Hermanos: Luego de un tiempo sin publicar ninguna entrada, vuelvo con un tema importante que no es muy tenido en cuenta en la actualidad, pero que es de gran importancia; como lo ha sido siempre en la Iglesia, pero que considero que hoy, con tanta apostasía; es más importante que nunca. Se trata de la herejía.
La situación política y social a nivel mundial ha cambiado mucho; la separación Iglesia-Estado trajo muchos problemas en aquellos países donde el catolicismo era la religión oficial; y la mirada de los fieles respecto a algunos temas se ha "flexibilizado", dando lugar a confusiones e incluso descartando ciertos conceptos por considerarlos anticuados o demasiado "duros". La verdad es que el concepto de herejía es igual hoy a como lo era en la gloriosa Edad Media.
Les dejo un artículo muy interesante que, además de nuevos conocimientos sobre nuestra Fe, les va a proveer las herramientas necesarias para hacer frente a los ataques que muchas personas disparan contra nuestra Santa Iglesia Católica.
I. CONNOTACIÓN Y DEFINICIÓN
El término “herejía” connota, desde el punto
de vista etimológico, tanto el acto de elegir como la cosa elegida.
Sin embargo, su significado se ha reducido a la elección de doctrinas
religiosas o políticas, a la adhesión a iglesias o partidos
políticos.
Flavio Josefo aplica ese nombre (airesis) a las tres sectas religiosas
prevalecientes en Judea desde el tiempo de los Macabeos: Los saduceos,
los fariseos y lo esenios (La Guerras de los Judíos II, VIII, 1;
Antigüedades Judías XIII, V, 9). San Pablo es presentado ante
el gobernador Félix como el líder de la herejía (aireseos)
de los nazarenos (Hechos 24,5). En Roma, los judíos le dicen al
mismo Apóstol: “En lo tocante a esta herejía (aireseos),
sabemos que todo mundo la contradice”. San Justino (Dial., XVIII,
108), utiliza la palabra ”airesis” con el mismo significado.
La segunda carta de San Pedro (2,1) aplica el término a las sectas
cristianas: “Hubo también en el pueblo falsos profetas, como
habrá entre vosotros falsos maestros que introducirán herejías
perniciosas (aireseis apoleias)”. En el griego tardío se
llamó “herejías” tanto a las diferentes escuelas
filosóficas como a las sectas religiosas.
Santo Tomás (II-II: 11,1) define la herejía del modo siguiente:
“Una especie de infidelidad de aquellos que, habiendo profesado
la fe en Cristo, corrompen sus dogmas”. “La correcta fe cristiana
consiste en asentir voluntariamente con Cristo en todo aquello que pertenece
verdaderamente a su enseñanza. Hay, consecuentemente, dos formas
de desviarse del cristianismo: una, cuando uno se rehúsa a creer
en Cristo, y es lo que se llama infidelidad, que comparten los paganos
y los judíos; la otra, cuando uno restringe su creencia solamente
a ciertos puntos de la doctrina de Cristo, seleccionados y modificados
según la propia conveniencia, y es lo que se llama herejía.
El objeto de la fe y de la herejía es, por tanto, el depósito
de la fe, o sea, la suma total de las verdades reveladas por la Escritura
y la Tradición según nos la propone la Iglesia para que
la creamos. El creyente acepta la totalidad del depósito según
lo propone la Iglesia; el hereje acepta sólo aquellas partes que
su juicio le recomienda. Las razones de la herejía pueden ser:
ignorancia del verdadero credo, juicio erróneo, percepción
y comprensión imperfectas de los dogmas. En ninguno de esos casos
juega la voluntad un papel importante, y ello hace que tal herejía
sea solamente material u objetiva, al no darse una de las condiciones
de la pecaminosidad: la elección libre. Por otro lado, la voluntad
puede libremente inclinar el intelecto a adherirse a algunas de las posiciones
que han sido declaradas falsas por la autoridad de la Iglesia. Los motivos
para ello pueden ser: orgullo intelectual o confianza excesiva en las
propias capacidades; la ilusión de celo religioso; la tentación
de poder político o religioso; las ataduras de los bienes materiales
y el nivel social; quizás otros menos honorables aún. Este
tipo de herejía aceptada sí es sujeto de culpa, en grado
variable. Se le llama formal porque al error material añade el
elemento informativo de lo “libremente querido”.
Para que la herejía sea formal, debe tener pertinacia, o sea,
la adhesión obstinada a una posición particular. Mientras
alguien tenga el deseo de someterse libremente a la decisión de
la Iglesia, dicha persona será un cristiano católico en
el fondo de su corazón y sus creencias falsas no pasarán
de ser errores pasajeros y opiniones momentáneas. Teniendo en cuenta
que el intelecto humano únicamente puede asentir ante la verdad,
sea ésta real o aparente, la pertinacia deliberada, distinta de
la oposición caprichosa, supone una firme convicción subjetiva
que puede bastar para informar la conciencia y crear la “buena fe”.
Convicciones tan firmes pueden ser el resultado de circunstancias sobre
las que la persona no tiene control, o de violaciones intelectuales que,
en si mismas, pueden ser más o menos voluntarias y, por lo tanto,
imputables. Una persona que nace y es formada en un ambiente herético
puede llegar a morir sin jamás tener duda de la verdad de sus creencias.
Por otro lado, una persona que nace católica puede dejarse arrastrar
por remolinos de pensamiento contrario a la Iglesia, de los cuales ninguna
autoridad doctrinal puede salvarla, y debido a los cuales su mente llega
a ser influenciada por convicciones y consideraciones suficientemente
fuertes como para superar su conciencia católica. No corresponde
al hombre, sino a Aquel que conoce el fondo de los corazones, el sentarse
a juzgar acerca de la culpa que corresponde a un alma herética.
II. DISTINCIONES
La herejía es distinta de la apostasía. El apóstata
a fide abandona totalmente la fe cristiana y se adhiere al judaísmo,
al Islam, al paganismo o sencillamente cae en el naturalismo o en el desdén
por la religión. El hereje siempre permanece fiel a Cristo. La
herejía también es distinta del cisma. El cismático-
según santo Tomás- es quien libremente se separa de la unidad
de la Iglesia. La unidad de la Iglesia consiste en la conexión
de sus miembros entre sí y de los miembros con la Cabeza. Esta
Cabeza es Cristo y su representante en la Iglesia es el Sumo Pontífice.
Es por ello que “cismática” se llama aquella persona
que no desea sujetarse a la autoridad del Sumo Pontífice ni comulgar
con los miembros de la Iglesia que le están sujetos a este último.
Desde que fue proclamada la infalibilidad papal, la mayor parte de los
cismas encierran también la negación de este dogma. La herejía
se opone a la fe; el cisma, a la caridad. De ese modo, aunque los herejes
son también cismáticos, en cuanto que la pérdida
de fe también implica cierta separación de la Iglesia, no
todos los cismáticos son necesariamente herejes, ya que cualquiera
puede, por ira, orgullo, ambición o cosas semejantes, separarse
de la plena comunión con la Iglesia y sin embargo seguir creyendo
lo que la Iglesia propone para ser creído(II-II, Q. XXIX, a. 1).
