o realidad discorde con la ley de Dios. Retarda al hombre en el logro de su fin último al tiempo que no lo aleja de El. Su desorden consiste ya sea en la elección no totalmente deliberada de algún objeto prohibido por la ley de Dios, o en la adhesión deliberada a algún objeto creado no como fin último sino como medio, cuyo objeto no aleja al pecador de Dios, pero no está, sin embargo, referido a El como un fin. El hombre no puede apartarse de Dios excepto al colocar deliberadamente su fin último en cosas creadas, y con el pecado venial no adhiere a ningún bien temporal disfrutandolo como fin último, sino como medio en referencia a Dios no actualmente sino habitualmente en tanto él mismo está ordenado a Dios por caridad. "Ille qui peccat venialiter, inhæret bono temporali non ut fruens, quia non constituit in eo finem, sed ut utens, referens in Deum no n actu sed habitu" (I-II:88:1, ad 3) Para que haya pecado mortal, debe ser adherido al menos implícitamente, algún bien creado como un fin último.

Esta adherencia no puede ser lograda por un acto semi-deliberado. Al adherir a un objeto que está en desacuerdo con la ley de Dios y sin embargo no es destructivo del fin principal de la ley Divina, no se ha establecido una verdadera oposición entre Dios y ese objeto. El bien creado no es deseado como un fin. El pecador no está colocado en la posición de escoger entre Dios y la creatura como fines últimos que se oponen, sino que está en tal condición mental que si el objeto al cual se adhiere fuera prohibido como contrario a su verdadero fin último, el no adheriría a él, sino que preferiría mantener su amistad con Dios. Un ejemplo podría darse en la amistad humana. Un amigo se abstendría de hacer algo que por sí mismo tendiera directamente a disolver la amistad, al tiempo que se permitiría a veces hacer cosas que desagradan al amigo sin destruir la amistad.

La distinción entre el pecado mortal y venial está establecida en las Escrituras. En San Juan (1 Juan v, 16-17) está claro que hay algunos pecados que llevan “hacia la muerte” y algunos pecados que no “llevan hacia la muerte”; es decir, mortal y venial. El texto clásico de la distinción entre el pecado mortal y venial es aquel de San Pablo (1 Cor., iii,8-15) donde el explica en detalle la distinción entre el pecado mortal y el venial.

“[11] Pues nadie puede cambiar la base; ya está puesta, y es Cristo Jesús. [12] Sobre este cimiento se puede construir con oro, plata, piedras preciosas, madera, caña o paja. [13] Un día se verá el trabajo de cada uno. Se hará público en el día del juicio, cuando todo sea probado por el fuego. El fuego, pues, probará la obra de cada uno. [14] Si lo que has construido resiste al fuego, serás premiado. [15] Pero si la obra se convierte en cenizas, el obrero tendrá que pagar. Se salvará, pero no sin pasar por el fuego.” La madera, caña y paja significan los pecados veniales (Santo Tomás, I-II:89:2) los cuales, construidos sobre la base de una fe viva en Cristo, no destruyen la caridad y de sus mismas naturalezas, no merecen castigo eterno, sino temporal. “Así como” dice Santo Tomás (la madera, la caña y la paja) “son juntados en una casa y no pertenecen a la sustancia del edificio, así también los pecados veniales se multiplican en el hombre, más el edificio espiritual se mantiene, y por estos, el hombre sufre ya sea el fuego de las tribulaciones temporales en esta vida, o en el purgatorio después de esta vida y sin embargo, obtiene la salvación eterna”. (ibid).

