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lunes, 5 de mayo de 2014

Diarios Digitales: Medios Para la Evangelización

Desde su comercialización, internet produjo una verdadera revolución en lo referido a medios de comunicación, como así también en áreas como el arte, la literatura y otras disciplinas. Trajo progresos, pero también decadencia. Lo que en otros tiempos era difícil de conseguir porque en el país no existía, hoy está al alcance de un clic. La pornografía está presente hasta en las páginas mas “serias”, la violencia es difundida en distintos sitios webs como objeto de entretenimiento y la contranatura y otras inmoralidades, vistas como algo normal, están prácticamente presentes en todos los diarios digitales. Y sobre esto último quiero referirme hoy.

Los diarios digitales más populares, que suelen tener también su versión impresa, y son leídos por millones de personas diariamente, difunden, como dijimos en el primer párrafo, todas las inmoralidades presentándolas como buenas, distorsionan información, según la tendencia política propia del diario y presentan las noticias del Papa y la Iglesia como a ellos les parece que deba ser presentada, menos como realmente debería serlo, dando lugar a interpretaciones descabelladas de palabras del Santo Padre, etc. Pero como Dios de lo más aberrante puede sacar cosas buenas, podemos ser nosotros sus instrumentos para llevar adelante una tarea evangelizadora.

Hace un tiempo me hice una cuenta en un diario muy popular aquí en Argentina, ya que en los foros se puede emitir opiniones. Hay gente buena y gente mala, como en todos los ámbitos, pero sobre todo me llamó la atención la obra evangelizadora de algunos y el buen combate dialéctico sostenido por otros en defensa de nuestra Santa Religión.

Me parece que, si bien la gran mayoría de los que escribe en esos foros, son militantes del odio misoteísta; la minoría católica, cristiana de otras denominaciones, religiones o simplemente atea, pero que respeta las creencias de los demás, hace un gran bien en pos de la Verdad y el respeto entre las personas. Podemos encontrarnos gente que comenta cosas como “Yo soy ateo, pero respeto las creencias de los demás y me parece que juzgar al Papa hoy, año 2014, por lo que pudieron hacer papas anteriores, es un error” ó “No se puede juzgar con la mentalidad y la idiosincrasia de hoy, hechos ocurridos hace quinientos años”. Como verán, no evangelizan, pero sí hacen un gran bien aportando razonamientos a favor de la sana convivencia y el respeto muto.

Pero aquí quiero centrarme principalmente en las posibilidades que se nos presentan para la evangelización y la defensa de la Iglesia. Como dijimos mas arriba, la cantidad de gente que lee los diarios digitales es enorme y muchos de ellos leen también los comentarios que hacen los usuarios en el foro, por lo tanto un comentario evangelizador llegará, como mínimo a decenas de personas. Otra ventaja es que los usuarios que escriben barbaridades e incluso verdaderas blasfemias, generalmente son impulsados por el odio a lo sacro y no son verosímiles ni siquiera para los ateos verdaderos, ya que escriben frases sacadas de páginas o libros de autores mediocres, que repiten lo mismo una y otra vez, haciendo referencia a la inquisición, las cruzadas, la pedofilia en la Iglesia y demás sandeces que son presentadas entre insultos, por lo tanto la credibilidad es baja para los cortos de mente y nula para quien tiene un CI normal.

El principio fundamental para desarrollar nuestra evangelización en estos medios es no caer en la bajeza de los cristianófobos. Si ellos nos insultan, nosotros oremos por ellos; si nos preguntan con real anhelo de aprender, respondamos. No olvidemos que muchos de ellos nunca oyeron el Evangelio y simplemente repiten las tonterías que dicen sus amigos. Hay que aprender a distinguir a aquellos usuarios que son medianamente formados y malintencionados. Dicen cosas como “Santo Tomás de Aquino dijo que las mujeres son defectuosas y mal nacidas”. Ante estas afirmaciones falsas, solamente basta DECIR LA VERDAD. Cualquiera que lea estas premisas, dichas supuestamente por un Santo, se va a dar cuenta que está sacada de contexto o que es un invento de alguien de pocas luces. En internet hay información buena y mala; quien quiera sacarse las dudas realmente de lo que dijo o no dijo un Santo, puede hacerlo tranquilamente, por lo tanto NO TENGAMOS MIEDO DE DECIR LA VERDAD ante las falsas acusaciones de estas personas.



Una vez identificados los mal intencionados y, de ser necesario contraponer a sus afirmaciones la Verdad, es fundamental no interactuar con ellos. Evitemos decir su nombre (o apodo) para que no crean que les estamos dando importancia, ya que no son ellos exclusivamente el objeto de nuestro apostolado, sino todas las personas y la difusión de la Verdad. Para explicarlo mejor: Si confrontamos con ellos, podemos dar la apariencia de que se trata de algo personal, cuando en verdad lo que hacemos es desmitificar, evangelizar y ayudar a que las personas de buena voluntad no se dejen engañar por afirmaciones producto del odio de misoteístas.

Otros usuarios, aunque pueden pensar distinto a la Verdad, tienen buenas intenciones y hacen preguntas que realmente vale la pena responder. Como advertencia y por experiencia propia les digo que son los menos. Es importantísimo, cuando recibimos una pregunta, ver comentarios anteriores del mismo usuario. En muchas ocasiones se trata de un cristianófobo recalcitrante que nos pregunta algo irónicamente para luego burlarse y continuar insultándonos.

La evangelización a través de estos medios implica paciencia y mucha oración. No es lo mismo predicar en un grupo parroquial que hacerlo frente a la hostilidad de personas que odian a Cristo y a su Iglesia. Es muy importante proponerle a los demás hermanos en la Fe que oren por los que están alejados de Cristo, pero fundamentalmente por aquellos que nos persiguen, nos insultan, calumnian contra el Santo Padre y la Iglesia. La oración trae grandes frutos y conversiones.

No olvidemos que nosotros tenemos la ventaja más grande: Pertenecemos a la Iglesia de Cristo, que es depositaria de la Verdad plena, por lo tanto ninguna afirmación contraria a la recta doctrina va a poder encontrar real acogida en los hombres, que fuimos creados por Dios, para Dios y poseemos una naturaleza que, aunque haya quienes quieran torcerla, está en una constante búsqueda del Creador.

Además no olvidemos la promesa que el mismo Cristo hizo a Pedro cuando fundó su Iglesia: Las puertas del infierno no prevalecerán contra ella.

Demos testimonio de nuestra Fe con educación, buen humor y sobre todo con mucha Caridad con los que nos odian. El amor siempre va a vencer al odio y las personas que aún no están muy convencidas de su cristianismo, van a optar siempre por la propuesta amorosa y, sobre todo, por la Verdad.

¡Que Dios los bendiga!

Gustavo Arias.

viernes, 10 de mayo de 2013

La Herejía

Hermanos: Luego de un tiempo sin publicar ninguna entrada, vuelvo con un tema importante que no es muy tenido en cuenta en la actualidad, pero que es de gran importancia; como lo ha sido siempre en la Iglesia, pero que considero que hoy, con tanta apostasía; es más importante que nunca. Se trata de la herejía.

La situación política y social a nivel mundial  ha cambiado mucho; la separación Iglesia-Estado trajo muchos problemas en aquellos países donde el catolicismo era la religión oficial; y la mirada de los fieles respecto a algunos temas se ha "flexibilizado", dando lugar a confusiones e incluso descartando ciertos conceptos por considerarlos anticuados o demasiado "duros". La verdad es que el concepto de herejía es igual hoy a como lo era en la gloriosa Edad Media.

Les dejo un artículo muy interesante que, además de nuevos conocimientos sobre nuestra Fe, les va a proveer las herramientas necesarias para hacer frente a los ataques que muchas personas disparan contra nuestra Santa Iglesia Católica.

I. CONNOTACIÓN Y DEFINICIÓN

El término “herejía” connota, desde el punto de vista etimológico, tanto el acto de elegir como la cosa elegida. Sin embargo, su significado se ha reducido a la elección de doctrinas religiosas o políticas, a la adhesión a iglesias o partidos políticos.
Flavio Josefo aplica ese nombre (airesis) a las tres sectas religiosas prevalecientes en Judea desde el tiempo de los Macabeos: Los saduceos, los fariseos y lo esenios (La Guerras de los Judíos II, VIII, 1; Antigüedades Judías XIII, V, 9). San Pablo es presentado ante el gobernador Félix como el líder de la herejía (aireseos) de los nazarenos (Hechos 24,5). En Roma, los judíos le dicen al mismo Apóstol: “En lo tocante a esta herejía (aireseos), sabemos que todo mundo la contradice”. San Justino (Dial., XVIII, 108), utiliza la palabra ”airesis” con el mismo significado. La segunda carta de San Pedro (2,1) aplica el término a las sectas cristianas: “Hubo también en el pueblo falsos profetas, como habrá entre vosotros falsos maestros que introducirán herejías perniciosas (aireseis apoleias)”. En el griego tardío se llamó “herejías” tanto a las diferentes escuelas filosóficas como a las sectas religiosas.
Santo Tomás (II-II: 11,1) define la herejía del modo siguiente: “Una especie de infidelidad de aquellos que, habiendo profesado la fe en Cristo, corrompen sus dogmas”. “La correcta fe cristiana consiste en asentir voluntariamente con Cristo en todo aquello que pertenece verdaderamente a su enseñanza. Hay, consecuentemente, dos formas de desviarse del cristianismo: una, cuando uno se rehúsa a creer en Cristo, y es lo que se llama infidelidad, que comparten los paganos y los judíos; la otra, cuando uno restringe su creencia solamente a ciertos puntos de la doctrina de Cristo, seleccionados y modificados según la propia conveniencia, y es lo que se llama herejía. El objeto de la fe y de la herejía es, por tanto, el depósito de la fe, o sea, la suma total de las verdades reveladas por la Escritura y la Tradición según nos la propone la Iglesia para que la creamos. El creyente acepta la totalidad del depósito según lo propone la Iglesia; el hereje acepta sólo aquellas partes que su juicio le recomienda. Las razones de la herejía pueden ser: ignorancia del verdadero credo, juicio erróneo, percepción y comprensión imperfectas de los dogmas. En ninguno de esos casos juega la voluntad un papel importante, y ello hace que tal herejía sea solamente material u objetiva, al no darse una de las condiciones de la pecaminosidad: la elección libre. Por otro lado, la voluntad puede libremente inclinar el intelecto a adherirse a algunas de las posiciones que han sido declaradas falsas por la autoridad de la Iglesia. Los motivos para ello pueden ser: orgullo intelectual o confianza excesiva en las propias capacidades; la ilusión de celo religioso; la tentación de poder político o religioso; las ataduras de los bienes materiales y el nivel social; quizás otros menos honorables aún. Este tipo de herejía aceptada sí es sujeto de culpa, en grado variable. Se le llama formal porque al error material añade el elemento informativo de lo “libremente querido”.
Para que la herejía sea formal, debe tener pertinacia, o sea, la adhesión obstinada a una posición particular. Mientras alguien tenga el deseo de someterse libremente a la decisión de la Iglesia, dicha persona será un cristiano católico en el fondo de su corazón y sus creencias falsas no pasarán de ser errores pasajeros y opiniones momentáneas. Teniendo en cuenta que el intelecto humano únicamente puede asentir ante la verdad, sea ésta real o aparente, la pertinacia deliberada, distinta de la oposición caprichosa, supone una firme convicción subjetiva que puede bastar para informar la conciencia y crear la “buena fe”. Convicciones tan firmes pueden ser el resultado de circunstancias sobre las que la persona no tiene control, o de violaciones intelectuales que, en si mismas, pueden ser más o menos voluntarias y, por lo tanto, imputables. Una persona que nace y es formada en un ambiente herético puede llegar a morir sin jamás tener duda de la verdad de sus creencias. Por otro lado, una persona que nace católica puede dejarse arrastrar por remolinos de pensamiento contrario a la Iglesia, de los cuales ninguna autoridad doctrinal puede salvarla, y debido a los cuales su mente llega a ser influenciada por convicciones y consideraciones suficientemente fuertes como para superar su conciencia católica. No corresponde al hombre, sino a Aquel que conoce el fondo de los corazones, el sentarse a juzgar acerca de la culpa que corresponde a un alma herética.


II. DISTINCIONES

La herejía es distinta de la apostasía. El apóstata a fide abandona totalmente la fe cristiana y se adhiere al judaísmo, al Islam, al paganismo o sencillamente cae en el naturalismo o en el desdén por la religión. El hereje siempre permanece fiel a Cristo. La herejía también es distinta del cisma. El cismático- según santo Tomás- es quien libremente se separa de la unidad de la Iglesia. La unidad de la Iglesia consiste en la conexión de sus miembros entre sí y de los miembros con la Cabeza. Esta Cabeza es Cristo y su representante en la Iglesia es el Sumo Pontífice. Es por ello que “cismática” se llama aquella persona que no desea sujetarse a la autoridad del Sumo Pontífice ni comulgar con los miembros de la Iglesia que le están sujetos a este último. Desde que fue proclamada la infalibilidad papal, la mayor parte de los cismas encierran también la negación de este dogma. La herejía se opone a la fe; el cisma, a la caridad. De ese modo, aunque los herejes son también cismáticos, en cuanto que la pérdida de fe también implica cierta separación de la Iglesia, no todos los cismáticos son necesariamente herejes, ya que cualquiera puede, por ira, orgullo, ambición o cosas semejantes, separarse de la plena comunión con la Iglesia y sin embargo seguir creyendo lo que la Iglesia propone para ser creído(II-II, Q. XXIX, a. 1). Claro que tal sujeto debería llamarse más bien rebelde que hereje.