Claro que tal sujeto debería llamarse más bien rebelde que
hereje.
III. GRADOS DE HEREJÍA
Tanto la materia como la forma de la herejía admiten grados,
expresados en la siguiente fórmula técnica de teología
y de derecho canónico. La adhesión pertinaz a una doctrina
contradictoria referente a un asunto de fe claramente definido por la
Iglesia es simple y llanamente herejía; herejía de primer
grado. Mas si la doctrina en cuestión no ha sido definida expresamente,
ni propuesta claramente como artículo de fe del magisterio ordinario
y autorizado de la Iglesia, las opiniones contrarias a ella son tituladas
sententia haeresi proxima, o sea, una opinión cercana a la herejía.
Siguiente: una propuesta doctrinal, si bien en si misma no contradiga
el dogma, puede tener consecuencias lógicas que se desvíen
de la verdad revelada. Tal propuesta no es hereje; es una propositio teologice
erronea, o sea, teológicamente errónea. Puede ser que, en
algún caso, la oposición de una teoría a un artículo
de fe no sea demostrable estrictamente, sino que dicha oposición
apenas alcanza cierto grado de probabilidad. En tal caso, la doctrina
dudosa es llamada sententia in haeresi suspecta, haeresim sapiens, o sea,
una posición que es sospechosa de, o que sabe a, herejía
IV. GRAVEDAD DEL PECADO DE HEREJÍA
La herejía es considerada un pecado a causa de su propia naturaleza,
destructiva de la virtud de la fe cristiana. Su malicia debe medirse,
por tanto, por la excelencia del don del que priva al alma. Si la fe es
la posesión más valiosa que pueda tener el ser humano- la
raíz de su vida sobrenatural, la garantía de su salvación
eterna-, entonces la privación de la fe es el mal más terrible
que le puede ocurrir, y el rechazo deliberado de la fe es el pecado mayor.
Santo Tomás llega a la misma conclusión (II-II, Q. x, a.
3): “Todo pecado es un acto de aversión de Dios. Por lo tanto,
el pecado es mayor entre más separa al hombre de Dios. Y la infidelidad
– la falta de fe- separa al hombre de Dios más que ningún
otro pecado, porque el infiel (el no creyente) no tiene el verdadero conocimiento
de Dios; su falso conocimiento no lo ayuda en nada, ya que en lo que cree
no es Dios. Queda así demostrado, entonces, cómo es que
el pecado de infidelidad (infidelitas) es el mayor dentro del rango total
de perversidad”. Y añade: “Si bien los gentiles yerran
en más asuntos que los judíos, y los judíos están
más lejanos de la fe que los herejes, sin embargo la infidelidad
de los judíos constituye un pecado más grave que el de los
gentiles porque aquellos corrompieron el Evangelio mismo después
de haberlo adoptado y profesado... Es mayor pecado no cumplir lo que se
ha prometido que no cumplir lo que no se ha prometido”. No se puede
alegar en defensa de los herejes que éstos no niegan la fe que
a ellos les parece necesaria para la salvación, sino sólo
esos artículos de fe que ellos no consideran pertenecientes al
depósito original de la fe. Basta recordar que dos de las verdades
más evidentes del depositum fidei son la unidad de la Iglesia y
la institución de la autoridad magisterial, encargada de velar
por dicha unidad. Tal unidad existe en la Iglesia Católica, y es
conservada gracias a la operación de su cuerpo magisterial. Nadie
puede negar esos dos hechos. En la constitución de la Iglesia no
hay cabida para los juicios privados en lo referente a distinguir lo esencial
de lo no esencial. Cualquier intento privado de selección rompe
la unidad y atenta contra la autoridad divina de la Iglesia. Va directamente
en contra de la fuente misma de la fe. El pecado de herejía es
medido no tanto por su objeto sino por su principio formal, que es idéntico
para toda herejía: una rebelión en contra de la autoridad
constituida divinamente.
V. ORIGEN, DIFUSIÓN Y PERSISTENCIA DE
LA HEREJÍA.
(A) Origen de la herejía.
Diferentes causas y muchas circunstancias externas están en el
origen, la difusión y la persistencia de la herejía. El
debilitamiento de la fe que ha sido infundida y promovida por el mismo
Dios es posible debido al elemento humano que está dentro de la
misma fe: el libre albedrío. La voluntad determina libremente al
acto de fe porque sus disposiciones morales la mueven a obedecer a Dios,
mientras que la debilidad de los motivos de credibilidad le permiten abstenerse
de dar su consentimiento y abre la puerta a la duda e incluso al rechazo.
La debilidad de los motivos de credibilidad tiene tres causas posibles:
la obscuridad del testimonio divino (invidentia attestantis); la obscuridad
de los contenidos de la revelación; la oposición entre las
obligaciones que impone la fe y las inclinaciones perversas de nuestra
naturaleza corrupta. Para conocer mejor el curso que sigue la voluntad
humana al alejarse de la fe que antes profesó, es bueno observar
casos históricos. Pio X, al analizar las causas del modernismo,
dice: “La causa próxima es, sin duda alguna, un error de
la mente. Las causas remotas son dos: la curiosidad y el orgullo. La curiosidad,
si no es mantenida dentro de sus límites, es capaz por si sola
de explicar todos los errores... Pero el orgullo es mucho más efectivo
en la tarea de oscurecer la mente y guiarla al error. Y es eso lo que
está en la base de las teorías modernistas. Es por orgullo
que los modernistas se sobrevalúan a sí mismos... No somos
como los demás... rechazan toda sujeción a la autoridad...
se presentan como reformadores. Si de las causas morales pasamos a las
intelectuales, la primera y más poderosa es la ignorancia... Ellos
rinden culto a la filosofía moderna... ignorando completamente
la filosofía escolástica y privándose a sí
mismos de los medios de aclarar la confusión de sus ideas y de
poder enfrentar los sofismas. Su sistema, tan plagado de errores, tuvo
su origen en el matrimonio entre la falsa filosofía y la fe”
(Encíclica "Pascendi", 8 Septiembre, 1907).
Hasta aquí, el Papa. Si echamos un vistazo a los líderes
del modernismo para que nos den razón de sus defecciones, no encontramos
ninguna mención del orgullo o la arrogancia, sino que todos parecen
coincidir en aceptar que la curiosidad- el deseo de saber como la antigua
fe puede enfrentarse con la nueva ciencia- ha sido su motivación.