La conveniencia de la división en madera, caña y paja está explicada por Santo Tomás (iv, dist. 21, Q. i, a. 2). Algunos pecados veniales son mas graves que otros y menos perdonables y esta diferencia está bien explicada por la inflamabilidad de la madera, la caña y la paja. El que exista una distinción entre los pecados mortales y veniales, es un asunto de fe (concilio de Trento, sess, VI, c.xi y cánones 23-25; sess. XIV de poenit, c.v). Esta distinción es comúnmente rechazada por todos los herejes modernos y antiguos. En el siglo cuarto Jovino afirmó que todo pecado era igual en culpa y merecedor de algún castigo (St. Aug., “Ep. 167”, ii, n.4); Pelagio (q.v), afirmó que todo pecado priva al hombre de justicia y por lo tanto, es mortal; Wyclif, que no hay garantías en las Escrituras que diferencien el pecado en mortal y venial, y que la gravedad del pecado depende no de la calidad de la acción, sino en el grado de predestinación o reprobación de manera que el peor de los crímenes del predestinado es infinitamente menos que la mas leve falta del reprobado; Hus, que todas las acciones de los viciosos, son pecados mortales mientras que todos los actos del virtuoso, son buenos y virtuosos (Denz-Bann, 642); Lutero, que todos los pecados de los no creyentes son mortales y todos los pecado del regenerado, con excepción de la infidelidad, son veniales; Calvino, al igual que Wyclif, basa la diferencia entre el pecado mortal y el venial en la predestinación, pero agrega que un pecado es venial por la fe del pecador. La veinteava de las proposiciones condenadas de Baio reza: “No hay pecado venial por naturaleza, aunque todo pecado merece castigo eterno” (Denz-Bann., 1020). Hirscher en tiempos mas recientes, enseñó que todos los pecados que son completamente deliberados, son mortales, aunque negaba la distinción de pecados en razón de sus objetos, sino que ésta descansa en la imperfección del acto. (Kleutgen, 2nd ed., II, 284, etc.).


B. Malicia del pecado venial. 

La diferencia en la malicia del pecado mortal y venial consiste en lo siguiente: el pecado mortal es contrario al fin principal de la ley eterna, esto es, ataca la sustancia misma de la ley la cual comanda que ningún ser creado debe ser preferido a Dios en tanto fin o igualado a El, mientras que el pecado venial es sólo un desacuerdo con la ley, no contraria u opuesta a ella, no ataca su sustancia. Lo sustancial de la ley, su perfecto logro es entorpecido por el pecado venial.


C. Condiciones. 

Es Cometido un pecado venial cuando la materia del pecado es liviano, aunque la advertencia del intelecto y el consentimiento de la voluntad son totales y deliberados, y, cuando, aunque la materia del pecado sea grave, no hay total advertencia por parte del intelecto y consentimiento total por parte de la voluntad. Un precepto, obliga sub gravis aquello que tiene por objeto un fin importante que lograr y su trasgresión está prohibida bajo pena de perder la amistad de Dios. Un precepto obliga sub levi cuando no está tan directamente impuesto.


D. Efectos. 

El pecado venial no priva al alma de la gracia santificante, ni la disminuye. No produce una mácula o mancha, como lo hace el pecado mortal, pero disminuye el lustre de la virtud – "In anima duplex est nitor, unus quiden habitualis, ex gratia sanctificante, alter actualis ex actibus virtutem, jamvero peccatum veniale impedit quidem fulgorem qui ex actibus virtutum oritur, non autem habitualem nitorem, quia non excludit nec minuit habitum charitatis" (I-II:89:1). El pecado venial frecuente y deliberado disminuye el fervor de la caridad, dispone al pecado mortal (I-II:88:3) y obstruye la recepción de gracias que de otra forma Dios daría. Disgusta a Dios y obliga al pecador a castigo temporal ya sea en su vida o en el Purgatorio. No podemos evitar todo pecado venial en esta vida. “Aunque el mas justo y pío ocasionalmente durante su vida cae en algunos leves pecados diarios, conocidos como veniales, no por ellos deja de ser considerado justo” (Concilio de Trento, sess VI, c. Xi). Y el cánon xxiii dice: “Se alguien declara que un hombre una vez absuelto, no puede pecar de nuevo, o que puede evitar para el resto de su vida todo pecado incluso venial, excomulguemoslo” pero de acuerdo a la opinión común, podemos evitar solo el que sean totalmente deliberados. El pecado venial puede coexistir con el pecado mortal en aquellos que estan separados de Dios por el pecado mortal. Este hecho no cambia su naturaleza o reparabilidad intrínseca, y el hecho que no sea coexistente con la caridad no es resultado de pecado venial sino del mortal. Es per accidens, por una razón extrínseca que el pecado venial en este caso sea irreparable y castigado en el infierno. Que el pecado venial puede aparecer en su verdadera naturaleza como esencialmente diferente al pecado mortal es considerado de facto coexistente con la caridad (I Cor, 3, 8-15). El pecado venial no necesita la gracia de absolución. Puede ser remitido con la oración, la contrición, la comunión ferviente y otras obras pías. Sin embargo, es laudable su confesión (Denz-Bann, 1539).