III. GRADOS DE HEREJÍA

Tanto la materia como la forma de la herejía admiten grados, expresados en la siguiente fórmula técnica de teología y de derecho canónico. La adhesión pertinaz a una doctrina contradictoria referente a un asunto de fe claramente definido por la Iglesia es simple y llanamente herejía; herejía de primer grado. Mas si la doctrina en cuestión no ha sido definida expresamente, ni propuesta claramente como artículo de fe del magisterio ordinario y autorizado de la Iglesia, las opiniones contrarias a ella son tituladas sententia haeresi proxima, o sea, una opinión cercana a la herejía. Siguiente: una propuesta doctrinal, si bien en si misma no contradiga el dogma, puede tener consecuencias lógicas que se desvíen de la verdad revelada. Tal propuesta no es hereje; es una propositio teologice erronea, o sea, teológicamente errónea. Puede ser que, en algún caso, la oposición de una teoría a un artículo de fe no sea demostrable estrictamente, sino que dicha oposición apenas alcanza cierto grado de probabilidad. En tal caso, la doctrina dudosa es llamada sententia in haeresi suspecta, haeresim sapiens, o sea, una posición que es sospechosa de, o que sabe a, herejía


IV. GRAVEDAD DEL PECADO DE HEREJÍA

La herejía es considerada un pecado a causa de su propia naturaleza, destructiva de la virtud de la fe cristiana. Su malicia debe medirse, por tanto, por la excelencia del don del que priva al alma. Si la fe es la posesión más valiosa que pueda tener el ser humano- la raíz de su vida sobrenatural, la garantía de su salvación eterna-, entonces la privación de la fe es el mal más terrible que le puede ocurrir, y el rechazo deliberado de la fe es el pecado mayor. Santo Tomás llega a la misma conclusión (II-II, Q. x, a. 3): “Todo pecado es un acto de aversión de Dios. Por lo tanto, el pecado es mayor entre más separa al hombre de Dios. Y la infidelidad – la falta de fe- separa al hombre de Dios más que ningún otro pecado, porque el infiel (el no creyente) no tiene el verdadero conocimiento de Dios; su falso conocimiento no lo ayuda en nada, ya que en lo que cree no es Dios. Queda así demostrado, entonces, cómo es que el pecado de infidelidad (infidelitas) es el mayor dentro del rango total de perversidad”. Y añade: “Si bien los gentiles yerran en más asuntos que los judíos, y los judíos están más lejanos de la fe que los herejes, sin embargo la infidelidad de los judíos constituye un pecado más grave que el de los gentiles porque aquellos corrompieron el Evangelio mismo después de haberlo adoptado y profesado... Es mayor pecado no cumplir lo que se ha prometido que no cumplir lo que no se ha prometido”. No se puede alegar en defensa de los herejes que éstos no niegan la fe que a ellos les parece necesaria para la salvación, sino sólo esos artículos de fe que ellos no consideran pertenecientes al depósito original de la fe. Basta recordar que dos de las verdades más evidentes del depositum fidei son la unidad de la Iglesia y la institución de la autoridad magisterial, encargada de velar por dicha unidad. Tal unidad existe en la Iglesia Católica, y es conservada gracias a la operación de su cuerpo magisterial. Nadie puede negar esos dos hechos. En la constitución de la Iglesia no hay cabida para los juicios privados en lo referente a distinguir lo esencial de lo no esencial. Cualquier intento privado de selección rompe la unidad y atenta contra la autoridad divina de la Iglesia. Va directamente en contra de la fuente misma de la fe. El pecado de herejía es medido no tanto por su objeto sino por su principio formal, que es idéntico para toda herejía: una rebelión en contra de la autoridad constituida divinamente. 


V. ORIGEN, DIFUSIÓN Y PERSISTENCIA DE LA HEREJÍA.
(A) Origen de la herejía.

Diferentes causas y muchas circunstancias externas están en el origen, la difusión y la persistencia de la herejía. El debilitamiento de la fe que ha sido infundida y promovida por el mismo Dios es posible debido al elemento humano que está dentro de la misma fe: el libre albedrío. La voluntad determina libremente al acto de fe porque sus disposiciones morales la mueven a obedecer a Dios, mientras que la debilidad de los motivos de credibilidad le permiten abstenerse de dar su consentimiento y abre la puerta a la duda e incluso al rechazo. La debilidad de los motivos de credibilidad tiene tres causas posibles: la obscuridad del testimonio divino (invidentia attestantis); la obscuridad de los contenidos de la revelación; la oposición entre las obligaciones que impone la fe y las inclinaciones perversas de nuestra naturaleza corrupta. Para conocer mejor el curso que sigue la voluntad humana al alejarse de la fe que antes profesó, es bueno observar casos históricos. Pio X, al analizar las causas del modernismo, dice: “La causa próxima es, sin duda alguna, un error de la mente. Las causas remotas son dos: la curiosidad y el orgullo. La curiosidad, si no es mantenida dentro de sus límites, es capaz por si sola de explicar todos los errores... Pero el orgullo es mucho más efectivo en la tarea de oscurecer la mente y guiarla al error. Y es eso lo que está en la base de las teorías modernistas. Es por orgullo que los modernistas se sobrevalúan a sí mismos... No somos como los demás... rechazan toda sujeción a la autoridad... se presentan como reformadores. Si de las causas morales pasamos a las intelectuales, la primera y más poderosa es la ignorancia... Ellos rinden culto a la filosofía moderna... ignorando completamente la filosofía escolástica y privándose a sí mismos de los medios de aclarar la confusión de sus ideas y de poder enfrentar los sofismas. Su sistema, tan plagado de errores, tuvo su origen en el matrimonio entre la falsa filosofía y la fe” (Encíclica "Pascendi", 8 Septiembre, 1907).
Hasta aquí, el Papa. Si echamos un vistazo a los líderes del modernismo para que nos den razón de sus defecciones, no encontramos ninguna mención del orgullo o la arrogancia, sino que todos parecen coincidir en aceptar que la curiosidad- el deseo de saber como la antigua fe puede enfrentarse con la nueva ciencia- ha sido su motivación. (El lector podrá conocer la posición católica respecto al presunto conflicto entre ciencia y fe en la encíclica “Fides et Ratio”, de S.S. Juan Pablo II. N.T.). En última instancia, apelan a la voz sagrada de la conciencia individual, que les prohíbe profesar externamente como verdadero lo que internamente, y honestamente, tienen como falso. Loisy, a quien se aplica el decreto “Lamentabili”, confiesa a sus lectores que él llegó a su posición “a través de los estudios centrados principalmente en la historia de la Biblia, de los orígenes cristianos y de la religión comparada”. Tyrrell se defiende afirmando: “Son los datos irrefutables del origen y composición del Antiguo y Nuevo Testamentos; del origen de la iglesia cristiana; de su jerarquía, sus instituciones, sus dogmas; del desarrollo gradual del papado; de la historia de la religión en general, que crean una dificultad contra la cual la síntesis de la teología escolástica debe ser, y ya ha sido, convertida en polvo”. “Puedo señalar con mi dedo el punto exacto, o el momento, de mi experiencia, en el que nació mi ‘inmanentismo’. En su “Reglas para el discernimiento de espíritus”... Ignacio de Loyola afirma...etc.”. Es muy interesante desde la perspectiva psicológica observar el punto o momento clave de la ruptura con la fe en las autobiografías de quienes se han separado de la Iglesia. Un análisis de las narraciones personales en “Caminos hacia Roma” y “Caminos desde Roma” lo deja a uno con la impresión de que el corazón humano es un santuario impenetrable a todos menos a Dios y, en cierta medida, a su dueño. Es por tanto recomendable respetar a cada persona su propia individualidad y concentrarse en el estudio de la difusión de la herejía, o de los orígenes de las sociedades heréticas.

(B) Difusión de las herejías.

El crecimiento de las herejías, como el de las plantas, depende de las influencias circundantes más que de su propia fuerza vital. Las filosofías, los ideales y las aspiraciones religiosas, las condiciones socioeconómicas, etc. entran en contacto con la verdad revelada y de ese encuentro surgen nuevas afirmaciones y nuevas negaciones de la doctrina tradicional. El primer requisito de éxito para que una herejía se expanda es una persona fuerte, no necesariamente dotada de gran intelecto o muchos estudios, pero sí muy voluntariosa y osada en la acción. Ese es el perfil de los hombres que, a través de los siglos, han dado sus nombres a nuevas sectas. El segundo requisito es la posibilidad de acomodar la nueva doctrina a la mentalidad de sus contemporáneos y a las condiciones socio-políticas. Y el último, pero no por ello menos importante, es el apoyo de los gobernantes seculares. Un hombre fuerte, en sintonía con su tiempo y apoyado por la fuerza material, puede deformar la religión existente y construir una nueva secta herética. El modernismo fracasó en su intento de formar un cuerpo separado de la Iglesia porque no tuvo un dirigente reconocido, porque sólo pudo convocar a un grupo minoritario de mentes de su tiempo, específicamente un grupo de personas desencantadas con la Iglesia de aquel tiempo, y porque ningún poder secular los apoyó. Mil y un sectas pequeñas han fracasado por idénticas razones, proporcionalmente hablando. Sus nombres están ahí, ocupando páginas de la historia de la Iglesia, pero sus posturas solamente interesan a unos cuantos estudiosos, y no cuentan con seguidor alguno. Tales fueron, por ejemplo, en la época Apostólica, los judeo-cristianos, los judeo-gnósticos, los nicolaítas, los docetas, los cerintianos, los ebionitas, los nazarenos, etc., a quienes siguieron, en los dos siglos siguientes, una variedad de gnósticos sirios y alejandrinos, los ofitas, marcionitas, encatritas, montanistas, maniqueos y otros. Todas las primeras sectas orientales bebieron de la fuente de asombrosas especulaciones, tan queridas a la mente oriental, pero, carentes del apoyo del poder temporal, desaparecieron bajo los anatemas de los guardianes del depositum fidei.
El arrianismo fue la primera herejía que logró hacer pie en la Iglesia y amenazó seriamente su misma existencia y naturaleza. Arrio hizo su aparición en escena cuando los teólogos estaban esforzándose por armonizar las aparentemente contradictorias doctrinas de la unidad de Dios y de la divinidad de Cristo. En vez de ayudar a desanudar el problema, Arrio sencillamente lo cortó afirmando sin ambages que Cristo no es Dios como el Padre, sino una creatura creada en el tiempo. La simplicidad de la solución, el entusiasmo ostentoso de Arrio al defender al “único Dios”, su modo de vida, sus conocimientos y habilidad dialéctica le ganaron muchos adeptos. “En particular, fue apoyado por el famoso Eusebio de Nicomedia, quien tenía mucha influencia ante el Emperador Constantino. Tenía muchos amigos entre los demás obispos de Asia e incluso entre los obispos, presbíteros y monjas de la provincia de Alejandría. Se supo ganar el favor de Constancia, la hermana del emperador, y diseminó su doctrina entre el pueblo a través de su conocido libro, al que él intituló “Thaleia”, o entretenimiento, y a través de cantos apropiados para los marinos, molineros y viajeros” (Addis y Arnold, "A Catholic Dictionary", 7ª. ed., 1905, 54.). El Concilio de Nicea anatematizó al hereje, pero sus anatemas, al igual que los esfuerzos de los obispos católicos, se vieron anulados por la interferencia del poder civil. Constantino y su hermana protegieron a Arrio y a sus seguidores; el sucesor en el trono, Constancio, aseguró el triunfo de la herejía. La persecución acabó por silenciar a los católicos ortodoxos. Pero inmediatamente se inició un conflicto interno entre las filas de los arrianos, pues la herejía, a la que le falta el elemento cohesivo de la autoridad, únicamente puede sostenerse por la coerción. Rápidamente surgieron sectas arrianas: eunomianos, anomeanos, exucontianos, semi-arrianos, acaianos. El Emperador Valente (364-378) brindó todo su apoyo a los arrianos y sólo se logró la paz interna de la Iglesia cuando el Emperador Teodosio, un ortodoxo, revirtió la política de su antecesor y se alió a Roma. Dentro de las fronteras del Imperio Romano prevaleció la fe de Nicea, reforzada ahora por el Concilio de Constantinopla (381). Pero el arrianismo logró mantener reductos durante doscientos años en aquellos sitios donde gobernaron los godos arrianos: Tracia, Italia, África, España, Galia. La conversión del Rey Recaredo de España, quien asumió el trono en 586, significó el fin del arrianismo en sus dominios, y el triunfo de los francos católicos selló el fin del arrianismo en el resto del mundo.
El pelagianismo, que no contaba con apoyo secular, fácilmente fue erradicado de la Iglesia. El eutiquianismo, el nestorianismo y otras herejías cristológicas que se sucedieron una a otra, como eslabones de una cadena, solamente florecieron mientras los poderes temporales de Bizancio y Persia les dieron apoyo. En cuanto se les abandonó a su suerte, fueron sobrecogidos por la división, el estancamiento y el declive.
Pasando sobre el gran cisma que se desplazó del Occidente al Oriente, y sobre la multitud de pequeñas herejías que aparecieron durante la Edad Media sin dejar apenas una huella en la Iglesia, llegamos a las sectas modernas que hacen su aparición a partir de Lutero y que colectivamente se conocen como protestantismo. Los tres elementos de éxito que poseía el arrianismo vuelven a intervenir en el luteranismo y ocasionan que ambos fenómenos religiosos sigan prácticamente líneas paralelas. Lutero fue, en forma eminente, un hombre de su pueblo: bajo su hábito religioso y su toga doctoral convivían las cualidades rudas pero límpidas del campesino sajón. Su voz chillante, su piedad, su preparación académica lo levantaban sobre sus coterráneos, pero no lo alejaban de ellos. Su convivialidad, la crudeza de su lenguaje al conversar y predicar, y sus muchas debilidades humanas, ayudaron a labrarle una gran popularidad. Cuando el dominico John Tetzel comenzó a predicar las indulgencias proclamadas por León X a favor de quienes ayudaran a terminar la basílica de San Pedro en Roma, hubo gran oposición de parte de la gente y de las autoridades eclesiásticas y civiles. Lutero prendió la mecha y la echó al combustible del descontento popular. En poco tiempo adquirió un buen número de seguidores muy fuertes tanto en la Iglesia como en el Estado. El Obispo de Würzburg lo puso bajo la protección del Elector Federico de Sajonia. Lo más probable es que Lutero haya lanzado su campaña con la muy laudable intención de reformar algunos abusos patentes. Pero su inesperado éxito, su temperamento impetuoso y la ambición pronto lo llevaron más allá de los límites fijados por la Iglesia. En 1521, cuatro años después de su ataque contra el abuso de las indulgencias, ya había propagado una nueva doctrina: la Biblia es la única fuente de la fe; la naturaleza humana fue totalmente corrompida por el pecado original; el hombre no es libre; el único responsable de toda acción humana, buena o mala, es Dios; sólo la fe salva; el sacerdocio cristiano no es exclusivo de la jerarquía sino que incluye a todos los fieles. Las masas populares rápidamente concluyeron, a partir de esas doctrinas, que el pecado ya no era pecado y que, más bien, era equiparable a una buena acción. Su capacidad para apelar a los más bajos instintos de la naturaleza humana también excitó el nacionalismo y la ambición. Buscó enfrentar al Papa con el emperador germano y a teutones contra latinos. Hizo un llamado a los príncipes seculares para que confiscaran todas las propiedades de la Iglesia. Y su voz encontró fuerte eco. La historia de los siguientes 130 años del pueblo germano es una sucesión de guerras religiosas, de degradación moral, retroceso artístico y catástrofe industrial; de guerras civiles, pillería, devastación y ruina general. La paz de 1648 estableció el principio: “Cuius regio illius et religio” (A tal rey, tal religión). Consecuentemente, las fronteras territoriales se convirtieron en límites religiosos, en los que los pobladores debían practicar la religión del gobernante de esa región. Vale la pena hacer notar que la frontera fijada por los políticos en 1648 continúa siendo la demarcación entre católicos y protestantes alemanes en la era moderna. La reforma inglesa, más que cualquier otra, fue obra de hábiles políticos. La tierra había sido ya preparada por los Lollard o los Wycliff, los cuales eran bastante numerosos en todas las aldeas aún durante el siglo XVI. No hubo un Lutero británico, pero el trabajo sucio fue realizado por reyes y parlamentarios, a base de leyes penales de incomparable severidad.