(El lector podrá conocer la posición católica respecto
al presunto conflicto entre ciencia y fe en la encíclica “Fides
et Ratio”, de S.S. Juan Pablo II. N.T.). En última instancia,
apelan a la voz sagrada de la conciencia individual, que les prohíbe
profesar externamente como verdadero lo que internamente, y honestamente,
tienen como falso. Loisy, a quien se aplica el decreto “Lamentabili”,
confiesa a sus lectores que él llegó a su posición
“a través de los estudios centrados principalmente en la
historia de la Biblia, de los orígenes cristianos y de la religión
comparada”. Tyrrell se defiende afirmando: “Son los datos
irrefutables del origen y composición del Antiguo y Nuevo Testamentos;
del origen de la iglesia cristiana; de su jerarquía, sus instituciones,
sus dogmas; del desarrollo gradual del papado; de la historia de la religión
en general, que crean una dificultad contra la cual la síntesis
de la teología escolástica debe ser, y ya ha sido, convertida
en polvo”. “Puedo señalar con mi dedo el punto exacto,
o el momento, de mi experiencia, en el que nació mi ‘inmanentismo’.
En su “Reglas para el discernimiento de espíritus”...
Ignacio de Loyola afirma...etc.”. Es muy interesante desde la perspectiva
psicológica observar el punto o momento clave de la ruptura con
la fe en las autobiografías de quienes se han separado de la Iglesia.
Un análisis de las narraciones personales en “Caminos hacia
Roma” y “Caminos desde Roma” lo deja a uno con la impresión
de que el corazón humano es un santuario impenetrable a todos menos
a Dios y, en cierta medida, a su dueño. Es por tanto recomendable
respetar a cada persona su propia individualidad y concentrarse en el
estudio de la difusión de la herejía, o de los orígenes
de las sociedades heréticas.
(B) Difusión de las herejías.
El crecimiento de las herejías, como el de las plantas, depende
de las influencias circundantes más que de su propia fuerza vital.
Las filosofías, los ideales y las aspiraciones religiosas, las
condiciones socioeconómicas, etc. entran en contacto con la verdad
revelada y de ese encuentro surgen nuevas afirmaciones y nuevas negaciones
de la doctrina tradicional. El primer requisito de éxito para que
una herejía se expanda es una persona fuerte, no necesariamente
dotada de gran intelecto o muchos estudios, pero sí muy voluntariosa
y osada en la acción. Ese es el perfil de los hombres que, a través
de los siglos, han dado sus nombres a nuevas sectas. El segundo requisito
es la posibilidad de acomodar la nueva doctrina a la mentalidad de sus
contemporáneos y a las condiciones socio-políticas. Y el
último, pero no por ello menos importante, es el apoyo de los gobernantes
seculares. Un hombre fuerte, en sintonía con su tiempo y apoyado
por la fuerza material, puede deformar la religión existente y
construir una nueva secta herética. El modernismo fracasó
en su intento de formar un cuerpo separado de la Iglesia porque no tuvo
un dirigente reconocido, porque sólo pudo convocar a un grupo minoritario
de mentes de su tiempo, específicamente un grupo de personas desencantadas
con la Iglesia de aquel tiempo, y porque ningún poder secular los
apoyó. Mil y un sectas pequeñas han fracasado por idénticas
razones, proporcionalmente hablando. Sus nombres están ahí,
ocupando páginas de la historia de la Iglesia, pero sus posturas
solamente interesan a unos cuantos estudiosos, y no cuentan con seguidor
alguno. Tales fueron, por ejemplo, en la época Apostólica,
los judeo-cristianos, los judeo-gnósticos, los nicolaítas,
los docetas, los cerintianos, los ebionitas, los nazarenos, etc., a quienes
siguieron, en los dos siglos siguientes, una variedad de gnósticos
sirios y alejandrinos, los ofitas, marcionitas, encatritas, montanistas,
maniqueos y otros. Todas las primeras sectas orientales bebieron de la
fuente de asombrosas especulaciones, tan queridas a la mente oriental,
pero, carentes del apoyo del poder temporal, desaparecieron bajo los anatemas
de los guardianes del depositum fidei.
El arrianismo fue la primera herejía que logró hacer pie
en la Iglesia y amenazó seriamente su misma existencia y naturaleza.
Arrio hizo su aparición en escena cuando los teólogos estaban
esforzándose por armonizar las aparentemente contradictorias doctrinas
de la unidad de Dios y de la divinidad de Cristo. En vez de ayudar a desanudar
el problema, Arrio sencillamente lo cortó afirmando sin ambages
que Cristo no es Dios como el Padre, sino una creatura creada en el tiempo.
La simplicidad de la solución, el entusiasmo ostentoso de Arrio
al defender al “único Dios”, su modo de vida, sus conocimientos
y habilidad dialéctica le ganaron muchos adeptos. “En particular,
fue apoyado por el famoso Eusebio de Nicomedia, quien tenía mucha
influencia ante el Emperador Constantino. Tenía muchos amigos entre
los demás obispos de Asia e incluso entre los obispos, presbíteros
y monjas de la provincia de Alejandría. Se supo ganar el favor
de Constancia, la hermana del emperador, y diseminó su doctrina
entre el pueblo a través de su conocido libro, al que él
intituló “Thaleia”, o entretenimiento, y a través
de cantos apropiados para los marinos, molineros y viajeros” (Addis
y Arnold, "A Catholic Dictionary", 7ª. ed., 1905, 54.).
El Concilio de Nicea anatematizó al hereje, pero sus anatemas,
al igual que los esfuerzos de los obispos católicos, se vieron
anulados por la interferencia del poder civil. Constantino y su hermana
protegieron a Arrio y a sus seguidores; el sucesor en el trono, Constancio,
aseguró el triunfo de la herejía. La persecución
acabó por silenciar a los católicos ortodoxos. Pero inmediatamente
se inició un conflicto interno entre las filas de los arrianos,
pues la herejía, a la que le falta el elemento cohesivo de la autoridad,
únicamente puede sostenerse por la coerción. Rápidamente
surgieron sectas arrianas: eunomianos, anomeanos, exucontianos, semi-arrianos,
acaianos. El Emperador Valente (364-378) brindó todo su apoyo a
los arrianos y sólo se logró la paz interna de la Iglesia
cuando el Emperador Teodosio, un ortodoxo, revirtió la política
de su antecesor y se alió a Roma. Dentro de las fronteras del Imperio
Romano prevaleció la fe de Nicea, reforzada ahora por el Concilio
de Constantinopla (381). Pero el arrianismo logró mantener reductos
durante doscientos años en aquellos sitios donde gobernaron los
godos arrianos: Tracia, Italia, África, España, Galia. La
conversión del Rey Recaredo de España, quien asumió
el trono en 586, significó el fin del arrianismo en sus dominios,
y el triunfo de los francos católicos selló el fin del arrianismo
en el resto del mundo.
El pelagianismo, que no contaba con apoyo secular, fácilmente
fue erradicado de la Iglesia. El eutiquianismo, el nestorianismo y otras
herejías cristológicas que se sucedieron una a otra, como
eslabones de una cadena, solamente florecieron mientras los poderes temporales
de Bizancio y Persia les dieron apoyo. En cuanto se les abandonó
a su suerte, fueron sobrecogidos por la división, el estancamiento
y el declive.