Permisos y Remedios

Dado que por fé sabemos que Dios es omnipotente, omnisapiente y toda bondad, es difícil considerar el pecado en Su creación. La existencia del mal es el problema subyacente en toda teología. Se han dado varias explicaciones que den cuenta de su existencia, que difieren de acuerdo a los principios filosóficos y credos religiosos de sus autores. Cualquier explicación católica debe tener en cuenta las verdades definidas de la omnipresencia, onmisapiencia y bondad de Dios; la libre voluntad por parte del hombre; el hecho que el sufrimiento es el castigo por el pecado. Del mal metafísico, la negación de un bien mayor, Dios como causa, en tanto ha creado seres con formas limitadas. Del mal físico (malum pænæ) del cual El es también causa. Considerado como procedente de Dios, el mal físico es bueno, y es inflingido como castigo del pecado de acuerdo con decretos de justicia divina, compensando así la violación del orden por el pecado. Es malo sólo para el sujeto afectado por él.

Dios no es la causa del mal moral (malum culpae) (Concilio de Trento, Sess. VI, can.vi) ni directa ni indirectamente. El pecado es una violación del orden, y Dios ordena todas las cosas a El, como el fin último, consecuentemente El no puede ser la causa directa del pecado. El retiro de Dios de la gracia la cual previene el pecado, no lo hace a El la causa indirecta del pecado por cuanto este retiro es efectivo de acuerdo a los decretos de Su divina Sabiduría y justicia como castigo de pecado previo. El no está obligado de impedir el pecado, consecuentemente, no se le puede imputar como causa (I-II:79:1). Cuando leemos en las Escrituras y en los Padres que Dios inclina a los hombres a pecar, el sentido es, ya sea que en Su justo juicio El permite a los hombres caer en el pecado por una licencia punitiva, ejerciendo Su justicia al castigar el pecado pasado; o que El directamente causa no el pecado sino ciertas obras externas, buenas en sí mismas, las cuales son tan abusadas por las voluntades malas de los hombres que aquí y ahora cometen mal; o que el les da el poder de lograr sus malos designios. Respecto del acto físico del pecado, Dios es la causa en tanto que es una entidad y buena. La mala voluntad del hombre es causa suficiente de la malicia del pecado. Dios no puedo haber impedido la creación del hombre por el hecho de prever su caída. Esto habría significado la limitación de su Omnipresencia por una creatura, y habría sido destructiva de El. El era libre de crear al hombre aunque El previó su caída, y El no creó otorgándole libre voluntad y dándole los medios suficientes para perseverar en el bien y así haberlo querido. Debemos agregar nuestra ignorancia de la permisión del mal diciendo las palabras de San Agustín, que Dios no habría permitido el mal y que El no fue lo suficientemente poderoso para hacer bien del mal. La finalidad de Dios al crear este Universo es El mismo, no el bien del hombre y de alguna manera u otra el bien y el mal sirven para Sus fines, y finalmente habrá una restauración del orden violado gracias a la justicia Divina.

Ningún pecado quedará sin castigo. El mal que hacen los hombres debe ser purgado ya sea en este mundo a través de un acto de contrición o en el mundo por venir en el purgatorio o el infierno, de acuerdo al pecado mortal o venial no arrepentido que mancha el alma, y merece castigo eterno o temporal. Dios ha proporcionado un remedio contra el pecado y ha manifestado Su amor y bondad frente a la ingratitud del hombre a través de la Encarnación de Su Divino Hijo; a través de la institución de Su Iglesia para guiar a los hombres e interpretar para el Su ley, la administración de los Sacramentos, que son siete canales de gracia, las cuales usadas apropiadamente suministran un remedio adecuado al pecado y es un medio de unión con Dios en el cielo, el cual es el fin de Su ley.