(C) Persistencia de la herejía

Hemos visto cómo nace y se expande la herejía. Debemos ahora responder a la pregunta de cómo persiste, o cómo es que tanta gente permanece en la herejía. Una vez que la herejía se apodera del terreno, aprieta la soga utilizando una miríada de formas de influencia sutil, y a veces inconsciente, en la vida de cada persona. Nace un niño en un ambiente herético. Antes de poder incluso pensar por si mismo, ya su mente ha sido llenada y moldeada en casa y la escuela, y en la iglesia, cuya autoridad jamás se pone en duda. Cuando, en la edad madura, las dudas surgen, jamás se tiene oportunidad de referirse a la verdad católica en forma objetiva. Los prejuicios, las desviaciones educacionales, las deformaciones históricas estorban el camino y a veces hasta lo imposibilitan. De ese proceso resulta el estado de conciencia que se conoce técnicamente como bona fides, o buena fe. Incluye una creencia errónea no culpable y errores morales inevitables y justificables, y hasta laudables en ocasiones. En ausencia de buena fe, los asuntos del mundo frecuentemente se convierten en obstáculo para pasar de la herejía a la verdad. Si un gobierno, por ejemplo, favorece a los seguidores de la religión de Estado, la burocracia se convierte en un ejército de misioneros más poderoso que los ministros ordenados. Prusia, Francia y Rusia fueron ejemplo de ello. 


VI. CRISTO, LOS APÓSTOLES Y LOS PADRES HABLAN DE LA HEREJÍA.

La herejía, considerada como rompimiento con la fe, únicamente es posible cuando la fe ha sido promulgada por Cristo. Mateo 24, 11, 23-26 ya lo había vaticinado: “Surgirán muchos falsos profetas, que engañarán a muchos... Entonces si alguno os dice: ‘Mirad, el Cristo está aquí o allá’, no le creáis. Porque surgirán falsos cristos y falsos profetas, que harán grandes signos y prodigios, capaces de engañar, si fuera posible, a los mismos elegidos. ¡Mirad que os lo he predicho!. Así que si os dicen: ‘Está en el desierto’, no salgáis. ‘Está en los aposentos’, no le creáis”. Cristo también definió las características de los falsos profetas: “El que no está conmigo está contra Mí” (Lc 11, 23); “Si les desoye a ellos, díselo a la comunidad, y si hasta a la comunidad desoye, sea para ti como gentil y publicano” (Mt 18, 17); “El que crea y sea bautizado, se salvará, el que no crea, se condenará” (Mc 16, 16). Los Apóstoles siguieron las indicaciones del Maestro. Todo el peso de su fe y misión divinas cae sobre los innovadores. “Si alguno- dice san Pablo- os anuncia un Evangelio distinto del que habéis recibido, ¡sea anatema!” (Gal 1, 9). San Juan opina que un hereje es un seductor, un anticristo, un hombre que causa división en Cristo (I Jn 4, 3; II Jn 7). “No lo recibáis en casa ni lo saludéis” (II Jn 10). Fiel a su oficio y a su naturaleza impetuosa, san Pedro ataca a los herejes con una espada de doble filo: “... falsos profetas, como habrá entre vosotros falsos maestros que introducirán herejías perniciosas y que, negando al Dueño que los adquirió, atraerán sobre si una rápida destrucción... Estos son fuentes y nubes llevadas por el huracán, a quienes está reservada la oscuridad de las tinieblas” (II Pe 1, 1, 17). A lo largo de toda su epístola, san Judas sigue una línea semejante. San Pablo advierte a los perturbadores de la unidad en Corintio diciéndoles: “Las armas de nuestro combate... son capaces de arrasar fortalezas, deshacer sofismas y cualquier baluarte edificado contra el conocimiento de Dios... Y estamos dispuestos a castigar toda desobediencia” (II Cor 10, 4- 6).
Pablo exhorta a todo obispo a llevar a cabo lo que él hizo en Corintio. Así, a Timoteo le dice: “Combate el buen combate, conservando la fe y la conciencia recta. Algunos, por haberla rechazado, naufragaron en la fe; entre ellos están Himeneo y Alejandro, a quienes entregué a Satanás para que aprendiesen a no blasfemar” (I Tim 1, 18-20). Encarece a los ancianos de la Iglesia de Éfeso a tener “cuidado de vosotros y de toda la grey, en medio de la cual os ha puesto el Espíritu Santo como vigilantes para pastorear la Iglesia de Dios... Yo sé que, después de mi partida, se introducirán entre vosotros lobos crueles que no perdonarán el rebaño... Por tanto, vigilad” (Hechos 20, 28-29. 31). A los filipenses (3, 2) les escribe: “Tengan cuidado con los perros”, significando con esta última palabra lo mismo que “lobos crueles”. Los Padres no muestran ninguna misericordia respecto a quienes pervierten la fe. Un escritor protestante (Schaff-Herzog, s. v. Heresy) describe así la enseñanza de los Padres: “Policarpo consideraba a Marción como el hijo mayor del Diablo. Ignacio ve en los herejes a plantas ponzoñosas, o animales con forma humana. Tanto Justino como Tertuliano condenan sus errores considerándolos inspiraciones del Malo. Teófilo los compara a islas desiertas y rocosas contra las que naufragan las naves. Orígenes dice que los piratas colocan luces en puntos altos de los riscos para atraer y destruir las naves que buscan refugio y lo mismo hace el príncipe de este mundo, colocando en alto las luces del conocimiento falso para destruir a los hombres. Jerónimo (Ep. 123) llama “sinagogas de Satán” a las asambleas de herejes, y afirma que se debe evitar reunirse con ellos, así como se evita una serpiente o una alacrán (Ep. 130)”. Estas perspectivas primitivas acerca de la herejía han sido fielmente transmitidas por la Iglesia en épocas posteriores, y se ha actuado en concordancia. No ha habido rompimiento en la Tradición desde san Pedro a san Pío X (o al Papa actual).


VII. JUSTIFICACIÓN DE SUS ENSEÑANZAS.

La primera ley de la vida, en el reino vegetal o animal, entre las personas individuales o reunidas en sociedad, es la preservación de si mismo. El descuido de esta ley conduce a la ruina y a la destrucción. En la vida de una sociedad religiosa, el tejido que une a sus miembros en un solo cuerpo y que los anima con una sola alma, es el símbolo de la fe, el credo o confesión a la que se adhieren como conditio sine qua non para su membresía. Deformar el credo es deformar la Iglesia. La integridad de la regla de fe es más esencial a la cohesión de un grupo religioso que la observancia estricta de sus preceptos morales. La fe tiene entre sus funciones primarias el otorgar los medios para corregir las deficiencias morales; la falta de fe, al cortar la raíz de la vida espiritual, es causa de la muerte del alma. En la larga lista de herejes solamente se encuentra el nombre de uno que se arrepintió: Berengario. El celo con el que la Iglesia guarda y defiende su depósito de la fe es idéntico al instinto de conservación y al deseo de sobrevivencia. Tal instinto no es ni siquiera peculiar de la Iglesia Católica; como es natural, es universal. Todas las sectas, denominaciones, confesiones, escuelas de pensamiento, y las asociaciones de cualquier tipo tienen un conjunto más o menos grande de postulados cuya aceptación es la condición de la que depende su membresía. En la Iglesia Católica esta ley natural ha sido promulgada divinamente, según constatamos en las enseñanzas de Cristo y los Apóstoles. Es una contradicción pedir la libertad de pensamiento en una iglesia, y querer hacerla extensible a todas sus creencias básicas. Al aceptar su membresía, los miembros aceptan las creencias esenciales y renuncian a su libertad de pensamiento en lo tocante a dichas creencias.
Pero ¿cuál autoridad es la que debe decidir qué es y qué no es esencial?. No puede ser, ni duda cabe, ninguna autoridad individual. Al ingresar a una sociedad, del tipo que sea, el individuo cede parte de su individualidad para hacerse parte de la comunidad. Y esa parte es precisamente la capacidad de hacer juicios individuales en lo tocante a lo esencial. Si reasumiera esa libertad dentro del grupo, ipso facto se separaría de su iglesia. Se puede afirmar, entonces, que el poder de decisión recae en la autoridad constituida, la cual en la Iglesia es la jerarquía en cuanto ésta actúa como maestra y guardiana de la fe. No se puede alegar, empero, que este principio limita indebidamente el papel de la razón humana. Es un hecho que sí limita dicho papel, pero no indebidamente, puesto que es consecuencia de la ley natural y divina. El que esa limitación no sea indebida queda evidenciado por otro elemento: (1) el depósito de la fe es, por si mismo, objeto de los más nobles esfuerzos intelectuales, elevando la razón humana sobre su esfera natural, ampliando y profundizando sus perspectivas, ejercitando sus mejores facultades; (2) a la par del depósito, pero conectada lógicamente con él, existe una multitud de puntos dudosos cuya discusión es libre dentro de los límites de la caridad- “in necesariis, unitas; in dubiis, libertas; in omnibus, caritas”. La substitución del Magisterio de la Iglesia por el juicio individual se ha convertido en el solvente que ha hecho desaparecer a cuanta secta lo ha adoptado. Las sectas que han mostrado cierta consistencia son aquellas que, si bien han adoptado el juicio individual en principio, en la realidad lo han considerado siempre como letra muerta y la enseñanza se realiza según ciertos credos y a través de catecismos elaborados por clérigos capacitados. 