Pasando sobre el gran cisma que se desplazó del Occidente al Oriente,
y sobre la multitud de pequeñas herejías que aparecieron
durante la Edad Media sin dejar apenas una huella en la Iglesia, llegamos
a las sectas modernas que hacen su aparición a partir de Lutero
y que colectivamente se conocen como protestantismo. Los tres elementos
de éxito que poseía el arrianismo vuelven a intervenir en
el luteranismo y ocasionan que ambos fenómenos religiosos sigan
prácticamente líneas paralelas. Lutero fue, en forma eminente,
un hombre de su pueblo: bajo su hábito religioso y su toga doctoral
convivían las cualidades rudas pero límpidas del campesino
sajón. Su voz chillante, su piedad, su preparación académica
lo levantaban sobre sus coterráneos, pero no lo alejaban de ellos.
Su convivialidad, la crudeza de su lenguaje al conversar y predicar, y
sus muchas debilidades humanas, ayudaron a labrarle una gran popularidad.
Cuando el dominico John Tetzel comenzó a predicar las indulgencias
proclamadas por León X a favor de quienes ayudaran a terminar la
basílica de San Pedro en Roma, hubo gran oposición de parte
de la gente y de las autoridades eclesiásticas y civiles. Lutero
prendió la mecha y la echó al combustible del descontento
popular. En poco tiempo adquirió un buen número de seguidores
muy fuertes tanto en la Iglesia como en el Estado. El Obispo de Würzburg
lo puso bajo la protección del Elector Federico de Sajonia. Lo
más probable es que Lutero haya lanzado su campaña con la
muy laudable intención de reformar algunos abusos patentes. Pero
su inesperado éxito, su temperamento impetuoso y la ambición
pronto lo llevaron más allá de los límites fijados
por la Iglesia. En 1521, cuatro años después de su ataque
contra el abuso de las indulgencias, ya había propagado una nueva
doctrina: la Biblia es la única fuente de la fe; la naturaleza
humana fue totalmente corrompida por el pecado original; el hombre no
es libre; el único responsable de toda acción humana, buena
o mala, es Dios; sólo la fe salva; el sacerdocio cristiano no es
exclusivo de la jerarquía sino que incluye a todos los fieles.
Las masas populares rápidamente concluyeron, a partir de esas doctrinas,
que el pecado ya no era pecado y que, más bien, era equiparable
a una buena acción. Su capacidad para apelar a los más bajos
instintos de la naturaleza humana también excitó el nacionalismo
y la ambición. Buscó enfrentar al Papa con el emperador
germano y a teutones contra latinos. Hizo un llamado a los príncipes
seculares para que confiscaran todas las propiedades de la Iglesia. Y
su voz encontró fuerte eco. La historia de los siguientes 130 años
del pueblo germano es una sucesión de guerras religiosas, de degradación
moral, retroceso artístico y catástrofe industrial; de guerras
civiles, pillería, devastación y ruina general. La paz de
1648 estableció el principio: “Cuius regio illius et religio”
(A tal rey, tal religión). Consecuentemente, las fronteras territoriales
se convirtieron en límites religiosos, en los que los pobladores
debían practicar la religión del gobernante de esa región.
Vale la pena hacer notar que la frontera fijada por los políticos
en 1648 continúa siendo la demarcación entre católicos
y protestantes alemanes en la era moderna. La reforma inglesa, más
que cualquier otra, fue obra de hábiles políticos. La tierra
había sido ya preparada por los Lollard o los Wycliff, los cuales
eran bastante numerosos en todas las aldeas aún durante el siglo
XVI. No hubo un Lutero británico, pero el trabajo sucio fue realizado
por reyes y parlamentarios, a base de leyes penales de incomparable severidad.
(C) Persistencia de la herejía
Hemos visto cómo nace y se expande la herejía. Debemos
ahora responder a la pregunta de cómo persiste, o cómo es
que tanta gente permanece en la herejía. Una vez que la herejía
se apodera del terreno, aprieta la soga utilizando una miríada
de formas de influencia sutil, y a veces inconsciente, en la vida de cada
persona. Nace un niño en un ambiente herético. Antes de
poder incluso pensar por si mismo, ya su mente ha sido llenada y moldeada
en casa y la escuela, y en la iglesia, cuya autoridad jamás se
pone en duda. Cuando, en la edad madura, las dudas surgen, jamás
se tiene oportunidad de referirse a la verdad católica en forma
objetiva. Los prejuicios, las desviaciones educacionales, las deformaciones
históricas estorban el camino y a veces hasta lo imposibilitan.
De ese proceso resulta el estado de conciencia que se conoce técnicamente
como bona fides, o buena fe. Incluye una creencia errónea no culpable
y errores morales inevitables y justificables, y hasta laudables en ocasiones.
En ausencia de buena fe, los asuntos del mundo frecuentemente se convierten
en obstáculo para pasar de la herejía a la verdad. Si un
gobierno, por ejemplo, favorece a los seguidores de la religión
de Estado, la burocracia se convierte en un ejército de misioneros
más poderoso que los ministros ordenados. Prusia, Francia y Rusia
fueron ejemplo de ello.
VI. CRISTO, LOS APÓSTOLES Y LOS PADRES
HABLAN DE LA HEREJÍA.
La herejía, considerada como rompimiento con la fe, únicamente
es posible cuando la fe ha sido promulgada por Cristo. Mateo 24, 11, 23-26
ya lo había vaticinado: “Surgirán muchos falsos profetas,
que engañarán a muchos... Entonces si alguno os dice: ‘Mirad,
el Cristo está aquí o allá’, no le creáis.
Porque surgirán falsos cristos y falsos profetas, que harán
grandes signos y prodigios, capaces de engañar, si fuera posible,
a los mismos elegidos. ¡Mirad que os lo he predicho!. Así
que si os dicen: ‘Está en el desierto’, no salgáis.
‘Está en los aposentos’, no le creáis”.
Cristo también definió las características de los
falsos profetas: “El que no está conmigo está contra
Mí” (Lc 11, 23); “Si les desoye a ellos, díselo
a la comunidad, y si hasta a la comunidad desoye, sea para ti como gentil
y publicano” (Mt 18, 17); “El que crea y sea bautizado, se
salvará, el que no crea, se condenará” (Mc 16, 16).
Los Apóstoles siguieron las indicaciones del Maestro. Todo el peso
de su fe y misión divinas cae sobre los innovadores. “Si
alguno- dice san Pablo- os anuncia un Evangelio distinto del que habéis
recibido, ¡sea anatema!” (Gal 1, 9). San Juan opina que un
hereje es un seductor, un anticristo, un hombre que causa división
en Cristo (I Jn 4, 3; II Jn 7). “No lo recibáis en casa ni
lo saludéis” (II Jn 10). Fiel a su oficio y a su naturaleza
impetuosa, san Pedro ataca a los herejes con una espada de doble filo:
“... falsos profetas, como habrá entre vosotros falsos maestros
que introducirán herejías perniciosas y que, negando al
Dueño que los adquirió, atraerán sobre si una rápida
destrucción... Estos son fuentes y nubes llevadas por el huracán,
a quienes está reservada la oscuridad de las tinieblas” (II
Pe 1, 1, 17). A lo largo de toda su epístola, san Judas sigue una
línea semejante. San Pablo advierte a los perturbadores de la unidad
en Corintio diciéndoles: “Las armas de nuestro combate...
son capaces de arrasar fortalezas, deshacer sofismas y cualquier baluarte
edificado contra el conocimiento de Dios... Y estamos dispuestos a castigar
toda desobediencia” (II Cor 10, 4- 6).