El sentido de pecado

La comprensión del pecado, en la medida que pueda ser entendido por nuestra inteligencia finita, sirve para unir más al hombre con Dios. Le imprime de un temor saludable, temor de sus propios poderes, temor, si es dejado a sí mismo, de perder la gracia; con la necesidad que existe tras la búsqueda de la ayuda y gracia de Dios para mantenerse firme en el temor y amor de Dios, y así progresar en la vida espiritual. El pecado no puede ser entendido, sin la toma de conciencia que el estado moral presente del hombre no es aquel con el cual Dios lo creó, que sus poderes están debilitados; que tiene que lograr un fin sobrenatural, el cual es imposible por sus propios esfuerzos y sin ayuda, que sin la gracia no hay proporción entre el fin y los medios; que el mundo, la carne y el mal son en realidad agentes activos luchando contra el llevandolo para que los sirva en lugar de servir a Dios. La hipótesis de la evolución da cuenta de la evolución física del origen del hombre, la ciencia no conoce ninguna condición humana bajo la cual el hombre exhiba características del estado de justicia original, ni estado de no pecado. La caída del hombre en esta hipótesis es en realidad un ascenso a un grado superior de ser. “Una caída podría parecer, así como a veces un hombre vicioso parece estar degradado por debajo de las bestias, aunque como promesa y potencia, en realidad fue un ascenso” (Sir O.Lodge “Life and Matter” pag. 79). Esta enseñanza destruye la noción de pecado tal como es enseñada por la Iglesia Católica. El pecado no es una fase de un lucha ascendente, es más bien un rechazo deliberado, y voluntario a luchar. Si no hubiera habido caída desde un estado superior a uno inferior, entonces la enseñanza de las Escrituras, en relación a la Redención y la necesidad de una regeneración bautismal es ininteligible. La enseñanza Católica es aquella que coloca el pecado bajo su verdadera luz, que justifica la condena del pecado que encontramos en las Escrituras. La Iglesia continuamente se esfuerza por inculcar en sus hijos un sentido de temor reverencial al pecado algo a lo cual hay que temer y evitar. Somos creaturas caídas, y nuestra vida espiritual en la tierra es una lucha. El pecado es nuestro enemigo y mientras con nuestras propias fuerzas no lo podemos evitar, con la gracia de Dios si podemos. Si nosotros no ponemos obstáculos a las obras de la gracia, podemos evitar todo pecado deliberado. Si tenemos la mala fortuna de pecar, y buscar la gracia de Dios y su perdón con un corazón humilde y contrito, El no nos repelará. El pecado tiene remedio por la gracia, la cual es dada por Dios, por los méritos de Su único Hijo, Quien nos ha redimido, restaurando con Su pasión y muerte, el orden violado por el pecado de nuestros primeros padres y haciéndonos nuevamente hijos de Dios y herederos del Cielo. Mientras el pecado sea visto como una condición humana necesaria e inevitable, donde la inhabilidad para evitar el pecado es concebido como necesario, el desaliento le sigue naturalmente. Pero, no hay desaliento si son tomadas en cuenta la doctrina Católica de la creación del hombre en un estado superior, la caída por una trasgresión voluntaria, los efectos de ésta transmitidos por decreto Divino a la posteridad, la destrucción del equilibrio de las facultades humanas que dejan al hombre inclinado al mal; los dogmas de la redención y la gracia como reparación del pecado. Dejados a nuestra merced, caemos, pero manteniéndonos cerca de Dios y continuamente buscando Su ayuda podemos pararnos y luchar contra el pecado, y si debemos ganarnos la fé durante la batalla, la recompensa será coronada en el cielo.


Bibliografía:

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Fuente: O'Neil, Arthur Charles. "Sin." The Catholic Encyclopedia. Vol. 14. New York: Robert Appleton Company, 1912. <http://www.newadvent.org/cathen/14004b.htm>.
Traducido por Carolina Eyzaguirre Arroyo.