VIII. LEGISLACIÓN ECLESIÁSTICA SOBRE LA HEREJÍA.

Siendo la herejía un veneno mortal que se genera en el seno mismo de la Iglesia, debe ser erradicado si es que se desea que ésta viva y lleve a cabo su misión de continuar la obra salvadora de Cristo. Su fundador, que previó la enfermedad, también proveyó la medicina. Dotó a la Iglesia de la infalibilidad al enseñar (Cfr. IGLESIA). El oficio de enseñar corresponde a la jerarquía, la Ecclesia docens, la cual, bajo ciertas condiciones, es el último criterio de verdad en asuntos de fe y moral (Cfr. CONCILIOS). Las decisiones infalibles también pueden ser tomadas por el Papa cuando enseña ex cathedra (Cfr. INFALIBILIDAD) (Cfr. Nos. 888-892, 2035 del Nuevo Catecismo de la Iglesia Católica, publicado por el Papa Juan Pablo II en 1992, N.T.). El párroco en su parroquia y el obispo en su diócesis tienen la obligación de conservar inmaculada la fe de su rebaño. Al pastor supremo de todas las iglesias se le ha dado el oficio de abrevar todo el rebaño cristiano. De ahí que el poder de erradicar la herejía es un elemento esencial en la constitución de la Iglesia. Al igual que otros poderes y facultades, el de erradicar las herejías se debe adaptar en la práctica a las circunstancias de tiempo y lugar y, de modo especial, a las condiciones sociopolíticas. En sus inicios, funcionó sin una organización especial. La costumbre antigua simplemente dejaba que los obispos se encargaran de encontrar las herejías en sus diócesis y vigilar por todos los medios a su alcance que no se difundieran. Cuando alguna doctrina errónea cogía fuerza y amenazaba con desunir la Iglesia, los obispos se reunían en concilios provinciales, metropolitanos, nacionales o ecuménicos. La autoridad de todos ellos juntos se ejercitaba en contra de las falsas doctrinas. El primer concilio fue una reunión sostenida por los Apóstoles en Jerusalén para poner fin a las tendencias judaizantes de algunos cristianos. Ese concilio se convirtió en el prototipo de todos los que lo siguieron: los obispos, unidos con la cabeza de la Iglesia y guiados por el Espíritu Santo, se constituyen en jueces finales sobre asuntos de fe y de moral. El espíritu que mueve a la Iglesia cuando ésta trata sobre herejías y herejes es de suma severidad. San Pablo escribe a Tito: “Al sectario, después de una y otra amonestación, rehúyele; ya sabes que está pervertido y peca, condenado por su propia sentencia” (Tit 3, 10-11). Esta antigua ley refleja una anterior, del mismo Cristo: “Si les desoye a ellos, díselo a la comunidad. Y si hasta la comunidad desoye, sea para ti como el gentil o publicano” (Mt 18, 17). Y también inspira toda la legislación subsecuente respecto a la herejía. La sentencia del hereje obstinado es invariablemente la excomunión. Se le separa de la compañía de los fieles, y se le deja en manos de “Satanás para mortificar su sensualidad, a fin de que el espíritu se salve en el día del Señor” (I Cor 5,5).
Una vez que Constantino tomó sobre sí el papel de obispo laico, episcopus externus, y puso el brazo secular al servicio de la Iglesia, las leyes en contra de los herejes se hicieron cada vez más rigurosas. Bajo la sola disciplina eclesiástica a ningún hereje obstinado se le podía someter a castigo físico; el único daño era el que su obstinación pudiera causarle a su dignidad personal al verse privado de la compañía de los demás hermanos cristianos. Pero durante el gobierno de los emperadores cristianos se comenzaron a aplicar medidas rigurosas incluso contra los bienes o personas de los herejes. Desde la época de Constantino hasta Teodosio y Valentiniano III (313- 424), se pusieron en práctica varias leyes penales en contra de los herejes, acusados de crímenes de Estado. “Tanto en el código de Teodosio como en el de Justiniano se les consideraba personas infames; se prohibía la interrelación con ellos; se les privaba de cualquier oficio de beneficio y dignidad dentro de la administración pública, y se les cargaba con los oficios onerosos, tanto militares como administrativos; se les impedía que dispusieran de sus propios bienes libremente, o que aceptaran herencias de otras personas; se les privaba del derecho de dar o recibir donativos, de hacer contratos, de comprar y vender; se les imponían multas pecuniarias; con frecuencia se les proscribía y se les hacía desaparecer, y en algunos casos, antes de enviarlos al destierro se les flagelaba. Se llegó, en algunos casos muy graves, a dictar sentencia de muerte a los herejes, aunque en tiempos de los emperadores cristianos de Roma, raramente se ejecutaba dicha sentencia. Se narra que fue Teodosio el primer emperador que consideró la herejía como crimen capital. Esta ley se aprobó en 382 en contra de los encratitas, sacóforos y los maniqueos. Los profesores herejes tenían prohibido propagar sus doctrinas pública o privadamente; sostener debates públicos; ordenar obispos, presbíteros o cualquier otro cargo clerical; sostener reuniones religiosas; construir conventos o hacerse de dinero para tal fin. Era permitido que los esclavos informaran a la autoridad sobre sus amos herejes y que recuperaran su libertad llegándose a la Iglesia; los hijos de padres herejes no podían recibir su patrimonio o herencia a menos que volviesen a la Iglesia. Los libros de los herejes eran quemados. (Cfr. “Codex Theodosianus”, lib. XVI, tit. 5, “De haereticis”).
Esa legislación permaneció vigente, y con mayor severidad, durante el reinado de los bárbaros invasores que se alzaron con la victoria sobre las ruinas del Imperio Romano de Occidente. Fue en el siglo XI que por primera vez se ordenó la quema de los herejes. El sínodo de Verona (1184) impuso a los obispos la obligación de hallar a los herejes de sus diócesis y entregarlos al poder secular. Otros sínodos, y el IV Concilio de Letrán (1215), en el pontificado de Inocencio III, reiteraron y reactivaron dicho decreto, especialmente el sínodo de Toulouse (1229), que estableció inquisidores en cada parroquia (un sacerdote y dos laicos). Todo mundo tenía obligación de denunciar a los herejes; los nombres de los testigos se conservaban en secreto. Posteriormente al año 1243, cuando Inocencio IV ratificó las leyes de los emperadores Federico II y Luis IX contra los herejes, se empezó a aplicar tortura durante los juicios; los reos eran entregados a las autoridades civiles y algunos morían quemados. Pablo III (1542) estableció, y Sixto V organizó, la Congregación Romana de la Inquisición, o del Santo Oficio, que era un tribunal de justicia para tratar asuntos de herejías y herejes (Cfr. CONGREGACIONES ROMANAS). La Congregación del Índice, instituida por Pio V, tiene como ámbito de trabajo el cuidado de la fe y de la moral en la literatura, y actúa en referencia a los libros del mismo que modo que el Santo Oficio actúa en referencia a las personas (Cfr. ÍNDICE DE LIBROS PROHIBIDOS). (La Congregación Romana de la Inquisición, o Santo Oficio, ha sido reemplazada contemporáneamente por la Congregación para la Doctrina de la Fe, y el Índice de libros prohibidos dejó de existir el 14 de junio de 1966, por orden del Papa Pablo VI. Algunas normas, sin embargo, referentes a la lectura y escritura de libros referentes a la fe y las costumbres quedaron descritas en los códigos 831 y 832 del Código de Derecho Canónico de 1986. N.T.). El Papa Pio X ordenó que cada diócesis contara con un panel de censores y con un comité de vigilancia cuyas funciones eran encontrar e informar acerca de escritos o personas sospechosas de la herejía del modernismo (Encíclica "Pascendi", 8 septiembre., 1907). La legislación moderna acerca de la herejía no ha perdido nada de su antigua severidad, si bien hoy día las penas son estrictamente de orden espiritual. No está vigente ninguno de los castigos que requerían de la intervención del poder civil. Aún en naciones donde el abismo entre lo espiritual y los poderes seculares no significa hostilidad o total separación, la pena de muerte, la confiscación de bienes, encarcelamiento, etc., ya no se aplican a los herejes. Los castigos espirituales son de dos tipos: latae y ferendae sententiae. Aquellos corresponden al mero acto de herejía, sin que medie sentencia judicial. Los últimos son aplicados después de un juicio en un tribunal eclesiástico, o por un obispo actuando ex informata conscientia, o sea, basado en cierta información y dispensando los procedimientos normales.
Las penas (cfr. CENSURAS, ECLESIASTICAS) latae sententiae son: (1) excomunión reservada especialmente al Sumo Pontífice. En ella incurren quienes apostatan de la fe católica, los herejes, cualquiera que sea su nombre y sin importar a qué secta pertenezcan, y todos aquellos que creen en ellos (credentes), quienes los acogen, apoyan y los defienden en alguna forma (Constitución “Apostolicae sedis”, 1869). En esa parte, se entiende por “hereje” a quien lo es formalmente, pero también a quien tiene dudas positivas, o sea, aquel cuyas dudas tienen el soporte de argumentos de razón. Excluye a quien duda negativamente, o sea, quien duda sin ni siquiera formular un argumento en su propia defensa. Los creyentes (credentes) en la herejía son aquellas personas que, sin someter su doctrina a examen, manifiestan un asentimiento general respecto a las enseñanzas de una secta.; los favorecedores (fautores) son aquellos que por omisión o comisión le brindan apoyo a la herejía y con ello favorecen su difusión. Los acogedores y defensores son quienes brindan a los herejes refugio en contra de los rigores de la ley. (2) “Excomunión reservada especialmente al Romano Pontífice, en la que incurren todos aquellos que, sin autorización de la Sede Apostólica, leen libros de los apóstatas o de herejes, en los que se defiende la herejía. Así mismo, los lectores de libros de autores prohibidos explícitamente en cartas apostólicas, o quienes posean, impriman o defiendan tales obras” (Apost. Sedis, 1890). Por “libro” se entiende aquí un volumen de cierto tamaño y unidad. Los periódicos y manuscritos- aunque no sean libros, sino publicaciones seriadas, pero que han de constituir un libro una vez que hayan sido concluidas- también caen en esta censura. Leer “a sabiendas” (scienter) implica que el lector sabe que el libro que lee es obra de un hereje, o que defiende una herejía, y que es, por tanto una obra prohibida. “Libros... prohibidos específicamente en cartas apostólicas” se refiere a libros condenados en bulas, breves y encíclicas escritas directamente por el Papa. No se incluyen ahí los libros prohibidos por decretos de las congregaciones romanas, aunque su prohibición tenga la autorización papal. Los “impresores” de obras heréticas son el editor que da la orden y el impresor que la ejecuta, e incluso quien revisa las pruebas, pero no el operario que realiza la parte mecánica de la publicación.
Las penas adicionales que deben ser decretadas por sentencias judiciales son las siguientes. Los apóstatas o herejes caen en irregularidad, o sea, quedan impedidos de recibir las órdenes sagradas o de ejercitar legalmente los derechos y obligaciones propias de aquellas. Caen en infamia, o sea, son públicamente notorios como culpables deshonrosos. La mácula de la infamia será heredada por los hijos y nietos de los herejes irrepentos. Los clérigos herejes y todos aquellos que los acogen, defienden o favorecen también quedan privados ipso facto de sus beneficios, oficios y jurisdicción eclesiástica. Si se diera el caso de que un papa llegara a ser claramente culpable de herejía, cesaría de ser papa porque cesaría de ser miembro de la Iglesia. Si alguien recibiera el bautismo de manos de un hereje declarado, dicha persona caería en irregularidad. La herejía constituye un impedimento para contraer matrimonio con un católico (mixta religio) del cual puede dispensar el Papa o algún obispo con tal poder (Cfr. IMPEDIMENTIOS). Lo que se llama communicatio in sacris, o sea, la participación activa de un católico en celebraciones religiosas no católicas, en si misma sí es ilegal, pero no es intrínsecamente mala de modo tal que no pueda ser dispensada en algunas circunstancias. Los amigos o parientes pueden, por buenas razones, acompañar un funeral, asistir al matrimonio o bautismo, sin causar escándalo, o brindar apoyo a la parte no católica, absteniéndose de tomar parte activa en las celebraciones. El motivo de la participación en esos ritos es la amistad o la cortesía, pero no debe implicar aprobación de los rituales. Los no católicos son bienvenidos a todas las celebraciones católicas excepto, claro, a los sacramentos.


IX. PRINCIPIOS DE LEGISLACIÓN ECLESIÁSTICA.

Los principios rectores de la legislación eclesiástica en torno a las herejías son los siguientes:
La Iglesia distingue entre hereje formal y material. Al primero le aplica el canon: “Sostiene firmemente y no tiene duda alguna que los herejes y cismáticos tendrán parte con el Diablo y sus ángeles en las llamas eternas, a menos que antes del fin de sus vidas se incorporen y reingresen a la Iglesia Católica”. Nadie está obligado a ser parte de la Iglesia, pero habiendo alguien entrado una vez a través del bautismo, debe respetar las promesas que libremente hizo. Para controlar y atraer de nuevo a sus hijos rebeldes, la Iglesia utiliza tanto su poder espiritual como el secular que estén a su alcance. Frente a los herejes materiales, la Iglesia actúa siguiendo la regla de san Agustín: “No debe considerarse hereje quien no defienda sus opiniones falsas y perversas con celo pertinaz (animositas). Sobre todo si el error no es fruto de una audaz presunción sino que le ha sido transmitido al hereje por padres que han sido seducidos a su vez, y cuando esa persona anda en busca de la verdad con cuidadosa solicitud y dispuesto a ser corregido” (P.L. XXXIII, ep. XLIII, 160). Pio IX, en una carta escrita a los obispos de Italia (10 agosto de 1863), reafirma esta doctrina católica: “Es sabido por Nos y por ustedes que aquellos que están en ignorancia invencible respecto a nuestra religión, pero que observan la ley natural... y están dispuestos a obedecer a Dios y llevar una vida honesta y recta, pueden, con la ayuda de la luz y la gracia divinas, alcanzar la vida eterna... pues Dios... no permite que sea castigado quien no es deliberadamente culpable” (Denzinger, “Enchiridion”, 1529).



X. JURISDICCIÓN ECLESIÁSTICA SOBRE LOS HEREJES
Por el hecho de haber recibido el bautismo válidamente los herejes también está dentro de la jurisdicción de la Iglesia. Y si son de buena fe, pertenecen también al alma de la Iglesia. Su separación material, sin embargo, les impide el uso de los derechos eclesiásticos, excepto el de ser juzgados por la ley eclesiástica en el caso de ser convocados a un tribunal eclesiástico. Mas no están obligados a regirse por las leyes eclesiásticas emitidas para el bienestar espiritual de los miembros de la Iglesia, por ejemplo, los seis mandamientos de la Iglesia.


XI. RECEPCIÓN DE LOS CONVERSOS

Las personas que se convierten a la fe, antes de ser recibidos en ella, deben ser instruidos perfectamente en la doctrina católica. Es facultad de los obispos el reconciliar a los herejes, aunque esa función puede ser delegada a cualquier sacerdote con cura de almas. En Inglaterra se requiere un permiso especial para cada reconciliación, exceptuado el caso de los menores de 14 años o de personas agobiadas por enfermedades graves. Este permiso se concede cuando el sacerdote puede atestiguar por escrito que el candidato está suficientemente instruido y preparado, y que existe una razonable garantía de perseverancia. El procedimiento de esta clase de reconciliación es como sigue: primero, abjuración de la herejía o profesión de fe; segundo, bautismo bajo condición (esto se realiza cuando existe duda respecto al bautismo herético); tercero, confesión sacramental y absolución condicional. 


XII. PAPEL DE LA HEREJÍA EN LA HISTORIA

Generalmente, el papel de la herejía en la historia ha sido de perversidad. Sus raíces se encuentran en la naturaleza humana corrupta. Ha llegado a la Iglesia según lo predijo su divino fundador; ha destruido los vínculos de la caridad en las familias, regiones, estados y naciones; se han levantado las piras y desenvainado las espadas tanto en su defensa como en su represión; a su paso sólo han quedado ruina y miseria. La prevalencia de la herejía, con todo, no ha logrado probar que la Iglesia no tiene origen divino, así como tampoco la existencia del mal ha podido probar que no exista un Dios de bondad. Al igual que otros males, la herejía es permitida como una prueba de fe en la Iglesia militante, y quizás como castigo por otros pecados. El desmoronamiento y desintegración de las sectas heréticas también provee un sólido argumento para la necesidad de una fuerte autoridad de enseñanza. Las interminables controversias con los herejes han sido causa indirecta de los mayores desarrollos doctrinales y definiciones formuladas en concilios para la edificación del Cuerpo de Cristo. Así fue como los evangelios espurios de los gnósticos prepararon el terreno para que se determinara el canon de la Sagrada Escritura; las herejías patripasiana, sabeliana, arriana y macedonia fueron la oportunidad para que se aclarara mejor el concepto de la Trinidad; los errores nestorianos y eutiquianos propiciaron que la Iglesia definiera los dogmas de la naturaleza y persona de Cristo. Y así ha sido hasta el modernismo, que ha provocado una solemne afirmación del valor de lo sobrenatural en la historia.


XIII. INTOLERANCIA Y CRUELDAD

Frecuentemente se ha acusado a la Iglesia de tener una legislación cruel e intolerante con respecto a la herejía y a los herejes. Definitivamente sí es intolerante. Su misma raison d’être es la intolerancia de las doctrinas que puedan minar la fe. Pero esa intolerancia es esencial a todo lo que existe, se mueve o vive. Tolerar elementos destructivos dentro del propio organismo es equivalente al suicidio. Las sectas heréticas también están sujetas a la misma ley: viven o mueren en la medida en que son capaces de aplicar o desdeñar ese principio. La acusación de crueldad es fácilmente rebatible. Toda medida de represión necesariamente causa sufrimiento y molestia; es parte de su naturaleza. Pero eso no la hace cruel. El padre que castiga a su hijo culpable es justo y puede tener un corazón tierno. La crueldad hace su aparición cuando el castigo excede el grado conveniente. Los opositores dice: “Precisamente. Los castigos aplicados por la Inquisición excedieron todo sentimiento humano”. Respondemos: “Sí ofenden los sentimientos de generaciones posteriores, en las que hay menos cuidado por la pureza de la fe. Pero no los sentimientos de su tiempo, cuando la herejía era vista como algo más perverso que la traición”. Prueba de ello es que los inquisidores sólo juzgaban la culpabilidad del acusado y luego lo entregaban al poder secular para que fuera tratado según la leyes creadas por los emperadores y reyes. La gente del Medioevo no encontraba en el sistema los mismos defectos que le encuentran los críticos actuales. De hecho los herejes han sido quemados por el populacho desde siglos antes que la Inquisición existiera como institución. Y cuando los herejes han dominado la situación se han dado prisa a aplicar las mismas leyes. Ese ha sido el caso de los hugonotes en Francia, los husitas en Bohemia, los calvinistas en Génova, los estatistas elizabetanos y los puritanos en Inglaterra. La tolerancia hizo su aparición cuando la fe se debilitó. Curiosamente las medidas moderadas fueron utilizadas sólo cuando ya no existía la fuerza para aplicar medidas más severas. Aún arden las brasas del Kulturkampf en Alemania; aún son un escándalo las leyes de separación y confiscamiento y el ostracismo hacia los católicos franceses. Cristo fue muy claro: “No crean que he venido a traer paz a la tierra; no traje la paz, sino la espada” (Mt 10, 34). La historia de las herejías verifica esta predicción y demuestra, además, que el mayor número de víctimas de la espada está del lado de los fieles que se adhirieron a la Iglesia fundada por Cristo (Cfr. INQUISICIÓN).
(El lector encontrará una “nueva” mentalidad de la Iglesia respecto a los herejes, o personas que se han separado de la Iglesia Católica por razones de fe, en el Decreto “Unitatis Redintegratio”, del Concilio Vaticano II. Sin embargo, la Iglesia no ha olvidado su función como vigilante de la fe, y lo expresa en el Código de Derecho canónico, cánones 1364- 1377. N.T.)
 