Pablo exhorta a todo obispo a llevar a cabo lo que él hizo en
Corintio. Así, a Timoteo le dice: “Combate el buen combate,
conservando la fe y la conciencia recta. Algunos, por haberla rechazado,
naufragaron en la fe; entre ellos están Himeneo y Alejandro, a
quienes entregué a Satanás para que aprendiesen a no blasfemar”
(I Tim 1, 18-20). Encarece a los ancianos de la Iglesia de Éfeso
a tener “cuidado de vosotros y de toda la grey, en medio de la cual
os ha puesto el Espíritu Santo como vigilantes para pastorear la
Iglesia de Dios... Yo sé que, después de mi partida, se
introducirán entre vosotros lobos crueles que no perdonarán
el rebaño... Por tanto, vigilad” (Hechos 20, 28-29. 31).
A los filipenses (3, 2) les escribe: “Tengan cuidado con los perros”,
significando con esta última palabra lo mismo que “lobos
crueles”. Los Padres no muestran ninguna misericordia respecto a
quienes pervierten la fe. Un escritor protestante (Schaff-Herzog, s. v.
Heresy) describe así la enseñanza de los Padres: “Policarpo
consideraba a Marción como el hijo mayor del Diablo. Ignacio ve
en los herejes a plantas ponzoñosas, o animales con forma humana.
Tanto Justino como Tertuliano condenan sus errores considerándolos
inspiraciones del Malo. Teófilo los compara a islas desiertas y
rocosas contra las que naufragan las naves. Orígenes dice que los
piratas colocan luces en puntos altos de los riscos para atraer y destruir
las naves que buscan refugio y lo mismo hace el príncipe de este
mundo, colocando en alto las luces del conocimiento falso para destruir
a los hombres. Jerónimo (Ep. 123) llama “sinagogas de Satán”
a las asambleas de herejes, y afirma que se debe evitar reunirse con ellos,
así como se evita una serpiente o una alacrán (Ep. 130)”.
Estas perspectivas primitivas acerca de la herejía han sido fielmente
transmitidas por la Iglesia en épocas posteriores, y se ha actuado
en concordancia. No ha habido rompimiento en la Tradición desde
san Pedro a san Pío X (o al Papa actual).
VII. JUSTIFICACIÓN DE SUS ENSEÑANZAS.
La primera ley de la vida, en el reino vegetal o animal, entre las personas
individuales o reunidas en sociedad, es la preservación de si mismo.
El descuido de esta ley conduce a la ruina y a la destrucción.
En la vida de una sociedad religiosa, el tejido que une a sus miembros
en un solo cuerpo y que los anima con una sola alma, es el símbolo
de la fe, el credo o confesión a la que se adhieren como conditio
sine qua non para su membresía. Deformar el credo es deformar la
Iglesia. La integridad de la regla de fe es más esencial a la cohesión
de un grupo religioso que la observancia estricta de sus preceptos morales.
La fe tiene entre sus funciones primarias el otorgar los medios para corregir
las deficiencias morales; la falta de fe, al cortar la raíz de
la vida espiritual, es causa de la muerte del alma. En la larga lista
de herejes solamente se encuentra el nombre de uno que se arrepintió:
Berengario. El celo con el que la Iglesia guarda y defiende su depósito
de la fe es idéntico al instinto de conservación y al deseo
de sobrevivencia. Tal instinto no es ni siquiera peculiar de la Iglesia
Católica; como es natural, es universal. Todas las sectas, denominaciones,
confesiones, escuelas de pensamiento, y las asociaciones de cualquier
tipo tienen un conjunto más o menos grande de postulados cuya aceptación
es la condición de la que depende su membresía. En la Iglesia
Católica esta ley natural ha sido promulgada divinamente, según
constatamos en las enseñanzas de Cristo y los Apóstoles.
Es una contradicción pedir la libertad de pensamiento en una iglesia,
y querer hacerla extensible a todas sus creencias básicas. Al aceptar
su membresía, los miembros aceptan las creencias esenciales y renuncian
a su libertad de pensamiento en lo tocante a dichas creencias.
Pero ¿cuál autoridad es la que debe decidir qué
es y qué no es esencial?. No puede ser, ni duda cabe, ninguna autoridad
individual. Al ingresar a una sociedad, del tipo que sea, el individuo
cede parte de su individualidad para hacerse parte de la comunidad. Y
esa parte es precisamente la capacidad de hacer juicios individuales en
lo tocante a lo esencial. Si reasumiera esa libertad dentro del grupo,
ipso facto se separaría de su iglesia. Se puede afirmar, entonces,
que el poder de decisión recae en la autoridad constituida, la
cual en la Iglesia es la jerarquía en cuanto ésta actúa
como maestra y guardiana de la fe. No se puede alegar, empero, que este
principio limita indebidamente el papel de la razón humana. Es
un hecho que sí limita dicho papel, pero no indebidamente, puesto
que es consecuencia de la ley natural y divina. El que esa limitación
no sea indebida queda evidenciado por otro elemento: (1) el depósito
de la fe es, por si mismo, objeto de los más nobles esfuerzos intelectuales,
elevando la razón humana sobre su esfera natural, ampliando y profundizando
sus perspectivas, ejercitando sus mejores facultades; (2) a la par del
depósito, pero conectada lógicamente con él, existe
una multitud de puntos dudosos cuya discusión es libre dentro de
los límites de la caridad- “in necesariis, unitas; in dubiis,
libertas; in omnibus, caritas”. La substitución del Magisterio
de la Iglesia por el juicio individual se ha convertido en el solvente
que ha hecho desaparecer a cuanta secta lo ha adoptado. Las sectas que
han mostrado cierta consistencia son aquellas que, si bien han adoptado
el juicio individual en principio, en la realidad lo han considerado siempre
como letra muerta y la enseñanza se realiza según ciertos
credos y a través de catecismos elaborados por clérigos
capacitados.
VIII. LEGISLACIÓN ECLESIÁSTICA
SOBRE LA HEREJÍA.
Siendo la herejía un veneno mortal que se genera en el seno mismo
de la Iglesia, debe ser erradicado si es que se desea que ésta
viva y lleve a cabo su misión de continuar la obra salvadora de
Cristo. Su fundador, que previó la enfermedad, también proveyó
la medicina. Dotó a la Iglesia de la infalibilidad al enseñar
(Cfr. IGLESIA). El oficio de enseñar corresponde a la jerarquía,
la Ecclesia docens, la cual, bajo ciertas condiciones, es el último
criterio de verdad en asuntos de fe y moral (Cfr. CONCILIOS). Las decisiones
infalibles también pueden ser tomadas por el Papa cuando enseña
ex cathedra (Cfr. INFALIBILIDAD) (Cfr. Nos. 888-892, 2035 del Nuevo Catecismo
de la Iglesia Católica, publicado por el Papa Juan Pablo II en
1992, N.T.). El párroco en su parroquia y el obispo en su diócesis
tienen la obligación de conservar inmaculada la fe de su rebaño.
Al pastor supremo de todas las iglesias se le ha dado el oficio de abrevar
todo el rebaño cristiano. De ahí que el poder de erradicar
la herejía es un elemento esencial en la constitución de
la Iglesia. Al igual que otros poderes y facultades, el de erradicar las
herejías se debe adaptar en la práctica a las circunstancias
de tiempo y lugar y, de modo especial, a las condiciones sociopolíticas.
En sus inicios, funcionó sin una organización especial.
La costumbre antigua simplemente dejaba que los obispos se encargaran
de encontrar las herejías en sus diócesis y vigilar por
todos los medios a su alcance que no se difundieran. Cuando alguna doctrina
errónea cogía fuerza y amenazaba con desunir la Iglesia,
los obispos se reunían en concilios provinciales, metropolitanos,
nacionales o ecuménicos. La autoridad de todos ellos juntos se
ejercitaba en contra de las falsas doctrinas. El primer concilio fue una
reunión sostenida por los Apóstoles en Jerusalén
para poner fin a las tendencias judaizantes de algunos cristianos. Ese
concilio se convirtió en el prototipo de todos los que lo siguieron:
los obispos, unidos con la cabeza de la Iglesia y guiados por el Espíritu
Santo, se constituyen en jueces finales sobre asuntos de fe y de moral.
El espíritu que mueve a la Iglesia cuando ésta trata sobre
herejías y herejes es de suma severidad. San Pablo escribe a Tito:
“Al sectario, después de una y otra amonestación,
rehúyele; ya sabes que está pervertido y peca, condenado
por su propia sentencia” (Tit 3, 10-11). Esta antigua ley refleja
una anterior, del mismo Cristo: “Si les desoye a ellos, díselo
a la comunidad. Y si hasta la comunidad desoye, sea para ti como el gentil
o publicano” (Mt 18, 17). Y también inspira toda la legislación
subsecuente respecto a la herejía. La sentencia del hereje obstinado
es invariablemente la excomunión. Se le separa de la compañía
de los fieles, y se le deja en manos de “Satanás para mortificar
su sensualidad, a fin de que el espíritu se salve en el día
del Señor” (I Cor 5,5).
Una vez que Constantino tomó sobre sí el papel de obispo
laico, episcopus externus, y puso el brazo secular al servicio de la Iglesia,
las leyes en contra de los herejes se hicieron cada vez más rigurosas.
Bajo la sola disciplina eclesiástica a ningún hereje obstinado
se le podía someter a castigo físico; el único daño
era el que su obstinación pudiera causarle a su dignidad personal
al verse privado de la compañía de los demás hermanos
cristianos. Pero durante el gobierno de los emperadores cristianos se
comenzaron a aplicar medidas rigurosas incluso contra los bienes o personas
de los herejes. Desde la época de Constantino hasta Teodosio y
Valentiniano III (313- 424), se pusieron en práctica varias leyes
penales en contra de los herejes, acusados de crímenes de Estado.
“Tanto en el código de Teodosio como en el de Justiniano
se les consideraba personas infames; se prohibía la interrelación
con ellos; se les privaba de cualquier oficio de beneficio y dignidad
dentro de la administración pública, y se les cargaba con
los oficios onerosos, tanto militares como administrativos; se les impedía
que dispusieran de sus propios bienes libremente, o que aceptaran herencias
de otras personas; se les privaba del derecho de dar o recibir donativos,
de hacer contratos, de comprar y vender; se les imponían multas
pecuniarias; con frecuencia se les proscribía y se les hacía
desaparecer, y en algunos casos, antes de enviarlos al destierro se les
flagelaba. Se llegó, en algunos casos muy graves, a dictar sentencia
de muerte a los herejes, aunque en tiempos de los emperadores cristianos
de Roma, raramente se ejecutaba dicha sentencia. Se narra que fue Teodosio
el primer emperador que consideró la herejía como crimen
capital. Esta ley se aprobó en 382 en contra de los encratitas,
sacóforos y los maniqueos. Los profesores herejes tenían
prohibido propagar sus doctrinas pública o privadamente; sostener
debates públicos; ordenar obispos, presbíteros o cualquier
otro cargo clerical; sostener reuniones religiosas; construir conventos
o hacerse de dinero para tal fin. Era permitido que los esclavos informaran
a la autoridad sobre sus amos herejes y que recuperaran su libertad llegándose
a la Iglesia; los hijos de padres herejes no podían recibir su
patrimonio o herencia a menos que volviesen a la Iglesia. Los libros de
los herejes eran quemados. (Cfr. “Codex Theodosianus”, lib.
XVI, tit. 5, “De haereticis”).
Esa legislación permaneció vigente, y con mayor severidad,
durante el reinado de los bárbaros invasores que se alzaron con
la victoria sobre las ruinas del Imperio Romano de Occidente. Fue en el
siglo XI que por primera vez se ordenó la quema de los herejes.
El sínodo de Verona (1184) impuso a los obispos la obligación
de hallar a los herejes de sus diócesis y entregarlos al poder
secular. Otros sínodos, y el IV Concilio de Letrán (1215),
en el pontificado de Inocencio III, reiteraron y reactivaron dicho decreto,
especialmente el sínodo de Toulouse (1229), que estableció
inquisidores en cada parroquia (un sacerdote y dos laicos). Todo mundo
tenía obligación de denunciar a los herejes; los nombres
de los testigos se conservaban en secreto. Posteriormente al año
1243, cuando Inocencio IV ratificó las leyes de los emperadores
Federico II y Luis IX contra los herejes, se empezó a aplicar tortura
durante los juicios; los reos eran entregados a las autoridades civiles
y algunos morían quemados. Pablo III (1542) estableció,
y Sixto V organizó, la Congregación Romana de la Inquisición,
o del Santo Oficio, que era un tribunal de justicia para tratar asuntos
de herejías y herejes (Cfr. CONGREGACIONES ROMANAS). La Congregación
del Índice, instituida por Pio V, tiene como ámbito de trabajo
el cuidado de la fe y de la moral en la literatura, y actúa en
referencia a los libros del mismo que modo que el Santo Oficio actúa
en referencia a las personas (Cfr. ÍNDICE DE LIBROS PROHIBIDOS).