Autor: J. WILHELM
Transcrito por Mary Ann Grelinger
Traducido por Javier Algara Cossío


Fuente: Enciclopedia Católica (AciPrensa)

miércoles, 9 de enero de 2013

Los Ateos

Aquí nos vamos a referir a aquellas personas ateas que tienen militancia; o sea, que tratan de imponer la idea de que Dios no existe, acusando de “mentes cerradas” a los que tienen creencias religiosas, alegando que el religioso se opone a la ciencia o a cualquier tipo de demostración empírica; limitando toda su cosmovisión a la fe.

A la acusación que se nos hace de “mentes cerradas”, basta con responder que nosotros como creyentes aceptamos la ciencia plenamente, siempre que sea utilizada con fines lícitos. Obviamente, no podemos aceptar la ciencia que pretenda reproducir seres humanos en tubos de ensayo, abortando vidas humanas a prueba y error como si fueran cucarachas.

Recomiendo leer la encíclica Fides et Radio del Beato Juan Pablo II. En ella se exponen todas las relaciones entre Fe y Razón.

¡Mentes cerradas! ¡Retrógrados! Son algunos de los calificativos que los lobbys ateos nos ponen. Efectivamente cualquier persona de fe puede sentirse ofendida ante situaciones donde un grupo de activistas ateos ataca los valores cristianos y pretende que toda la sociedad piense como ellos.

Mentes cerradas son ustedes, ateos; bastaría decir. Ante la pregunta de uno de ellos… ¿Por qué?, debemos responder: Porque ustedes solamente creen en lo que sus sentidos pueden percibir y lo que sus humanas y limitadas mentes pueden comprender; en cambio yo creo en las maravillas de la ciencia y admiro a los hombres que aportan día a día nuevos avances para la salud de la humanidad toda, pero creo principalmente en Dios que es fuente de toda Verdad, ciencia, justicia y cosa que exista en el universo.

Ante “retrógrado” podemos darles la razón y se van a ir contentos. Realmente este vocablo tiene distintas acepciones y un hombre de buena voluntad acusado de retrógrado, va a interpretar este epíteto de manera realmente favorable. Uno de los significados de esta palabra que encontré en internet, expresa lo siguiente:

Partidario de ideas, actitudes, etc.,propias exclusivamente de tiempos pasados,y enemigo de cambios e innovaciones.

Realmente nuestra religión surgió hace mas de 2000 años, por lo tanto somos partidarios de “ideas” de tiempos pasados. Enemigos de “cambios e innovaciones” también somos, siempre que se entienda correctamente el concepto de estas dos palabras. Una cosa es oponerse al uso de automóviles y otra muy distinta es oponerse a que se trate de tergiversar el concepto de “matrimonio” instituido por Dios.

San Pío X en su Encíclica Pascendi Dominici Greeci, condena el modernismo y pone como una de las corrientes principales de esta filosofía al agnosticismo.

El Concilio Vaticano II, en su Constitución Gaudiun et spes, 19 nos dice:

La razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la unión con Dios. Desde su mismo nacimiento, el hombre es invitado al diálogo con Dios. Existe pura y simplemente por el amor de Dios, que lo creó, y por el amor de Dios, que lo conserva. Y sólo se puede decir que vive en la plenitud de la verdad cuando reconoce libremente ese amor y se confía por entero a su Creador. Muchos son, sin embargo, los que hoy día se desentienden del todo de esta íntima y vital unión con Dios o la niegan en forma explícita. Es este ateísmo uno de los fenómenos más graves de nuestro tiempo. Y debe ser examinado con toda atención.

No olvidemos también que la fe es un don y no todos los seres humanos gozan de ella. Es imprescindible orar por aquellas personas cercanas a nosotros que todavía no recibieron esta gracia de Dios para que puedan creer en El y así alcanzar la salvación.

Dicho todo lo anterior, el ateísmo seguramente tendrá más y más razonamientos vagos para argüirnos, pero no olvidemos algo muy importante que todo católico debe tener en cuenta: LA IGLESIA CATOLICA ES LA RELIGION VERDADERA, FUNDADA POR JESUCRISTO; UNICO MEDIO DE SALVACION Y GUARDIANA DE LA UNICA VERDAD.



Sergio Arias


Introducción a la Apologética

Querido lector:

En esta segunda entrada quiero compartir un texto muy interesante sobre un concepto que poco a poco fué introduciéndose como parte esencial de la formación católica; se trata de la Apologética. Si bien este término es bastante antiguo, no era hasta hace unos años, muy común entre los católicos laicos.


 Introducción a la apologética como ciencia teológica*
(Por: Dr. Proaño Gil, en la Gran Enciclopedia Rialp)

1.Naturaleza y objeto

Apologética [en adelante se abrevia con “A.”], del griego “apologeisthai”, defenderse, significa en el terreno religioso la defensa de la religión mediante su legitimación ante la razón. 

La A. se diferencia de la tipología, por cuanto ésta pretende únicamente justificar una verdad o un hecho particular, o atendiendo a circunstancias concretas y temporales. Así, pues, la A. católica es una defensa y justificación racional de toda la religión católica; realiza una legitimación científica y perennemente válida de toda la fe. No trata de demostrar o explicar cada uno de los dogmas del catolicismo, ni mucho menos por sus razones internas; porque, cuando se trata de misterios absolutos, éstos no son susceptibles de tal demostración, y únicamente se aceptan por el testimonio y la autoridad divina de quien los ha revelado; de ello se ocupa la teología dogmática, que hace ver cómo se contienen en la Revelación divina (Escritura, Tradición) y trata de profundizar en el contenido y en la coherencia de cada uno de los dogmas. La A. defiende los dogmas de una manera genérica y universal, en cuanto defiende y legitima la autoridad de la Iglesia que los propone.
Para esta justificación general de la religión católica los pasos obligados son los siguientes: 

1) la llamada demostración religiosa o legitimación racional del fenómeno religioso, mostrando también su carácter obligatorio para el hombre y las condiciones fundamentales en que debe desarrollarse; 

2) la demostración cristiana, probando la auténtica historicidad de la irrupción de Dios en la historia humana revelando su vida, su voluntad, y sus verdades salvadoras, por medio de los Patriarcas y Profetas; pero muy en especial por medio de Jesucristo y de sus Apóstoles; 

3) la demostración católica, haciendo ver que la Iglesia católica romana continúa la misión salvífica de Cristo y es la depositaria fiel y autorizada de sus enseñanzas.

También puede decirse que la A. muestra el carácter racional de la fe, ya que legitima ante la razón la verdad de la religión y, en concreto, la cristiana y católica. En la fe, conforme a la definición del conc. Vaticano I (Denz. Sch. 3008), se da el asentimiento de la inteligencia a las verdades reveladas por Dios, no porque veamos su intrínseca verdad con la luz natural de la razón, sino por la autoridad del mismo Dios revelante que ni puede engañarse ni engañar. Es decir, el asentimiento de la fe supone previamente la persuasión de que Dios ha revelado. Si esta persuasión del hecho de la Revelación es cierta, esto es, objetivamente motivada, firme y sin temor prudente de equivocarse, entonces el asentimiento de la fe podrá ser racional, prudente y poseer fundadas garantías de ser constante. La A. estudia y propone los llamados motivos de credibilidad que son todos aquellos argumentos o razones que demuestran el hecho histórico de la revelación divina y la legitimidad del Magisterio infalible de la Iglesia, por medio del cual solemos conocer las verdades de la fe; de este modo muestra que las verdades de la fe son creíbles. También es propio de la A. proponer los motivos de credibilidad, esto es, aquellas razones que fundamentan la obligación de creer y, en general, los valores y estímulos que pueden ofrecerse a la voluntad para que acepte y quiera realizar con gusto el acto de fe. Así, pues, la A. no sólo demuestra la credibilidad de la fe, y su posibilidad, sino que conduce hasta el umbral mismo de la fe, demostrando la obligación de creer y de aceptar el Magisterio eclesiástico y los valores que hay en la fe. Se dice que la A. conduce hasta el umbral de la fe, porque siempre será necesaria también la ayuda de la gracia (v. infra, 3). La A., pues, tiene la finalidad de ayudar a encontrar la Iglesia al que todavía no cree; y al que ya esté en ella, confirmarle y asegurarle en la fe que ha abrazado.

Aunque la A. trata de demostrar el hecho de la Revelación y la obligación y valores que hay en aceptar esta Revelación, no por eso tendrá que demostrar todas las verdades que preparan esa demostración. Podrá presuponer que se conocen ya, y tomarlas de otras ciencias, si se trata de la A. teórica, porque en la A. práctica con frecuencia habrá que comenzar por ellas. Estas verdades que lógicamente se presuponen en las demostraciones apologéticas, son previas al conocimiento de los motivos de credibilidad y previas a la misma fe. Por esto se han llamado preámbulos de la fe. Tales son: el valor objetivo de nuestros conocimientos y la posibilidad de llegar a la certeza y a la verdad absoluta, sin contentarse con una mera verdad relativa o pragmática, ni caer en el escepticismo o agnosticismo total; según enseña la Epistemología. También la libertad del alma humana, que demuestra la Psicología; la existencia de un Dios personal, que prueba la Teodicea, etc. Hay, pues, presupuestos filosóficos, o de sentido común, que están en la base de toda demostración apologética; sin ellos no podría avanzarse en este camino. Pero no todo error filosófico, aunque fuera craso, impediría la argumentación en A., mientras permanezca el buen sentido común y el uso de la recta razón. Poco a poco, y aceptando la fe, podrán llegarse a destruir aquellos errores que al principio no estorbaban o no afectaban a la validez de las pruebas apologéticas.

2. Relaciones con otras ciencias teológicas

La Teología fundamental se ocupa de los fundamentos racionales de la fe y del dogma y, por esto, en parte coincide con la A. Ambas demuestran el hecho de la Revelación por Jesucristo y la existencia de la Iglesia como sociedad salvífica y con sus prerrogativas y Magisterio infalible. Ambas pueden también extenderse en la consideración previa del hecho religioso universal y en la teoría general de la religión y de la Revelación, estudiando sus manifestaciones en la historia y los signos o criterios con que la revelación se acredita. Pero la primera abarca más que la A., porque estudia también los fundamentos de la Teología dogmática, que son la Escritura y la Tradición, demostrando su existencia y estudiando sus propiedades y manera de conocerlas e interpretarlas, como fundamentos del Dogma. 

La Teología fundamental, pues, comprende la A. y además otro tratado que estudia dónde se contiene la revelación y por dónde se nos comunica. La Teología fundamental se relaciona directamente con la dogmática y es como una introducción a ésta: como el puente entre la Filosofía y la Teología dogmática. Por esto el nombre de Teología fundamental designa el fin interno, teológico y positivo de esta materia; es palabra de mayor comprensión o alcance; mientras que la A. suena a defensa y a labor en cierto modo negativa, y es palabra de menor alcance o comprensión en su concepto. 

Por otra parte la Teología fundamental designa un camino teológico en la manera de proceder, en cuanto que desarrolla sus investigaciones y conclusiones a la luz del Magisterio de la Iglesia, que le sirve de guía; mientras que la A. de suyo prescinde de este aspecto teológico de los problemas, aunque puede también seguirlo.
Hay, en efecto, una A. teológica y una A. meramente científica; o, si se quiere, una Teología apologética y una Ciencia apologética. La Teología apologética procede desde un punto de vista teológico y, como toda la Teología, parte del Magisterio eclesiástico como de norma próxima de la fe, Magisterio que le sirve de norma positiva en su investigación; y con cuya luz estudia los problemas apologéticos, por ejemplo, sobre la Revelación y los misterios; sobre los criterios para demostrar el hecho de la revelación; sobre los Evangelios y su historicidad; sobre si la gracia es necesaria para percibir el valor de las pruebas, etc. Y algunos problemas los estudia precisamente porque de ellos se ha ocupado el Magisterio, por ejemplo, la A. de inmanencia, es decir, la A. a base de las indigencias inmanentes, lagunas y necesidades de luz y esfuerzo que aparecen en la naturaleza humana (como es el caso del filósofo Blondel y lo que se ha dado ha llamar luego el Blondelismo). Pero esta Teología apologética, aunque usa del Magisterio eclesiástico y de las verdades de la fe, como guía y norma extrínseca de sus demostraciones, no puede servirse de ellas para la demostración intrínseca de sus verdades. Porque entonces se serviría de aquello que intenta precisamente demostrar, la legitimidad de la fe y del Magisterio de la Iglesia; y caería, por tanto, en un círculo vicioso. 

Esta manera de proceder, a la luz del Magisterio, puede ser propia de un católico que, desde dentro de la Iglesia, trata de justificar su propia fe con argumentos reflejamente científicos y razonados. Un católico está ya cierto del hecho de la revelación y de la legitimidad de la Iglesia, al menos con certeza vulgar, que es verdadera certeza objetiva, o con certeza respectiva (suficiente para niños y personas de escasa formación cultural); pero con frecuencia querrá satisfacer el interés psicológico de responder científicamente a la pregunta de por qué cree y por qué se fía de la Iglesia y de su Magisterio. Este interés psicológico lo satisface la Teología apologética que da respuesta a estas preguntas. También puede satisfacer al deseo que tenga el católico de capacitarse para exponer ante otros las razones que hay para creer. La Teología apologética considera, por consiguiente, el caso de quien mira desde dentro de la Iglesia a fuera; mientras que la Ciencia apologética tiene ante la vista el caso del que está fuera y quiere ver las razones que hay para entrar dentro. Pero, una y otra, Teología apologética y mera Ciencia apologética, aunque parten de diferentes enfoques, no basan sus demostraciones en el Dogma o en el Magisterio (que tratan de justificar), sino en la Historia y en la Filosofía (o si se quiere, en los hechos históricos y en el sentido común).

Respecto de la Teología dogmática (v.), que estudia las verdades reveladas por Dios, la A. se distingue de ella por los principios de donde parte, por el método que sigue y por el objeto que estudia. Los principios de la Teología dogmática son las verdades de la fe sobrenatural; los principios de la A. son verdades de orden natural, bien de orden histórico, bien de orden filosófico o experimental; no presupone la fe. El método de demostración en Teología dogmática es a base de la revelación divina pública; en A. es a base de la razón natural. El objeto que estudia la Teología es Dios y todas las cosas que se refieren a Dios, y su objeto formal o aspecto bajo el cual las examina, es en cuanto se conocen por la Revelación; la A., en cambio, estudia el hecho de la Revelación, y, por consiguiente, algo de Dios, y también de la Iglesia como depositaria de misión y de doctrina divinas; con frecuencia considera el mismo objeto material que la Teología dogmática: Dios, Jesucristo, la Iglesia; pero es diverso el objeto formal, o aspecto bajo el cual estudia dichas materias, porque la A. las estudia en cuanto se conocen y se demuestran con la razón natural. La Teología dogmática presupone la fe; y quien no tuviere fe, no alcanzaría bien los principios de esta ciencia ni llegaría a ser verdaderamente teólogo. La A. hace posible la fe en muchos casos, con individuos reflexivos y exigentes, en cuanto -que echa los cimientos o el fundamento racional de la fe. La A. se dirige muy principalmente a los que no tienen fe, a los cuales ayuda a convertir.

Puede preguntarse, sin embargo, si la A. y en concreto la que hemos llamado A. teológica forma en realidad parte de la Teología. Además de que el objeto material de ambas disciplinas coincide en parte, como acabamos de ver, aunque tratado desde diferente punto de vista, lo decisivo para considerar la A. como función teológica es que toda ciencia suprema (como lo son la Metafísica en el orden natural y la Teología dogmática en el sobrenatural) debe defender sus propios principios, cuando no son de por sí evidentes. Y así como la Metafísica racional defiende sus propios principios, y entre ellos aquellos que fundan la validez objetiva del conocimiento humano; mediante la Criteriología o Epistemología; así la Metafísica sobrenatural (la Teología) defiende la validez de los suyos, que son las verdades de la fe, mediante la “Criteriología sobrenatural”, como también se ha llamado a la A., que realiza de este modo una función teológica. La A. paralelamente a los problemas de que se ocupa la Criteriología natural respecto de la objetividad del ser, trata de la posibilidad y realidad de la revelación divina, de los criterios para acreditar su autenticidad, y cómo se pueden aplicar y reconocer en el cristianismo y catolicismo. Otra razón para considerar a la A. una función teológica es que la Teología debe estudiar las propiedades de la fe, entre las cuales encontramos la de ser racional, creíble y apetecible; y debe demostrarlas con argumentos de historia y de filosofía; así actuaron no pocos teólogos de los siglos XVI y XVII, que realizaban esta demostración en el tratado de la fe. Hoy se realiza comúnmente en la A.

3. Apologética teórica y práctica

Hay una A. teórica que atiende a la exposición científica y sistemática de los motivos de credibilidad (histórica y dogmática). Considera el valor objetivo y la respectiva validez de estos motivos en sí mismos, y prescindiendo de las disposiciones subjetivas de los individuos; trata asimismo de coordinar todos los argumentos según el valor de cada uno, dentro de una sistematización compacta y sólida. 

Hay otra A. práctica o pastoral, que atiende al uso pastoral y práctico de los argumentos o razones estudiadas por la A. teórica. En este aspecto práctico exigen atención las circunstancias subjetivas de los individuos y vale el sentido de acomodación. Para la A. práctica no tanto se debe atender al valor abstracto o al orden teórico de los argumentos, cuanto al valor psicológico y concreto que tienen para los individuos a quienes se trate de instruir. Esta instrucción, que con frecuencia es deficiente, más ganará de ordinario con la clara exposición de los argumentos principales, acomodados al sujeto, que no con la preocupada defensa y con la refutación de todas las posibles dificultades y objeciones.

En el orden de la A. práctica conviene tener ante la vista los requisitos del acto de fe:
1) Este acto presupone la certeza previa y racional del hecho de la revelación; por esto se tratará de establecer con la máxima claridad y eficacia que Dios realmente ha revelado y ha comunicado a los hombres las verdades de la fe. 

2) Estas verdades, aunque aparezcan como creíbles, no se imponen necesariamente al asentimiento intelectual; porque no se presentan con una evidencia necesaria, como los primeros principios o las verdades matemáticas más sencillas. Es preciso que la voluntad libre determine o impere el asentimiento de la inteligencia. Pero la voluntad se mueve por los valores o bienes que conoce y que más llegan al sentimiento; de ahí la conveniencia de mostrar, no sólo la obligación de la je, sino también sus valores (verdad, belleza, oportunidad y conveniencia para la vida, para la paz del corazón, etc.) y, en concreto, los valores más acomodados al individuo y a su situación particular. 

3) .Como este imperio de la voluntad para creer, lo mismo que el acto de fe, son actos sobrenaturales, así como lo son de hecho los últimos juicios de credibilidad histórica, moral y dogmática, y estos actos sobrenaturales escapan a las posibilidades de la naturaleza, será menester que la gracia de Dios ayude con sus auxilios para el acto de fe. 

Por esto es necesario recomendar la oración y una conducta conforme a las exigencias de la fe, para evitar o superar las rémoras que provendrían de los obstáculos morales para la fe, como serían el orgullo (cfr. Iac 4, 6; 1 Pet 5, 5), el deseo de gloria humana (lo 5, 43-44), la indocilidad (cfr. Eccli 8, 11), la sensualidad, etcétera. Si hay obstáculos morales que dificultan el imperio de la voluntad para creer, hay también obstáculos intelectuales que dificultan la admisión previa por el entendimiento del hecho de la revelación divina. Tales serían los prejuicios filosóficos incompatibles con la revelación y la fe, la ignorancia religiosa que debería removerse previamente, la inadaptación mental y la incapacidad para un pensar filosófico o la reflexión personal; también, por otra parte, la hipertrofia mental o exceso en el pensar sin llegar a decidirse por la verdad, el hipercriticismo y asimismo los defectos de la especialización, con frecuencia traducidos en un falso método que se emplea, queriendo aplicar, por ejemplo, a la historia y filosofía, métodos experimentales, físicos o técnicos, propios de otras ciencias.

4. Valores de la Apologética

Aunque su nombre suena a defensa y a polémica, la A. tiene sin embargo una acción muy positiva, que está en la exposición y fundamentación positiva de los motivos de credibilidad, sobre todo si se hace de una manera científica y exhaustiva. Esta fundamentación científica ayuda, no sólo para el conocimiento teológico más pleno de la fe y de sus propiedades, sino también para convertir en certeza científica y refleja la certeza vulgar o meramente respectiva que muchos tienen sobre el hecho de la Revelación y sobre la obligación o conveniencia de creer.

Además así se satisface al interés psicológico permanente, de todos los que piensan por su cuenta, que en muchos comienza en los periodos acuciantes de la juventud, deseando saber con precisión las razones por las que se conoce que Dios ha hablado, el modo como lo ha hecho, y los valores que se descubren en la fe. Por esto la A. sirve también para estimar la fe y desearla. Sin embargo, no hay que pensar que la fe está en proporción del conocimiento y de la ciencia apologética. Porque, aunque la fe presuponga el conocimiento cierto de algunos motivos de credibilidad, el acto de fe viene imperado por la voluntad, y ésta se mueve por los bienes y valores que ve en las cosas. Por donde, aparte de que la adhesión a la fe es acto sobrenatural y viene realizado con la gracia, que se da libremente por Dios a quien quiere, esta adhesión, considerada psicológicamente, depende de la intensidad y modo con que el hombre aprehende los valores de la fe; y, por tanto, la fe será más intensa, firme y permanente según que la voluntad la ame más y la desee. Si estos valores de la fe, no sólo se han conocido especulativamente, sino además se han experimentado y sentido afectivamente, sobre todo en los periodos de la adolescencia y juventud, más propicios para captar sentimientos y valores permanentes para la vida, entonces la raigambre psicológica de estos valores será más propicia, con la gracia de Dios, a la fe permanente e intensa.

En la problemática moderna, como reacción contra un excesivo y exclusivo intelectualismo en presentar la A., existe la tendencia a desestimarla, como si en realidad nada o poco influyera en la adquisición de la fe, prefiriéndose por algunos la mera exposición del dogma católico como suficiente, o la exposición de otros motivos que influyan en el sentimiento y la voluntad. Aunque hay que tener en cuenta la intervención que éstos tienen en el acto de fe, sin embargo la auténtica fe no debe reducirse a un puro sentimiento, no debe perder su carácter racional; exige el conocimiento cierto del hecho de la Revelación divina; para ello es imprescindible conocer las razones que fundamentan este hecho. Si no basta para la mayoría de los adultos y de los jóvenes una certeza vulgar de estos motivos, si el interés psicológico por llegar a la certeza refleja y científica es de la mayoría de los adolescentes, jóvenes y adultos: ya se ve la utilidad e importancia permanente de la A.

5. El comienzo del proceso apologético

No es menester iniciar la demostración con una duda real acerca de todo aquello que trata de probarse, esto es, acerca del hecho de la revelación por Jesucristo y de la legitimidad del Magisterio eclesiástico. Ésta era la postura del teólogo alemán G. Hermes y sus seguidores, condenada por Gregorio XVI en 1835 (Denz. Sch. 2738 ss.) y por el conc. Vaticano I (Denz. Sch. 3014, 3036). 

La razón es que durante la investigación apologética no deja uno de ser católico, y en realidad ya ha tenido y sigue teniendo certeza del hecho de la Revelación, etc., aunque sea solamente certeza vulgar; pero no deja de ser verdadera certeza. Aun en el caso de que solamente hubiera tenido una certeza meramente respectiva, acomodada a su condición infantil, le será fácil convertir esa certeza respectiva en auténtica certeza formal, si pregunta por las razones verdaderas de credibilidad, en cuanto asomen las dudas en el campo de su conciencia; suponiendo que realmente el individuo procede con sinceridad y no abandona a Dios, el cual por su parte no le abandonará. Dando por supuesto que se ha recibido la recta y buena educación cristiana que la Iglesia desea, «porque aquellos que recibieron la fe bajo el magisterio de la Iglesia, nunca pueden tener una causa justa de cambiar esta fe o de ponerla en duda» como dijo el conc. Vaticano I (Denz. Sch. 3013-3014). Para todos estos individuos, en efecto, siempre permanece, por una parte, el motivo válido de la Iglesia, que ven, y de los hechos y verdades que ella enseña; y, por otra parte, la gracia de Dios que «no abandona a los justificados, si no es antes abandonada por ellos» (S. Agustín, De nat. et gratia, c. 26, n. 29: PL 44, 261). 

No hay, pues, causa, ni objetiva ni subjetivamente justa, para que abandonen la fe, ni siquiera por breve tiempo, aquellos que recibieron la conveniente educación cristiana; y, por tanto, tampoco cuando comienzan su investigación científica apologética. 

Por otra parte, tampoco en Filosofía se comienza con el escepticismo y con la duda universal; hay una certeza natural acerca del ser que nunca se abandona. Y en cualquier investigación no es lícito prescindir de una fuente de información, aun cuando a uno le parezca sospechosa; mucho menos se rechaza una fuente que antes se admitió como cierta. La luz se busca con la luz, únicamente hay que evitar el peligro de que las verdades admitidas con anterioridad influyan viciosamente en la prueba para admitir las nuevas verdades; en nuestro caso, debe evitarse que las verdades teológicas basadas en la fe, o las doctrinas del Magisterio, que tratan de legitimarse, influyan en la misma intrínseca demostración de las verdades apologéticas, presuponiendo con círculo vicioso aquello mismo que hay que probar. Ni hay que temer el peligro psicológico de una presión o coacción externa del Magisterio que induzca a admitir proposiciones no probadas eficazmente, si se atiende diligente y cautamente a la sinceridad y al valor intrínseco de las pruebas. También es obvio, por la parte opuesta, que toda persona prudente debe precaverse de la supuesta autoridad de los que hablan en contra de la fe.

6. Proceso y vías apologéticas

Se reconocen comúnmente dos caminos para la demostración racional apologética:
1) El llamado método regresivo y ascendente, parte del hecho actual de la Iglesia, fácilmente comprobable, y desde él, volviendo hacia atrás, sube o asciende hasta Jesucristo su Fundador. Considerando la Iglesia católica de hoy como una sociedad religiosa internacional y supranacional, es fácil reconocer en ella una dilatación ecuménica que sobrepasa fronteras y llega a todos los confines de la tierra; y, juntamente con esta dilatación católica, una unidad de fe, que se manifiesta en el mismo Credo que profesan todas las Iglesias y en los mismos dogmas que ha definido o enseña la Iglesia romana; también una unidad de régimen, por cuanto todas reconocen la sucesión primacial que reside en el obispo de Roma, a quien consideran vicario de Jesucristo, y la autoridad plena y suprema (lo mismo que en el Papa) que reside en el concilio ecuménico. Y hay también una unidad cultual del mismo sacrificio que en todas partes es ofrecido, y de siete sacramentos, que en todas partes son administrados.