(La Congregación Romana de la Inquisición, o Santo Oficio,
ha sido reemplazada contemporáneamente por la Congregación
para la Doctrina de la Fe, y el Índice de libros prohibidos dejó
de existir el 14 de junio de 1966, por orden del Papa Pablo VI. Algunas
normas, sin embargo, referentes a la lectura y escritura de libros referentes
a la fe y las costumbres quedaron descritas en los códigos 831
y 832 del Código de Derecho Canónico de 1986. N.T.). El
Papa Pio X ordenó que cada diócesis contara con un panel
de censores y con un comité de vigilancia cuyas funciones eran
encontrar e informar acerca de escritos o personas sospechosas de la herejía
del modernismo (Encíclica "Pascendi", 8 septiembre.,
1907). La legislación moderna acerca de la herejía no ha
perdido nada de su antigua severidad, si bien hoy día las penas
son estrictamente de orden espiritual. No está vigente ninguno
de los castigos que requerían de la intervención del poder
civil. Aún en naciones donde el abismo entre lo espiritual y los
poderes seculares no significa hostilidad o total separación, la
pena de muerte, la confiscación de bienes, encarcelamiento, etc.,
ya no se aplican a los herejes. Los castigos espirituales son de dos tipos:
latae y ferendae sententiae. Aquellos corresponden al mero acto de herejía,
sin que medie sentencia judicial. Los últimos son aplicados después
de un juicio en un tribunal eclesiástico, o por un obispo actuando
ex informata conscientia, o sea, basado en cierta información y
dispensando los procedimientos normales.
Las penas (cfr. CENSURAS, ECLESIASTICAS) latae sententiae son: (1) excomunión
reservada especialmente al Sumo Pontífice. En ella incurren quienes
apostatan de la fe católica, los herejes, cualquiera que sea su
nombre y sin importar a qué secta pertenezcan, y todos aquellos
que creen en ellos (credentes), quienes los acogen, apoyan y los defienden
en alguna forma (Constitución “Apostolicae sedis”,
1869). En esa parte, se entiende por “hereje” a quien lo es
formalmente, pero también a quien tiene dudas positivas, o sea,
aquel cuyas dudas tienen el soporte de argumentos de razón. Excluye
a quien duda negativamente, o sea, quien duda sin ni siquiera formular
un argumento en su propia defensa. Los creyentes (credentes) en la herejía
son aquellas personas que, sin someter su doctrina a examen, manifiestan
un asentimiento general respecto a las enseñanzas de una secta.;
los favorecedores (fautores) son aquellos que por omisión o comisión
le brindan apoyo a la herejía y con ello favorecen su difusión.
Los acogedores y defensores son quienes brindan a los herejes refugio
en contra de los rigores de la ley. (2) “Excomunión reservada
especialmente al Romano Pontífice, en la que incurren todos aquellos
que, sin autorización de la Sede Apostólica, leen libros
de los apóstatas o de herejes, en los que se defiende la herejía.
Así mismo, los lectores de libros de autores prohibidos explícitamente
en cartas apostólicas, o quienes posean, impriman o defiendan tales
obras” (Apost. Sedis, 1890). Por “libro” se entiende
aquí un volumen de cierto tamaño y unidad. Los periódicos
y manuscritos- aunque no sean libros, sino publicaciones seriadas, pero
que han de constituir un libro una vez que hayan sido concluidas- también
caen en esta censura. Leer “a sabiendas” (scienter) implica
que el lector sabe que el libro que lee es obra de un hereje, o que defiende
una herejía, y que es, por tanto una obra prohibida. “Libros...
prohibidos específicamente en cartas apostólicas”
se refiere a libros condenados en bulas, breves y encíclicas escritas
directamente por el Papa. No se incluyen ahí los libros prohibidos
por decretos de las congregaciones romanas, aunque su prohibición
tenga la autorización papal. Los “impresores” de obras
heréticas son el editor que da la orden y el impresor que la ejecuta,
e incluso quien revisa las pruebas, pero no el operario que realiza la
parte mecánica de la publicación.
Las penas adicionales que deben ser decretadas por sentencias judiciales
son las siguientes. Los apóstatas o herejes caen en irregularidad,
o sea, quedan impedidos de recibir las órdenes sagradas o de ejercitar
legalmente los derechos y obligaciones propias de aquellas. Caen en infamia,
o sea, son públicamente notorios como culpables deshonrosos. La
mácula de la infamia será heredada por los hijos y nietos
de los herejes irrepentos. Los clérigos herejes y todos aquellos
que los acogen, defienden o favorecen también quedan privados ipso
facto de sus beneficios, oficios y jurisdicción eclesiástica.
Si se diera el caso de que un papa llegara a ser claramente culpable de
herejía, cesaría de ser papa porque cesaría de ser
miembro de la Iglesia. Si alguien recibiera el bautismo de manos de un
hereje declarado, dicha persona caería en irregularidad. La herejía
constituye un impedimento para contraer matrimonio con un católico
(mixta religio) del cual puede dispensar el Papa o algún obispo
con tal poder (Cfr. IMPEDIMENTIOS). Lo que se llama communicatio in sacris,
o sea, la participación activa de un católico en celebraciones
religiosas no católicas, en si misma sí es ilegal, pero
no es intrínsecamente mala de modo tal que no pueda ser dispensada
en algunas circunstancias. Los amigos o parientes pueden, por buenas razones,
acompañar un funeral, asistir al matrimonio o bautismo, sin causar
escándalo, o brindar apoyo a la parte no católica, absteniéndose
de tomar parte activa en las celebraciones. El motivo de la participación
en esos ritos es la amistad o la cortesía, pero no debe implicar
aprobación de los rituales. Los no católicos son bienvenidos
a todas las celebraciones católicas excepto, claro, a los sacramentos.
IX. PRINCIPIOS DE LEGISLACIÓN ECLESIÁSTICA.
Los principios rectores de la legislación eclesiástica
en torno a las herejías son los siguientes:
La Iglesia distingue entre hereje formal y material. Al primero le aplica
el canon: “Sostiene firmemente y no tiene duda alguna que los herejes
y cismáticos tendrán parte con el Diablo y sus ángeles
en las llamas eternas, a menos que antes del fin de sus vidas se incorporen
y reingresen a la Iglesia Católica”. Nadie está obligado
a ser parte de la Iglesia, pero habiendo alguien entrado una vez a través
del bautismo, debe respetar las promesas que libremente hizo. Para controlar
y atraer de nuevo a sus hijos rebeldes, la Iglesia utiliza tanto su poder
espiritual como el secular que estén a su alcance. Frente a los
herejes materiales, la Iglesia actúa siguiendo la regla de san
Agustín: “No debe considerarse hereje quien no defienda sus
opiniones falsas y perversas con celo pertinaz (animositas). Sobre todo
si el error no es fruto de una audaz presunción sino que le ha
sido transmitido al hereje por padres que han sido seducidos a su vez,
y cuando esa persona anda en busca de la verdad con cuidadosa solicitud
y dispuesto a ser corregido” (P.L. XXXIII, ep. XLIII, 160). Pio
IX, en una carta escrita a los obispos de Italia (10 agosto de 1863),
reafirma esta doctrina católica: “Es sabido por Nos y por
ustedes que aquellos que están en ignorancia invencible respecto
a nuestra religión, pero que observan la ley natural... y están
dispuestos a obedecer a Dios y llevar una vida honesta y recta, pueden,
con la ayuda de la luz y la gracia divinas, alcanzar la vida eterna...
pues Dios... no permite que sea castigado quien no es deliberadamente
culpable” (Denzinger, “Enchiridion”, 1529).