Esta unidad esencial en tantas naciones y países de tendencias y costumbres diversas, que propenden naturalmente al nacionalismo, a la dispersión y egoísmo, hace pensar al observador, el cual no puede menos de reconocer un hecho fuera de lo normal en esa unidad conjunta con la catolicidad. Se añade que es fácil observar la santidad del conjunto eclesial, el cual (si bien constituido por miembros pecadores) profesa una doctrina santa, de altísima y purísima moral en las esferas de la diplomacia y del derecho, de la economía, la vida matrimonial y sexual, de la caridad y entrega fraterna a los demás. La santidad doctrinal se acredita, por una parte, en el hecho de que existiendo numerosos pecadores en el seno de la Iglesia, ello no ha significado una corrupción de la doctrina de la fe y de los principios morales cristianos, como sería de esperar que ocurriese en una institución meramente humana; sino que en medio de los pecados y debilidades humanas de muchos cristianos, e incluso de la jerarquía eclesiástica, la doctrina de fe y moral de Jesucristo ha sido siempre defendida y mantenida dentro de la Iglesia en su integridad esencial. La santidad doctrinal se acredita también en la vida santa, o al menos ferviente, de no pocos cristianos que en el sacerdocio, en la vida religiosa, en institutos de perfección o en asociaciones de fieles, etc., se consagran a Dios y al servicio del prójimo o quieren que florezcan los principios cristianos en las estructuras sociales. Se agrega la santidad carismática en hechos extraordinarios, que pueden comprobarse, bien más reservados en individuos, con frecuencia para su provecho personal, bien más patentes a todos, como los milagros que ocurren y han sido comprobados científicamente en lugares de peregrinación como Lourdes, Fátima, o con ocasión del culto a un siervo de Dios y han sido admitidos para su canonización o beatificación.

Este fenómeno contemporáneo de la Iglesia católica, una y santa, conduce el pensamiento a las causas y orígenes. Es fácil comprobar que esta Iglesia deriva de los Apóstoles de Jesucristo, lo cual constituye su nota de apostolicidad. Sobre todo es fácil constatar esta sucesión apostólica ininterrumpida en la Iglesia romana, desde S. Pedro, a quien Cristo prometió hacer fundamento de la Iglesia, darle las llaves del Reino, y plenos poderes sobre la Iglesia (Mt 16, 18-19) y confirió más tarde el encargo de apacentar ovejas y corderos (Io 21, 15-18); y desde S. Pablo, que también padeció martirio en aquella ciudad, hasta nuestros días. Por todo esto la Iglesia católica «por sí misma, esto es, por su admirable propagación, por su eximia santidad y por su fecundidad inagotable en toda clase de bienes, por la unidad católica y por su estabilidad invicta, es un grande y perpetuo motivo de credibilidad y testimonio irrefragable de su divina legación. Por lo cual la misma Iglesia, como un estandarte levantado ante las naciones, invita hacia sí a los que todavía no han creído, y a sus hijos les atestigua con mayor certeza que la fe que profesan se apoya en fundamento firmísimo» (Denz. Sch. 3013).

Éste era el argumento que, por su valor de fácil comprobación y psicológico, hizo valer con gran fuerza en el conc. Vaticano 1 el card. belga Dechamps. Ayudará también —añadía— para la plena eficacia de este argumento, como disposición y preparación del sujeto, considerar las indigencias internas y las propias dificultades del individuo para conocer, y más para practicar, el bien y la verdad. La religión católica es la que da solución a estos problemas e indigencias. «Por tanto, decía, no hay que verificar sino dos hechos, uno dentro de Vd. y otro fuera de Vd. Se llaman uno al otro para abrazarse, y el testigo de los dos es Vd. mismo» (Dechamps, Entretiens sur la démonstration catholique de la révélation chrétienne, 1857, epígrafe). De este modo, partiendo de lo contemporáneo o quasi-contemporáneo, remontándose a través de la Historia, que habla de la Iglesia y de sus santos y de sus gestas salvadoras, se llega hasta los Apóstoles y hasta Jesucristo, cuya doctrina ha producido frutos de santidad y de bien, y ha colmado las apetencias razonables de los individuos y sociedades.
Ya sea antes o después de esta argumentación es conveniente desarrollar también, dentro de este método, la primera etapa o fase (demostración religiosa) del otro método o proceso apologético que se describe a continuación.

2) El otro camino para el proceso apologético parte de lo que ha sido punto de llegada en el camino anterior. Comienza por Jesucristo y, mediante el examen de su persona y de sus obras, concluye en la realidad de la Revelación divina que por Él nos ha sido manifestada (demostración cristiana). Sigue un método histórico y progresivo en el orden cronológico, porque examina las características de la obra fundada por Jesús, la Iglesia, y cómo estas notas y propiedades se han realizado y verifican en la Iglesia católica romana (demostración católica). Las etapas más usuales de esta A. histórica y progresiva son las siguientes:
a) Ante todo, puesto que se trata de demostrar la existencia de una religión revelada, se comienza asegurando la legitimidad de la postura religiosa, como necesidad y obligación del ser humano. El ateísmo, el materialismo y el panteísmo son incompatibles con la religión; la cual significa una relación personal de reconocimiento y de adoración y sumisión respecto del Ser supremo. Para la religión revelada, de que tratamos, es previa la persuasión de la existencia de un Ser supremo personal, intelectual y poderoso, que pueda dar a conocer su íntimo pensar y sus propósitos, descubriéndolos al hombre y mostrando mediante la Revelación la manera concreta y positiva con que quiere ser conocido y honrado y con que quiere salvar al hombre. La Revelación, formalmente considerada, es la locución de Dios al hombre, esto es, aquella acción de un ser inteligente que manifiesta a otro directamente su propio pensar y vida como persona a persona. Como la fe, que es la respuesta del hombre a la Revelación divina, se presta por la autoridad doctrinal de Dios revelante, y su autoridad está constituida por la sabiduría y veracidad de Dios, es preciso para la futura fe haber conocido y admitido estos atributos divinos del Dios personal. Estos y algunos otros atributos de Dios, como su providencia y santidad, están en el objeto y en la base de la que hemos llamado demostración religiosa, como primera etapa de la demostración apologética. El estudio del fenómeno religioso, en general, con sus manifestaciones en la historia de las religiones, en la psicología religiosa y en la filosofía de la religión, es capital para asegurar el principal fundamento lógico de la Revelación. Además de la existencia del Dios personal e inteligente, hay que dejar claro que Él es hacedor del hombre, su Dueño y Señor, a quien le impone la obligación de la ley moral; Dios como fin último del ser creado, y remunerador de sus méritos, así como el que sanciona sus delitos. Y con la obligación moral, la libertad del alma y su inmortalidad, que son el complemento de la obligación y el presupuesto para una sanción proporcionada y apta.
Todas estas verdades, enseñadas principalmente por la Teodicea y Ética naturales, están en la base de la religión y pueden considerarse como parte de la demostración religiosa; o, si se quiere, como preámbulos de la fe, citados anteriormente y que conviene desarrollar también cuando se sigue el método llamado regresivo y ascendente, descrito en primer lugar.
b) La segunda etapa, usual en la A., es la demostración del hecho de la Revelación divina sobrenatural, esto es, no de la manifestación que Dios hace mediante la naturaleza creada, sino por encima de las exigencias de nuestro ser, hablándonos y comunicándonos su pensar.
Ha habido una Revelación divina en el A. T. realizada muchas veces y de muchas maneras a los Padres en los Profetas; pero en los tiempos últimos nos habló en el Hijo (Heb 1, 1). Se podría comenzar, por consiguiente, siguiendo un orden cronológico, con el estudio de la Revelación en el A. T., que preparaba la del N. T. Así proceden, por ejemplo, Wilmers, Ottiger, Dorsch, Lahousse, Zigliara, en sus respectivos tratados. Pero este camino, largo y difícil por su naturaleza (si se realiza con todas las exigencias de la crítica histórica y a base de los libros del A. T.), no es del todo necesario; porque la consideración puede dirigirse inmediatamente al N. T. y a la Revelación traída por Jesús de Nazaret, apellidado el Cristo o el Mesías. Jesucristo, en efecto, da testimonio de las revelaciones del A. T. y aprueba la persuasión judía acerca de los Libros sagrados, como inspirados y escritos por Dios sirviéndose de instrumentos humanos. Si el mensaje de Jesucristo se acredita como divino e infalible, podrá conocerse a través de él, el carácter divino de las revelaciones del A. T. en sus estadios patriarcal, mosaico y profético. Se puede, por tanto, comenzar estudiando este mensaje de Jesucristo y la manera como Él lo ha acreditado, para, después de conocer el hecho, deducir o estudiar la posibilidad y conveniencia de la Revelación divina, y cómo es posible la revelación de los misterios y con qué signos o criterios se puede describir la auténtica Revelación divina. Pero también se puede (y es el camino seguido comúnmente por los autores en el tratado «sobre la Revelación cristiana») considerar primero la teoría sobre la Revelación (posibilidad, conveniencia, revelación de misterios, y criteriología de la revelación) para aplicar después esta teoría al hecho de la Revelación por Jesucristo.
Para establecer con solidez esta prueba del hecho histórico de la Revelación, es del todo necesario haber comprobado la validez crítica e histórica de las fuentes a través de las que se conocen los hechos realizados por Jesucristo y en torno a Jesucristo. Nos referimos al valor histórico de los cuatro Evangelios y del libro Hechos de los Apóstoles, que son los de uso más frecuente para conocer la persona de Jesús y establecer su mensaje y sus pruebas. Para fundamentar su historicidad de modo crítico, es importante fijar primero la genuinidad de autor y de tiempo acerca de estos libros, de suerte que aparezca bien probado que sus autores son aquellos apóstoles (Mateo, Juan) o aquellos varones apostólicos (Marcos, Lucas) que trataron inmediatamente con Apóstoles (Pedro y Pablo, respectivamente) recogiendo, sobre todo, su predicación y testimonio, y que los escribieron en el tiempo apostólico que se les atribuye (antes del a. 70, por lo que respecta a Mt, Me, Le, Act; y hacia final del siglo I por lo que toca a lo). A ello debe agregarse la demostración histórica de su integridad, esto es, que no han sido objeto de cambios, interpolaciones o glosas posteriores que enturbien la limpieza de estas fuentes tal como salieron de sus autores. Puede decirse que poseemos el texto crítico primigenio, no sólo en su sustancia, y esto con máximas garantías; sino también cierto, casi por completo, en los datos accidentales. Los lugares en que podía haber alguna duda crítica eran hasta hace poco el 1 por 60, y los lugares dudosos en cuanto al sentido el 1 por 1.000 (Westcott-Hort, The New Testament, Introduction, 2), siendo de esperar que esta proporción disminuya aún más con los adelantos críticos. Por último, la plena historicidad de estos libros quedará patente si se comprueba que sus autores, testigos autorizados de lo que en su mayor parte vieron u oyeron, eran también veraces, y no tenían empeño en falsear la verdad, antes bien, su misma fe religiosa les inducía a transmitir fielmente los hechos de que daban testimonio y que constituían en parte esa misma fe. Porque aunque los Evangelios tengan índole y finalidad apologética y sistemática doctrinal, no por ello contorsionan o falsean los hechos narrados, que gozan de plena historicidad. Con esta base crítica e histórica será más fácil comprender el género literario de cada una de las partes de estos libros, y con ellos estudiar la figura de Jesús, su mensaje y sus obras.
Con estas fuentes estrictamente históricas y con los prudentes principios de interpretación, es fácil conocer como indiscutible la existencia histórica -de Jesucristo, alejada de los mitos y bien localizada en el tiempo y en el espacio; fijar los puntos cardinales de su mensaje, que le constituyen Legado de Dios (v. JESUCRISTO II); cuya doctrina, basada en el sentimiento de filiación respecto del Padre providente, y en la fraternidad entre todos los hombres, sobre todo con los débiles y necesitados, alcanza una sublimidad moral no superada (cfr. Mt 5-7). También pertenece al mensaje de Jesús su manifestación como Hijo de Dios en sentido propio; y aunque esta divinidad estricta de la única persona que hay en Jesús pertenece al dogma, son no pocos los autores que la estudian y demuestran apologéticamente (Wilmers, Ottiger, Van Laak, Dieckmann, Lercher, KSsters, Garrigou Lagrange, Brunsmann, Felder, Ponce de León, Vizmanos, Cotter, Nicolau; cfr. Nicolau, De revelatione, en Theologia Fundamentalis, o. c. en bibl., n. 428446). La índole psicológica de Jesús, tan lleno de sabiduría y de equilibrio, por una parte, y de santidad de vida, por otra, excluyen el propio engaño en asuntos tan graves, o el fraude. Si fuera erróneo su testimonio, Jesús sería un portento de locura o de malicia; extremos excluidos, tanto por el equilibrio psíquico como por la sinceridad de vida. Decía Jesús: «Si a mí no me queréis creer, creed a mis obras» (lo 10, 38) y «estas obras que yo hago, dan testimonio de mí, de que el Padre me ha enviado» (lo 5, 30). Por esto el mismo Jesús acudió a sus milagros (v.) y profecías (v.) como a signos de su misión. El apologeta deberá valorarlos en su verdad histórica, en su verdad filosófica (o en su realidad sobrenatural, de modo que sobrepasen las fuerzas naturales); también en su verdad relativa, esto es, en su aptitud para acreditar la misión y las palabras de Jesús. Pero sobre todo hay un signo al que recurrió Jesús, provocado a testificar la legitimidad de sus pretensiones mesiánicas (Mt 12, 38-40; 16, 1-4, etc.); es el de su resurrección que, como corona y recapitulación de todos los signos ofrecidos por el Maestro en favor de la divinidad de su mensaje, merece en A. una consideración especialísima.
La A. llevada a cabo por el mismo Cristo, tampoco dejó de apelar a los vaticinios del A. T. que se referían a su persona y a su obra (cfr. lo 5, 39; Le 24, 25.27.44 ss.). De ahí que una A. cristiana completa difícilmente podrá prescindir del estudio crítico (no dogmático) de los vaticinios del A. T. viéndolos realizados en Jesús, aunque este estudio ofrezca hoy particulares dificultades; y así, valorando el conjunto de estos vaticinios podrá acreditar la persona de Jesús como Mesías, la divinidad de su mensaje y de sus obras. listos son los jalones principales de la demostración cristiana.
c) Finalmente, en la predicación de Jesucristo hay una parte que se refiere a su Reino y a su Iglesia. Y Él es quien determina las notas esenciales jerárquicas que debe tener esta sociedad que personalmente ha constituido: con potestad primacial, que promete a Pedro (Mt 16, 18-19), a quien confirió de hecho el gobierno de toda su Iglesia (lo 21, 15-16); con potestad de gobierno y de enseñanza, que comunicó al Colegio apostólico, a quienes transmitió su propia misión hasta el final de los tiempos (Mt 18, 18; 28, 18-20; Me 16, 15-16; lo 20, 21). Él también determinó las notas esenciales del culto, instituyendo y mandando celebrar el sacrificio y sacramento eucarísticos (Le 22, 19-20, etc.) y los demás sacramentos (Mt 28, 19; lo 3, 3; 20, 22-23; Le 22, 19, etc.).
Esta Iglesia de Cristo, que arranca del tiempo de los Apóstoles en sus notas esenciales, ha continuado, en el sucesor de Pedro y en los sucesores de los Apóstoles, los oficios instituidos por Jesús; pero, no pudiendo éstos permanecer en los Apóstoles, tributarios de la muerte, y queriendo el Señor perpetuarse con los Apóstoles y su Iglesia hasta el fin de los tiempos (Mt 28, 20), debían ser transmisibles a los sucesores; como de hecho se transmitieron en la Jerarquía eclesiástica y toda la Tradición lo confirma. La misión del apologeta será demostrar la potestad de jurisdicción, plena y suprema, concedida por Jesucristo a Pedro y a sus sucesores; también la misma potestad concedida al Colegio apostólico y al concilio ecuménico; y la de magisterio auténtico e infalible concedida al mismo concilio cuando define y al Romano Pontífice cuando habla ex cathedra; estudiar el objeto directo e indirecto y las condiciones del Magisterio eclesiástico y el valor de la Tradición, junto con los criterios para conocer la transmisión cierta de la Revelación, recibida de Jesucristo por los Apóstoles o comunicada a ellos por el Espíritu Santo (Denz. Sch. 1501). Esta Revelación pública, destinada a toda la Iglesia para ser creída con fe divina y católica, acabó con la muerte del último apóstol (ib., cfr. 3421), constituye el «depósito de la fe» (v.) y es custodiada diligentemente por el Magisterio de la Iglesia, que la interpreta auténticamente y la predica celosamente. La iglesia, así delineada, es una sociedad querida por Cristo como un sacramento o señal e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano (conc. Vaticano II, Const. Lumen gentium, n. 1). El apologeta muestra la Iglesia de Cristo como necesaria para la salvación; y estudia la manera como se puede pertenecer a esta Iglesia, bien plenamente (con el Bautismo, profesión de fe, sumisión a la jerarquía, como vínculos externos; y con la vida de la gracia, como vínculo interno), bien de modo menos perfecto y menos pleno, si a los bautizados falta alguno de estos vínculos. Pero es incumbencia del teólogo dogmático, aunque frecuentemente se trate de ello en A. o en Teología fundamental, estudiar la Iglesia como misterio, Cuerpo místico de Jesucristo, Esposa de Cristo, etc., y las funciones sacerdotales, proféticas y regias, santificadoras y apostólicas, que corresponden a las diversas estructuras del Pueblo de Dios (jerarquía; laicado; estado religioso e institutos de perfección) (cfr. Lumen gentium, c. 1-VI). Si la Iglesia es presentada por el apologeta como necesaria para la salvación, y la Iglesia querida por Cristo encuentra su plena realización en la Iglesia católica romana, ya se ve que no cabe el indiferentismo religioso en ninguno de sus grados y maneras. Con esta demostración católica termina la función apologética última. El  cristiano queda así dispuesto, si acepta estos razonamientos, a escuchar el Magisterio de la Iglesia y a seguir los mandatos de la jerarquía. Con esto puede entrar ya en los puntos de vista dogmáticos y admitirlos. Pero todavía será propio de la Teología funda-mental seguir proponiendo los fundamentos de la Teología dogmática, mostrando dónde están las fuentes de la Revelación y de la argumentación teológica, esto es, la Tradición y la Escritura,  estudiando sus propiedades. Pero, admitido ya el Magisterio de la Iglesia, en adelante el método de estudio más propio podrá ser el de la Teología dogmática.
c) Método de la inmanencia. Los métodos anteriormente expuestos, ascendente y  descendente, atienden a la demostración válida racional de la credibilidad de la religión católica. En un orden principalmente práctico se puede también hablar de un método de inmanencia, que puede ser útil para los fines apologéticos si se junta con cualquiera de los métodos racionales anteriores, pero no si se prescinde de ellos. Este método comienza con el examen de las tendencias y exigencias interiores (de verdad, de felicidad, etc.) que hay en el hombre. El examen, en efecto, de la actividad interna del hombre, con sus deseos y apetencias, exigencias, fracasos e impotencias, descubre una tendencia fuerte ineludible hacia Dios y hacia los altos ideales del espíritu que, no obstante estas apetencias, tarda en realizarse o no se realiza. Se manifiestan, por consiguiente, en el espíritu del hombre ciertas lagunas y vacíos que parecen estar abiertos a los dones sobrenaturales de Dios. El hombre necesita luz poderosa y clara para que la inteligencia conozca el bien y la verdad; necesita también atractivo y fuerza para que la voluntad lo siga con eficacia y perseverancia. Con este género de apologética, se investiga en la inmanencia vital y en la experiencia interna y dinámica del hombre para descubrir sus apetencias; y por ellas se intenta llevarle al reconocimiento de la religión católica, como la única que puede satisfacerlas o llenarlas.
Algunos quisieron comenzar de esta manera la demostración apologética para adaptarse así a los valores psicológicos y existenciales que modernamente se proponen, pero continuando después el examen de la religión de la manera clásica y más racional, con el estudio apologético de los milagros y vaticinios. Tales fueron OlléLaprune (1839-98) y G. Fonsegrive (1852-1917). Otros pensaron que sólo con el uso y estudio de estos criterios inmanentistas  podría hacerse una A. válida, oponiéndola a la tradicional, que calificaban de extrinsecista, historicista e intelectualística. Para hacer una A. actual -pensaban- hay que partir del estudio inmanente del hombre, que tanto dice con la filosofía y mentalidad actuales.
Cultivó el método de inmanencia sobre todo Maurice Blondel (1861-1949), arguyendo las realidades internas y subjetivas del hombre a la Revelación y al auxilio sobrenaturales de la religión, aunque admite la inconmensurabilidad de lo sobrenatural con lo natural. Defendió también la postura blondeliana L. Laberthonniére, alegando que esta actividad interna del hombre está de hecho sometida al influjo sobrenatural de la gracia.
Apelar a las necesidades de la naturaleza humana, que cada hombre puede descubrir en su interior, y a sus aspiraciones legítimas, íntimas y fuertes, puede alcanzar un valor psicológico muy grande para disponer la mente y el corazón a la perfección moral y al estudio de la religión. También puede ser una buena confirmación de los criterios objetivos y extrínsecos de la Revelación y de los métodos racionales apologéticos que antes hemos mencionado.
Al descubrir una indigencia interna de luz y de auxilio, fácilmente se ve la conveniencia de la Revelación sobrenatural para el hombre, que le ilumine, y de la gracia, que le auxilie. Del conjunto de las aspiraciones humanas y del estudio objetivo de la naturaleza del hombre puede llegarse a una conclusión científica acerca de las auténticas y permanentes necesidades religiosas de la naturaleza humana; y puede mostrarse cómo sólo el catolicismo las satisface plenamente. De ello puede deducirse que el catolicismo ha de tener origen divino. Pero sería excesivo concluir de ahí la necesidad absoluta de la Revelación y de la gracia. Tratándose de revelación y de gracia sobrenaturales no se puede concluir que sean absolutamente necesarias y exigibles por parte del hombre, porque entonces dejarían de ser gratuitas y sobrenaturales.
Hay que completar el estudio de las aspiraciones del hombre que realiza el método de la inmanencia, con la demostración del hecho de la revelación divina, pero esto no puede obtenerse con los solos criterios subjetivos inmanentistas, de los que únicamente se deduce directamente la conveniencia de esta Revelación, pero no su necesidad y efectividad.
Tampoco se deduciría indirectamente por medio del raciocinio, porque de las tendencias naturales no se puede postular la necesidad o el hecho de auxilios sobrenaturales; mucho menos si esta revelación tiene misterios. Además, las tendencias y apetencias subjetivas se presentan, con indeterminación y variabilidad respecto de los individuos, según su formación, su edad, las costumbres adquiridas, etc., y lo que a uno le parece bien y necesario, otro no lo estima tal. De ahí que difícilmente, por este solo camino de la inmanencia, se puede llegar a conclusiones ciertas y válidas para todos los espíritus. S. Pío X, en su encíclica Pascendi, se lamentó de que hubiera católicos que, aunque no admitieran el inmanentismo, usaran incautamente la doctrina inmanentista para la A., de modo que parecían admitir en la naturaleza humana, no sólo capacidad y conveniencia para el orden sobrenatural, sino también verdadera exigencia del mismo (Denz. 2103).

7. Certeza que se obtiene con la Apologética

La sola mención de los caminos que sigue la A. en sus demostraciones, propios de las ciencias filosóficas e históricas, indica la clase de certeza que se puede alcanzar en A. No es una certeza matemática, porque no se trata de ciencias exactas. Se trata de presupuestos filosóficos que no vienen mensurados con módulos matemáticos, sino con otras formas del pensar; y, en ocasiones, puede más la visión del buen sentido común para penetrarlos, que la hipercrítica de la inteligencia. Si estas verdades filosóficas, que utiliza la A., alcanzan el orden de la certeza metafísica, se excluye absolutamente el error, por ir fundadas en el principio de contradicción; las otras verdades que vienen en consideración para el proceso apologético, apoyadas en el testimonio humano, alcanzarán de suyo una certeza moral, mediante la cual, el entendimiento podrá adherirse a las conclusiones apologéticas con firmeza intelectual y sin temor de equivocarse. Es más, esta certeza, de suyo moral, puede llegar a ser reductivamente metafísica o absoluta, si se presenta al entendimiento todo el conjunto de pruebas apologéticas. Porque es tal entonces el cúmulo de razones que convergen constantemente para mostrar la credibilidad (histórica, moral y dogmática) de la religión cristiana y católica, que repugna absolutamente el error. Es fácil recoger esta sobreabundancia de pruebas e indicios, por ejemplo, en lo tocante a la existencia histórica de Jesucristo (cfr. M. Nicolau, De revelatione, n. 363-382), para llegar a la certeza metafísica de su existencia (aunque esta verdad histórica alcance de suyo la certeza moral); pero creemos que parecida certeza reductivamente metafísica se alcanza con el detenido y concienzudo examen de todo el conjunto de pruebas que proponen los tratados más completos de A. Algo semejante pretendía decir Newman acerca de los motivos para aceptar la religión revelada, cuando en su Grammar of assent trataba de la convergencia de indicios o probabilidades, cuyo conjunto (por el principio de razón suficiente) producía la certeza.
Sin embargo, ni la certeza reductivamente metafísica, ni la certeza moral de que hablamos, son certezas que fuercen el entendimiento a asentir, o que se impongan con una evidencia necesitarte, como la de los primeros principios o la de las verdades matemáticas sencillas. Por eso hay lugar a la certeza libre, determinada por el influjo de la libertad. Y es claro que la afección grata o ingrata con que se presenta la fe al individuo, así como los valores que en ella descubra, podrán ser motivos poderosos para determinar o frenar su piadoso «afecto de credulidad» (conc. II de Orange, a. 529: Denz. Sch. 375). Puede haber muchas clases de dificultades para llegar a la certeza que se busca. Como se expresaba Pío XII en la ene. Humani generis (1950), «la mente humana puede a veces padecer sus dificultades aun para formarse el juicio cierto de credibilidad acerca de la fe católica, por más que hayan sido dispuestos por Dios tantos y tan maravillosos signos externos, mediante los cuales aun con la sola luz de la razón natural puede probarse con certeza el origen divino de la religión cristiana. Porque el hombre, bien llevado por prejuicios, bien instigado por pasiones y mala voluntad, puede rechazar y resistir, no solamente a la evidencia de las señales externas, que está patente, sino también a las inspiraciones superiores que Dios infunde en nuestras almas» (Denz. Sch. 3875).
Comúnmente se piensa por los autores católicos que el entendimiento humano puede con la sola luz natural conocer la verdad de los motivos de credibilidad, como decía Pío XII en la citada encíclica. Tiene el entendimiento del hombre potencia física para ello, porque para ver esta verdad basta aplicar el entendimiento a los argumentos que presenta la A. o utilizar la luz objetiva de estas razones. Por esto, no hace falta de suyo una luz sobrenatural en el sujeto, o gracia de Dios, para poder físicamente conocer estos motivos y llegar, por tanto, a los juicios de credibilidad y de credentidad. Los protestantes conservadores, sin embargo, afirmaban la necesidad de una luz interior para conocer como divina la externa proposición de la revelación por medio de la Escritura (cfr. Coll. Lac. 7, 528; Calvino, Instit. Christ. Relig. lib. 1, c. 6-7). Los autores católicos Gormaz y Ulloa (ca. 1700) defendían la necesidad de esta luz sobrenatural interna; y recientemente P. Rousselot, afirmando que no se ve el valor objetivo de los motivos de credibilidad, aunque en sí lo tengan, si no es con la luz de la fe («les yeux de la foi»). Los documentos de la Iglesia, sin embargo (Pío IX, Qui pluribus, a. 1846: Denz. Sch. 2778-2780; conc. Vaticano I: ib., 3009; Juram. Antimodern, ib., 3537 ss.; Pío XII, Hum. Generes, ib. 3875), y las proposiciones que tuvo que suscribir Bautain en 1840 (ib., 27522756) indican que tal luz interior sobrenatural no es necesaria de suyo. Pero lo que no es físicamente necesario (porque, en el caso presente, para conocer el valor de los motivos de credibilidad basta tener expedito el entendimiento y aplicarlo) puede ser moralmente necesario para muchos individuos; esto es, puede haber tanta dificultad que, según un juicio prudente formado a la vista de la psicología humana y de la historia, se puede afirmar que muchos no llegarán a formularse con certeza tal juicio sin la gracia interna de Dios: unos por sus prejuicios filosóficos inveterados; otros por la incapacidad del pensar filosófico e histórico, con excesiva vida imaginativa y poco sosiego intelectual; otros por sus pecados y vicios, etc. Se admite por el común de los teólogos que, aunque los auxilios de la gracia no sean físicamente necesarios, en orden a formarse el individuo el juicio de credibilidad, de hecho, sin embargo, el último juicio de credibilidad y el último de credentidad se realizan con estos auxilios sobrenaturales; ya que estos juicios determinan próximamente el acto de fe, que es sobrenatural, y conviene que aquéllos estén en el mismo orden que éstos. Pero, no sólo estos últimos juicios, también los juicios remotos que disponen a ellos pueden considerarse como realizados con frecuencia de hecho con los «internos auxilios del Espíritu Santo», de que habla el Vaticano I cuando explica el «obsequio razonable» de nuestra fe (Denz. Sch. 3009).
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Referencia
*Nuestro más profundo sentido de gratitud a  la Gran Enciclopedia Rialp (Ediciones Rialp), 1991 por este excelente artículo.
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