X. JURISDICCIÓN ECLESIÁSTICA SOBRE
LOS HEREJES
Por el hecho de haber recibido el bautismo válidamente los herejes
también está dentro de la jurisdicción de la Iglesia.
Y si son de buena fe, pertenecen también al alma de la Iglesia.
Su separación material, sin embargo, les impide el uso de los derechos
eclesiásticos, excepto el de ser juzgados por la ley eclesiástica
en el caso de ser convocados a un tribunal eclesiástico. Mas no
están obligados a regirse por las leyes eclesiásticas emitidas
para el bienestar espiritual de los miembros de la Iglesia, por ejemplo,
los seis mandamientos de la Iglesia.
XI. RECEPCIÓN DE LOS CONVERSOS
Las personas que se convierten a la fe, antes de ser recibidos en ella,
deben ser instruidos perfectamente en la doctrina católica. Es
facultad de los obispos el reconciliar a los herejes, aunque esa función
puede ser delegada a cualquier sacerdote con cura de almas. En Inglaterra
se requiere un permiso especial para cada reconciliación, exceptuado
el caso de los menores de 14 años o de personas agobiadas por enfermedades
graves. Este permiso se concede cuando el sacerdote puede atestiguar por
escrito que el candidato está suficientemente instruido y preparado,
y que existe una razonable garantía de perseverancia. El procedimiento
de esta clase de reconciliación es como sigue: primero, abjuración
de la herejía o profesión de fe; segundo, bautismo bajo
condición (esto se realiza cuando existe duda respecto al bautismo
herético); tercero, confesión sacramental y absolución
condicional.
XII. PAPEL DE LA HEREJÍA EN LA HISTORIA
Generalmente, el papel de la herejía en la historia ha sido de
perversidad. Sus raíces se encuentran en la naturaleza humana corrupta.
Ha llegado a la Iglesia según lo predijo su divino fundador; ha
destruido los vínculos de la caridad en las familias, regiones,
estados y naciones; se han levantado las piras y desenvainado las espadas
tanto en su defensa como en su represión; a su paso sólo
han quedado ruina y miseria. La prevalencia de la herejía, con
todo, no ha logrado probar que la Iglesia no tiene origen divino, así
como tampoco la existencia del mal ha podido probar que no exista un Dios
de bondad. Al igual que otros males, la herejía es permitida como
una prueba de fe en la Iglesia militante, y quizás como castigo
por otros pecados. El desmoronamiento y desintegración de las sectas
heréticas también provee un sólido argumento para
la necesidad de una fuerte autoridad de enseñanza. Las interminables
controversias con los herejes han sido causa indirecta de los mayores
desarrollos doctrinales y definiciones formuladas en concilios para la
edificación del Cuerpo de Cristo. Así fue como los evangelios
espurios de los gnósticos prepararon el terreno para que se determinara
el canon de la Sagrada Escritura; las herejías patripasiana, sabeliana,
arriana y macedonia fueron la oportunidad para que se aclarara mejor el
concepto de la Trinidad; los errores nestorianos y eutiquianos propiciaron
que la Iglesia definiera los dogmas de la naturaleza y persona de Cristo.
Y así ha sido hasta el modernismo, que ha provocado una solemne
afirmación del valor de lo sobrenatural en la historia.
XIII. INTOLERANCIA Y CRUELDAD
Frecuentemente se ha acusado a la Iglesia de tener una legislación
cruel e intolerante con respecto a la herejía y a los herejes.
Definitivamente sí es intolerante. Su misma raison d’être
es la intolerancia de las doctrinas que puedan minar la fe. Pero esa intolerancia
es esencial a todo lo que existe, se mueve o vive. Tolerar elementos destructivos
dentro del propio organismo es equivalente al suicidio. Las sectas heréticas
también están sujetas a la misma ley: viven o mueren en
la medida en que son capaces de aplicar o desdeñar ese principio.
La acusación de crueldad es fácilmente rebatible. Toda medida
de represión necesariamente causa sufrimiento y molestia; es parte
de su naturaleza. Pero eso no la hace cruel. El padre que castiga a su
hijo culpable es justo y puede tener un corazón tierno. La crueldad
hace su aparición cuando el castigo excede el grado conveniente.
Los opositores dice: “Precisamente. Los castigos aplicados por la
Inquisición excedieron todo sentimiento humano”. Respondemos:
“Sí ofenden los sentimientos de generaciones posteriores,
en las que hay menos cuidado por la pureza de la fe. Pero no los sentimientos
de su tiempo, cuando la herejía era vista como algo más
perverso que la traición”. Prueba de ello es que los inquisidores
sólo juzgaban la culpabilidad del acusado y luego lo entregaban
al poder secular para que fuera tratado según la leyes creadas
por los emperadores y reyes. La gente del Medioevo no encontraba en el
sistema los mismos defectos que le encuentran los críticos actuales.
De hecho los herejes han sido quemados por el populacho desde siglos antes
que la Inquisición existiera como institución. Y cuando
los herejes han dominado la situación se han dado prisa a aplicar
las mismas leyes. Ese ha sido el caso de los hugonotes en Francia, los
husitas en Bohemia, los calvinistas en Génova, los estatistas elizabetanos
y los puritanos en Inglaterra. La tolerancia hizo su aparición
cuando la fe se debilitó. Curiosamente las medidas moderadas fueron
utilizadas sólo cuando ya no existía la fuerza para aplicar
medidas más severas. Aún arden las brasas del Kulturkampf
en Alemania; aún son un escándalo las leyes de separación
y confiscamiento y el ostracismo hacia los católicos franceses.
Cristo fue muy claro: “No crean que he venido a traer paz a la tierra;
no traje la paz, sino la espada” (Mt 10, 34). La historia de las
herejías verifica esta predicción y demuestra, además,
que el mayor número de víctimas de la espada está
del lado de los fieles que se adhirieron a la Iglesia fundada por Cristo
(Cfr. INQUISICIÓN).
(El lector encontrará una “nueva” mentalidad de la
Iglesia respecto a los herejes, o personas que se han separado de la Iglesia
Católica por razones de fe, en el Decreto “Unitatis Redintegratio”,
del Concilio Vaticano II. Sin embargo, la Iglesia no ha olvidado su función
como vigilante de la fe, y lo expresa en el Código de Derecho canónico,
cánones 1364- 1377. N.T.)
Autor: J. WILHELM
Transcrito por Mary Ann Grelinger
Traducido por Javier Algara Cossío
Fuente: Enciclopedia Católica (AciPrensa)
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